Puede pasar que creamos saber cómo hemos de conducirnos por la vida, qué hemos de hacer y evitar, incluso que sepamos las motivaciones por las cuales se identifica el cristianismo, sus actitudes, gestos, incluso conozcamos las Sagradas Escrituras, pero quizá el seguimiento real de Jesucristo lo hayamos dejado un poco aparcado o estancado.

A algunos les pasa, nos pasa, en determinados momentos de la vida, que descansamos antes de tiempo, nos acomodamos y relajamos nuestra necesidad de conversión continua, de nuestro cambio de mente y corazón, y luego nos viene la conciencia, el corazón, a recordárnoslo, y nos toca despertar. Somos capaces de darnos más y no lo hacemos, ¿por qué?

Porque, ¿cómo vamos a poder vivir bien estos cincuenta días del tiempo litúrgico que acabamos de comenzar, que nos invita a profundizar en los tesoros de la fe, a reavivar nuestra esperanza y hacer nuestro amor más evidente, si nuestra razón o si parte de nuestro ser están separados de un afecto verdadero y comprometido con Jesucristo, nuestra Pascua?

Ponerse delante de Él y contemplar de nuevo, con los ojos de la fe, Su misión, vida, gestos y palabras, cómo leyó los pensamientos y deseos de tantos corazones, cómo interpeló a todos y dio muestras de una entrega total a la voluntad del Padre, a la salvación de toda la humanidad. ¿No nos atrevemos a estar a solas con Aquel que sabemos nos ama tanto?

Ése es el ejercicio primero que se nos pide en esta Pascua: confrontar sus palabras y sus gestos, que tienen la capacidad de interpelarme en lo profundo a mí, a tí, padre, hijo, profesor o educador, con mi vida diaria, porque en lo que yo diga y haga se juega en cada momento que a través mío y por Su Gracia pueda darse, transparentarse de nuevo Su presencia, Su rostro.

Si no acudo al sacramento del Perdón con frecuencia para limpiar mis pecados, para renovar mi mente y corazón; si no voy a la Eucaristía para gozar de Él, alimento de vida eterna, que me hace vivir en Él y Él en mí; si no miro y atiendo a mis hermanos más necesitados y próximos como Él lo haría…. ¿cómo voy a descubrir quién es Él, el sentido de mi vida, la razón por la que me ha llamado a esta existencia y los planes que Él tiene para mí?

La Pascua puede ser ocasión para descubrir a Jesucristo presente y activo en mi vida y en la de los demás, Luz que me pide ser reconocida en gestos concretos, Fe que solicita a mi razón y a mis sentidos obediencia, Alegría y Amor que ruegan ser difusivos, no ser encerrados en un solo corazón,…

La Pascua también es el paso necesario para afrontar mejor tantas sorpresas que Dios permite. Esa enfermedad o ese malestar, esa preocupación o esa incomprensión, que me inquietan, están llamados a trascenderse, a superarse, desde la voluntad de un Padre bueno y providente que quiere nuestra vida eterna feliz junto a Él como realización plena. Estamos invitados personalmente a participar de la resurrección de Jesucristo, Nuestro Salvador y Redentor, y eso es lo más serio y grandioso que hay.

Si viene la Pascua casi de la mano de una mayor luz no es por casualidad. Es el momento de la regeneración, la transformación personal y social, ¡aprovechémoslo en todo su esplendor! La naturaleza gime con dolores de parto nuestra manifestación, ¡pidamos la Gracia de Dios necesaria para realizarla, ¡para comunicar a toda la creación el Evangelio, a Cristo!