Texto completo de la catequesis del papa Francisco. La Iglesia, una y santa

El Santo Padre advierte sobre el pecado de la división y recuerda que Jesús desea que todos seamos uno

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días

Cada vez que renovamos nuestra profesión de fe recitando el «Credo», afirmamos que la Iglesia es «una» y «santa». Es una, porque tiene su origen en Dios Trinidad, misterio de unidad y de plena comunión. La Iglesia también es santa, en cuanto que está fundada en Jesucristo, animada por su Espíritu Santo, colmada de su amor y de su salvación. Al mismo tiempo, sin embargo, está compuesta de pecadores, todos nosotros, pecadores que cada día experimentan las propias fragilidades y las propias miserias. Entonces, esta fe que profesamos nos empuja a la conversión, a tener la valentía de vivir cotidianamente la unidad y la santidad y si nosotros no estamos unidos, si no somos santos, ¡es porque no somos fieles a Jesús! Pero Él, Jesús, no nos deja solos, no abandona a su Iglesia. Él camina con nosotros, Él nos entiende. Entiende nuestras debilidades, nuestros pecados, nos perdona, siempre que nosotros nos dejemos perdonar. Él está siempre con nosotros, ayudándonos a ser menos pecadores, más santos, más unidos.

El primer consuelo nos viene del hecho que Jesús ha rezado mucho por la unidad de los discípulos. Es la oración de la Última Cena, Jesús ha pedido mucho: ‘Padre, que sean una sola cosa’. Ha rezado por la unidad y lo ha hecho en la inminencia de la Pasión, cuando iba a ofrecer toda su vida por nosotros. Es eso a lo que estamos enviados continuamente a releer y meditar, en una de las páginas más intensas y conmovedoras del Evangelio de Juan, el capítulo diecisiete. ¡Que bonito es saber que el Señor, justo antes de morir, no se preocupó de sí mismo, sino que pensó en  nosotros! Y en su diálogo sincero con el Padre, ha rezado precisamente para que podamos ser una sola cosa con Él y entre nosotros. Con estas palabras, Jesús se ha hecho nuestro intercesor ante el Padre, para que podamos entrar también nosotros en la plena comunión de amor con Él; al mismo tiempo, nos confía a Él como su testamento espiritual, para que la unidad pueda convertirse cada vez más en la nota distintiva de nuestras comunidades cristianas y la respuesta más bella a quien nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros.

«Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste». La Iglesia ha buscado desde el principio realizar este propósito que está tan en el corazón de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que los primeros cristianos se distinguían por el hecho de tener «un solo corazón y una sola alma»; el apóstol Pablo, después, exhortaba a sus comunidades a no olvidar que son  «un solo cuerpo». La experiencia, sin embargo, nos dice que son muchos los pecados contra la unidad. Y no pensamos solo a las grandes herejías, los cismas, pensamos a faltas muy comunes en nuestras comunidades, en pecados «parroquiales», a esos pecados en las parroquias. A veces, de hecho, nuestras parroquias, llamadas a ser lugares de compartir y de comunión, están tristemente marcadas por envidias, celos, antipatías… Y el chismorreo está a mano de todos. ¡Cuánto se chismorrea en las parroquias! Esto no es bueno. Por ejemplo, cuando alguien es elegido presidente de tal asociación, se chismorrea contra él. Y si otra es elegida presidenta de la catequesis, las otras chismorrean contra ella. Pero, esta no es la Iglesia. Esto no se debe hacer, ¡no debemos hacerlo! No os digo que os cortéis la lenga, tanto no. Pero pedid a Dios que dé la gracia de no hacerlo.

¡Esto es humano, sí, pero no es cristiano! Esto sucede cuando apuntamos hacia los primeros puestos; cuando nos ponemos a nosotros mismos en el centro, con nuestras ambiciones personales y nuestras formas de ver las cosas, y juzgamos a los otros; cuando miramos a los defectos de los hermanos, en vez de a sus dones; cuando damos más peso a lo que nos divide, en vez de a lo que nos reúne.

 Una vez, en la otra diócesis que tenía antes, escuché un comentario interesante y bonito. Se hablaba de una anciana que toda la vida había trabajado en la parroquia, y una persona que la conocía bien, dijo: ‘Esta mujer no ha hablado nunca mal, nunca ha chismorreado, siempre era una sonrisa’. ¡Una mujer así puede ser canonizada mañana! Este es un bonito ejemplo. Y si miramos a la historia de la Iglesia, cuántas divisiones entre nosotros cristianos. También ahora estamos divididos.

También en la historia, los cristianos hemos hecho la guerra entre nosotros por divisiones teológicas. Pensemos en la de los 30 años. Pero, esto no es cristiano. Debemos trabajar también por la unidad de todos los cristianos, ir por el camino de la unidad que es el que Jesús quiere y por el que ha rezado.

Frente a todo esto, debemos hacer seriamente un examen de conciencia. En una comunidad cristiana, la división es uno de los pecados más graves, porque la hace signo no de la obra de Dios, sino de la del diablo, el cual es por definición el que separa, que rompe las relaciones, que insinúa prejuicios… La división en una comunidad cristiana, ya sea una escuela, una parroquia o una asociación, es un pecado gravísimo, porque es obra del demonio. Dios, sin embargo, quiere que crezcamos en nuestra capacidad de acogernos, de perdonarnos, de querernos, para parecernos cada vez más a Él que es comunión y amor.  En esto está la santidad de la Iglesia: en el reconocer a imagen de Dios, colmada de su misericordia y de su gracia.

Queridos amigos, hagamos resonar en nuestro corazón estas palabras de Jesús: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Pidamos sinceramente perdón por todas las veces en la que hemos sido ocasión de división o de incomprensión dentro de nuestras comunidades, aún sabiendo que no se llega a la comunión sino a través de una continua conversión. ¿Qué es la conversión? Es pedir al Señor la gracia de no hablar mal, de no criticar, de no chismorrear, de querer a todos. Es una gracia que el Señor nos da. Esto es convertir el corazón.  Y pidamos que el tejido cotidiano de nuestras relaciones pueda convertirse en un reflejo cada vez más bonito y feliz de la relación entre Jesús y el Padre.

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ZENIT Staff

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