Taketa, también conocida como la pequeña Kyoto, está situada en el centro de la prefectura de Oita Kyushu, rodeada por una cadena de montañas y el río Ono. Un área de gran belleza natural que incluye las aguas termales más conocidas de todo Japón. En los días de los primeros misioneros, esta localidad se convirtió en uno de los centros con mayor presencia de cristianos de todo Japón.
Pero todo cambió con el inicio de la persecución religiosa en el país. Muchas personas se vieron obligadas a abrazar el budismo y otras, se piensa que la mitad, se ocultaron. Los bosques que rodean la ciudad pronto se convirtieron en escondites donde los fieles podían practicar su fe en la clandestinidad. Los cristianos fueron tallando en las montañas pequeñas cuevas donde poder reunirse y orar.
Hoy, estas capillas artificiales excavadas en la roca se pueden visitar. El hombre que descubrió hace tres años estas verdaderas catacumbas a cielo abierto -según informa la edición de hoy de L’Osservatore Romano– se llama Goto Atsusi. Sus antepasados fueron cristianos ocultos.
Hasta la fecha, se han descubierto ocho, y se cree que hay al menos un centenar. Es gracias a la conformación de las rocas volcánicas de Taketa, muy resistente, por lo que después de cuatro siglos se pueden apreciar estas cuevas artificiales en medio del bosque, utilizadas por los cristianos para vivir su fe cuando todo a su alrededor amenazaba la supervivencia.
De los veinticinco mil habitantes que tiene hoy Taketa sólo trescientos son cristianos, y los católicos se puede contar con una mano. Esos pocos fieles se ven obligados a ir en tren o autobús a Oita, un recorrido de más de una hora entre las montañas, para participar en la celebración de la eucaristía en la única iglesia católica que queda en la zona.
San Francisco Javier llegó a Japón en 1549, iniciando la predicación de Cristo en el país del sol naciente. Luego de 60 años, el Shogun, el jefe militar de Japón, desencadenó una persecución contra la joven Iglesia, persecución que puede rivalizar en furia con la del emperador Diocleciano, en los comienzos del siglo IV. Mujeres y niños fueron detenidos en el torbellino. Sus historias recuerdan las de Perpetua y Felicidad, o la de santa Inés.
Las historias de los mártires japoneses remiten a un período de 400 años atrás. Pero al leer sus historias parece que nos remitiéramos todavía más atrás, a las Actas de los Mártires de la Iglesia primitiva.
Luego del inicial florecimiento del cristianismo hubo persecuciones terribles. Muchos fueron asesinados con inaudita crueldad que no se detuvo ante mujeres y niños. Más que por los asesinatos, la comunidad católica fue esquilmada por los que abjuraron por temor. Sin embargo, no fue aniquilada. Una parte se refugió en la clandestinidad y mantuvo viva la fe, transmitiéndola de los padres a los hijos durante dos siglos, pese a no contar con obispos y sacerdotes ni sacramentos. Se cuenta que el viernes santo de 1865 diez mil de estos «kakure kirisitan», cristianos ocultos, salieron de los poblados y se presentaron en Nagasaki a los sorprendidos misioneros que poco antes habían logrado ingresar nuevamente a Japón.
Al igual que tres siglos antes, en los primeros años del siglo XX Nagasaki volvió a ser la ciudad con más fuerte presencia católica en Japón. En vísperas de la segunda guerra mundial, dos de cada tres católicos japoneses vivían en Nagasaki. Pero en 1945 sufrieron un nuevo y terrible exterminio. Esta vez no por una persecución, sino por la bomba atómica que fue lanzada justamente sobre su ciudad.
Hoy, los católicos japoneses son poco más de medio millón de feligreses. Una pequeña porción, si se la compara con una población de 126 millones de habitantes. Pero respetados e influyentes, gracias también a una densa red de escuelas y universidades. Y si a los japoneses de nacimiento se suman los inmigrantes de otros países de Asia, el número de los católicos se duplica y supera el millón.