Nos pasa a menudo que no reconocemos que estamos todos hechos bien y, más o menos, por el mismo patrón. Es verdad que no somos iguales, e incluso que por ser mayores se nos debe una honra un respeto, pero quizá no siempre estamos dispuestos a reconocer en los fallos, defectos y errores de nuestros hijos los nuestros a su edad. Y que tanto nosotros como ellos necesitamos ser corregidos con caridad y educados desde una aceptación incondicional de confianza, de amor.

En medio de nuestras relaciones consideramos que hay personas y momentos de éstas que nos hacen crecer, madurar, renovar, y cambiar a mejor. Procuramos estar cerca para que estas situaciones y encuentros especiales se repitan, pues los esperamos y pedimos. Cuando además tenemos la suerte de vivir esto en medio de una comunidad cristiana, podemos ver en acto cómo la misericordia de Cristo educa nuestro corazón y razón según la voluntad de Dios, a través también de mediaciones humanas, las de nuestros amigos y compañeros de camino.

Lo que nos parecía increíble, que el acontecimiento de Cristo suceda en nuestra pequeña y frágil historia humana, que se despierten en nosotros preguntas acerca de la correspondencia de nuestro corazón, de nuestros deseos más profundos y verdaderos, el gusto por la vida vivida intensamente,… ocurre, sucede de forma tangible, verificable, y podemos confrontar lo que nos sucede con la propia experiencia.

A poco que nos detengamos en el devenir de nuestra jornada, no solamente desde nuestros pensamientos y sentimientos, esquemas y planes, sino sobre todo desde nuestro corazón y sus deseos e inquietudes más naturales y espontáneas, veremos cómo no son tan distintos de los de nuestros hijos y educandos. Nos unen más factores de los que pensamos de un punto de vista meramente intelectual, abstracto o, menos aún habitualmente justificado de una “necesaria” distancia y superioridad.

Todos somos educados por la presencia de Otro que es el mejor pedagogo, que nos lleva al Padre; por el camino del conocimiento de nosotros mismos a la humildad y de ahí a la Verdad; y por el del amor a la confianza plena y de ahí a la santidad. Que tardemos poco o mucho depende de nuestra obediencia a los datos de la realidad, pero lo cierto es que se da para todos sin exclusión.

Quizá nos pueda pasar que pensemos que eso de vivir la fe realmente sea para una élite de personas que recibieron una vocación de especial consagración a Dios y a su servicio, cuando esto del seguimiento real de Jesucristo es para todos. El camino cristiano de la salvación se dirige a todos y es lo menos abstracto que hay. Es una cuestión de fe, sí, pero ¿qué es esto sino confianza, reconocimiento, vida,… amor a una Presencia que me sostiene y educa hacia mi plena madurez?

Entonces el vértigo, o miedo, que puede suponer trasladar estas lecciones de la vida que recibimos en nuestro ambiente, comunidad, y desde Jesucristo, esta madurez necesaria que proviene de Él, que nos educa desde la libertad, a los niños y adolescentes de los que somos padres y educandos, ha de ser confrontada también a diario con su experiencia y la nuestra. Eduquemos, sin temor, como somos educados. Siendo referencias vivas pero no agotando en nosotros la mirada de otros, sino siguiendo y apuntando siempre al que es más grande que nosotros.