El santo padre invita a la oración y a rechazar el activismo

Homilía en la Jornada de los seminaristas, novicios, novicias y de todos los que están en el camino vocacional

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Texto de la homilía del santo padre Francisco, en la misa de hoy en la basílica de San Pedro en la «Jornada de los seminaristas, novicios, novicias y de todos los que están en el camino vocacional» en ocasión del Año de la Fe. 

Queridos hermanos y hermanas:

Ya ayer tuve la alegría de encontrarme con ustedes, y hoy nuestra fiesta es todavía mayor porque nos reunimos de nuevo para celebrar la Eucaristía, en el día del Señor. Ustedes son seminaristas, novicios y novicias, jóvenes en el camino vocacional, provenientes de todas las partes del mundo: ¡representan a la juventud de la Iglesia! Si la Iglesia es la Esposa de Cristo, en cierto sentido ustedes constituyen el momento del noviazgo, la primavera de la vocación, la estación del descubrimiento, de la prueba, de la formación. Y es una etapa muy bonita, en la que se ponen las bases para el futuro. ¡Gracias por haber venido!

Hoy la palabra de Dios nos habla de la misión. ¿De dónde nace la misión? La respuesta es sencilla: nace de una llamada que nos hace el Señor, y quien es llamado por Él lo es para ser enviado. Pero, ¿cuál debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son los puntos de referencia de la misión cristiana? Las lecturas que hemos escuchado nos sugieren tres: la alegría de la consolación, la cruz y la oración.

El primer elemento: la alegría de la consolación. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que ha atravesado el periodo oscuro del exilio, ha sufrido una prueba muy dura; pero ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo de la consolación; la tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría: «Festejad… gozad… alegraos», dice el Profeta (66,10). Es una gran invitación a la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo? Porque el Señor hará derivar hacia la santa Ciudad y sus habitantes un «torrente» de consolación, de ternura materna: «Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (v. 12-13). Todo cristiano, sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él. Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: «Consolad, consolad a mi pueblo» (40,1), y convertirse en misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!

El segundo punto de referencia de la misión es la cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo a los Gálatas, dice: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (6,14). Y habla de las «marcas», es decir, de las llagas de Cristo Crucificado, como el cuño, la señal distintiva de su existencia de Apóstol del Evangelio. En su ministerio, Pablo ha experimentado el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y la consolación. He aquí el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. Y precisamente haberse dejado conformar con la muerte de Jesús ha hecho a San Pablo participar en su resurrección, en su victoria. En la hora de la oscuridad y de la prueba está ya presente y activa el alba de la luz y de la salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana y triunfalista de la misión, como del desánimo que puede nacer ante las pruebas y los fracasos. La fecundidad del anuncio del Evangelio no procede ni del éxito ni del fracaso según los criterios de valoración humana, sino de conformarse con la lógica de la Cruz de Jesús, que es la lógica del salir de sí mismos y darse, la lógica del amor. Es la Cruz –siempre la Cruz con Cristo-, la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la Cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como «criatura nueva» (Ga 6,15).ù

Finalmente, el tercer elemento: la oración. En el Evangelio hemos escuchado: «Rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Lc 10,2). Los obreros para la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamadas al servicio y a la generosidad, sino que son «elegidos» y «mandados» por Dios. Por eso es importante la oración. La Iglesia, nos ha repetido Benedicto XVI, no es nuestra, sino de Dios; el campo a cultivar es suyo. Así pues, la misión es sobre todo gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración, encontrará en ella la luz y la fuerza para su acción. En efecto, nuestra misión pierde su fecundidad, e incluso se apaga, en el mismo momento en que se interrumpe la conexión con la fuente, con el Señor.

Queridos seminaristas, queridas novicias y queridos novicios, queridos jóvenes en el camino vocacional. «La evangelización se hace de rodillas», me decía uno de ustedes el otro día. ¡Sean siempre hombres y mujeres de oración! Sin la relación constante con Dios la misión se convierte en función. El riesgo del activismo, de confiar demasiado en las estructuras, está siempre al acecho. Si miramos a Jesús, vemos que la víspera de cada decisión y acontecimiento importante, se recogía en oración intensa y prolongada. Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en la vorágine de los compromisos más urgentes y acuciantes. Cuanto más les llame la misión a ir a las periferias existenciales, más unido ha de estar su corazón a Cristo, lleno de misericordia y de amor. ¡Aquí reside el secreto de la fecundidad de un discípulo del Señor!

Jesús manda a los suyos sin «talega, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10,4). La difusión del Evangelio no está asegurada ni por el número de personas, ni por el prestigio de la institución, ni por la cantidad de recursos disponibles. Lo que cuenta es estar imbuidos del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu Santo, e injertar la propia vida en el árbol de la vida, que es la Cruz del Señor.

Queridos amigos y amigas, con gran confianza les pongo bajo la intercesión de María Santísima. Ella es la Madre que nos ayuda a tomar las decisiones definitivas con libertad, sin miedo. Que Ella les ayude a dar testimonio de la alegría de la consolación de Dios, a conformarse con la lógica de amor de la Cruz, a crecer en una unión cada vez más intensa con el Señor. ¡Así su vida será rica y fecunda! Amén.

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ZENIT Staff

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