El justo salario

XXV Domingo Ordinario

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Isaías 55, 6-9: “Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes”
Salmo 44: “Bendeciré al Señor eternamente”
Filipenses 1, 20-24. 27: “Para mí, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia”
San Mateo 20, 1-16: “¿Vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?”

Frente al templo de San Diego de Alcalá se repite la historia. Cada día se presentan con sus escasas herramientas y con nuevas ilusiones: quizás alguien los ocupe durante toda la semana, quizás al menos dos o tres días. Así, con esperanzas y sueños se acomodan en la larga fila de hombres que ofrecen sus servicios: carpinteros, albañiles, plomeros, o “lo que caiga”. Al paso de las horas, se acercan los solicitantes de servicio, el regateo inevitable, las dudas y las condiciones, el acuerdo por determinado tiempo o tipo de trabajo y se encaminan con rostros de satisfacción a sus trabajos. Otros, con frecuencia bastantes, permanecen horas y horas en tediosa y estéril espera, hasta que desalentados, se encaminan con los brazos vacíos y la esperanza rota. ¡Nadie los ha contratado! Otro día de hambre e inseguridad, de precariedad y angustia. Y resuenan las palabras del Papa Francisco exigiendo solidaridad y justicia: “Queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o un ‘decoroso sustento’, sino de que tengan ‘prosperidad sin exceptuar bien alguno’. Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que están destinados al uso común”.

El rostro desencantado de los frustrados trabajadores nos hace pensar en el ámbito del trabajo como un lugar donde con frecuencia prevalecen las injusticias. Se les concede mucho mayor valor al capital y a las ganancias que a la dignidad y necesidades básicas de las personas. Si revisamos los horarios, si vemos los salarios, si miramos las condiciones, comprobamos que las personas pasan a ser meros números, engranes de una maquinaria de producción que solamente beneficia a unos cuantos y deja a la mayoría sobreviviendo. En el campo es igual: mucho trabajo, mucho riesgo para los campesinos, y pocos o nulos beneficios cuando se obtiene la cosecha. Las ganancias quedan en otra parte.La actual concentración de riqueza se da principalmente por los mecanismos injustos del sistema financiero y una acumulación de bienes y servicios que ni es en pro del bien común, ni beneficia a todas las personas, ni produce una auténtica realización de la felicidad humana. Si a esto añadimos la grave corrupción en todos los niveles, vinculada muchas veces al flagelo del narcotráfico o del narconegocio, se acaba destruyendo el tejido social y económico de las comunidades. Y esto tiene graves repercusiones en el desempleo, subempleo y situaciones dramáticas de necesidades personales, familiares y sociales.

¿Sigue la parábola de Jesús estas estructuras y estas políticas injustas? En un primer momento podría parecernos que va en el mismo sentido: un patrón que contrata a los que quiere y que después paga a su gusto, igualando ‘injustamente’ a quienes han trabajado todo el día con quienes solamente han trabajado una hora. Pero si nos dejamos tocar por Jesús nos encontraremos con el verdadero sentido del trabajo y del capital, y de la verdadera igualdad y comunidad. Este pasaje continúa su instrucción sobre los temas de la fraternidad cuyo cimiento fundamental es la acogida al débil. La respuesta a las diferencias que ofrece es muy clara: la norma de oro sobre la que nace la comunidad debe ser la igualdad: todos reciben lo mismo independientemente del trabajo que han realizado. Habrá que romper los esquemas que hacen de la comunidad un campo cuya norma parece ser la fuerza y el egoísmo. La nueva comunidad cristiana habrá de recuperar su vocación inicial y romper las estructuras sistémicas que hacen de la comunidad una presa fácil a favor del poderoso, donde el débil no cuenta y los excluidos no tienen acceso a los beneficios del Reino.

Acostumbrados a los mensajes de un mundo neoliberal, nos parece ilógico e injusto el proceder del Señor. Ante Dios no es cuestión de mérito, ni de cantidad o calidad de trabajo. Tanto la llamada a participar en su viña, como la retribución, son un regalo, no una premiación o conquista. La respuesta y el compromiso personal son muy necesarios, pero la recompensa es gratuidad de Dios. Dios habla de la gracia, de la alegría de dar. Nosotros inmediatamente hablamos de comparaciones y de derechos. Y la comparación siempre produce o bien complejo de superioridad o bien nos arroja en la amargura de la envidia. ¿No es cierto que muchas de las tristezas y frustraciones nacen de la comparación con lo que otros tienen, con lo que los otros hacen o con lo que otros disfrutan y nosotros no? Me imagino que si aquellos trabajadores hubieran recibido su jornal, que nos da a entender que era justo y apreciado, sin saber el jornal de los otros, lo hubieran aceptado felices como un premio. Pero al mirar a los otros les produce tristeza lo que están obteniendo. La envidia corroe el corazón, cuando nos comparamos con el otro y nos sentimos con más derechos.

El motivo de la narración es que hay quienes se sienten justos y niegan acceso a los pecadores. En nuestra actualidad se dan muchas discriminaciones y bloqueos, solamente porque los consideramos sin derechos. No se tiene en cuenta a los más débiles. Baste mirar las estructuras de nuestra sociedad, sus calles, sus servicios, no tienen en cuenta para nada a quienes tienen capacidades diferentes. Se cierran pasos, se construyen autopistas pero todo pensando en unos cuantos, egoístamente y no teniendo en cuenta a los más desprotegidos. E igual sucede en la vida. Se olvida la igualdad, esa igualdad nacida de la generosidad de un Dios que no crea ninguna injusticia, que se derrama sobre todos. De ahí que quien entiende bien a este Dios generoso que obra sin detenerse en presuntos privilegios, debería ser igualmente generoso en su propia comunidad, sobre todo con los débiles.

Se cierra la narración con la invitación a todos para trabajar en la viña. Hay quienes generosamente han entregado su vida a favor de los hermanos, y qué bueno. Hay quienes, con culpa o sin ella, no han tenido esa oportunidad; hoy Jesús nos invita. No hay ninguna excusa para que alguien quede indiferente ante el llamado de Jesús. No importa edad, no importa sexo, no importa ideología, todos estamos llamados a trabajar en esa viña, que es la niña de sus ojos, por la cual da la vida. ¿Qué esperamos para responder al llamado? Nunca se es demasiado viejo ni demasiado joven para responder a su llamado; nunca se es suficientemente sabio o ignorante, para no participar. Cristo nos llama a todos y éste es el momento especial de gracia para responder a su llamado.

Dios nuestro, Padre bueno, Padre de todos, que en el amor a Ti y a nuestro prójimo has querido resumir toda tu ley, concédenos descubrirte y amarte en nuestros hermanos para que podamos alcanzar la vida eterna. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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