Matrimonio homosexual. Foto: Archivo

¿Respuesta a obispos alemanes y belgas? Obispos escandinavos y su maravillosa (y clara) carta sobre ideología de género

 Los obispos condenaron la discriminación basada en el género o la orientación sexual, sin embargo, dijeron que no están de acuerdo que el movimiento proponga una visión de la naturaleza humana que se abstrae de la integridad encarnada de la persona.

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(ZENIT Noticias / Roma, 03.04.2023).- La Conferencia de Obispos Católicos de Escandinavia publicó una carta pastoral sobre la sexualidad humana. La carta se da a conocer en el contexto del posicionamiento del episcopado alemán y parte del belga a favor de bendiciones de personas del mismo sexo. Por su valor, y también por su belleza, la ofrecemos en lengua española.

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CARTA PASTORAL SOBRE LA SEXUALIDAD HUMANA

Quinto domingo de Cuaresma de 2023

 

Queridos hermanos y hermanas

 

Los cuarenta días de Cuaresma nos recuerdan los cuarenta días en que Cristo ayunó en el desierto. Pero no sólo eso. En la historia de la salvación, los cuarenta días marcan diversas etapas en la obra de redención llevada a cabo por Dios y que continúa hasta nuestros días. Una primera intervención tuvo lugar en los días de Noé. Habiendo visto la ruina provocada por el hombre (Génesis 6:5), el Señor sometió la tierra a un bautismo purificador. «Cayó lluvia sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches» (Génesis 7:12). De ahí un nuevo comienzo.

Cuando Noé y sus parientes regresaron a un mundo limpio de agua, Dios hizo su primera alianza con «toda carne». Prometió que nunca más el diluvio destruiría la tierra. Pidió a la humanidad justicia: honrar a Dios, construir la paz, ser fecundos. Estamos llamados a vivir bendecidos en la tierra, a encontrar la alegría en los demás. Nuestro potencial es maravilloso siempre que recordemos quiénes somos: «porque a imagen de Dios hizo al hombre» (Génesis 9:6). Estamos llamados a realizar esta imagen a través de las opciones de vida que tomamos. Para ratificar su alianza, Dios colocó una señal en el cielo: «Mi arcoiris pondré en las nubes, y será la señal de la alianza entre la tierra y yo. Cuando el arcoiris aparezca en las nubes, lo mirarán para recordar la alianza eterna entre Dios y todo ser viviente de toda carne que está sobre la tierra» (Génesis 9:13, 16).

El signo de la alianza, el arco iris, se reivindica hoy como símbolo de un movimiento a la vez político y cultural. Reconocemos lo noble de las aspiraciones de este movimiento. Las compartimos en la medida en que hablan de la dignidad de todos los seres humanos y de su deseo de visibilidad. La Iglesia condena toda discriminación injusta, sea cual sea, incluida la basada en el género o la orientación sexual. Sin embargo, discrepamos cuando el movimiento propone una visión de la naturaleza humana que se abstrae de la integridad encarnada de la persona, como si el género fuera algo accidental. Y nos oponemos cuando esa visión se impone a los niños como una verdad demostrada y no como una hipótesis audaz, y se les impone como una pesada carga de autodeterminación para la que no están preparados.

Es curioso: nuestra sociedad, tan preocupada por el cuerpo, en realidad se lo toma a la ligera, negándose a ver el cuerpo como una seña de identidad y, en consecuencia, asumiendo que la única individualidad es la producida por la autopercepción subjetiva, construyéndonos a nuestra propia imagen.

Cuando profesamos que Dios nos ha hecho a su imagen, esto no sólo se refiere al alma. También se refiere misteriosamente al cuerpo. Para nosotros, los cristianos, el cuerpo está intrínsecamente ligado a la personalidad. Creemos en la resurrección del cuerpo. Por supuesto, «todos seremos transformados» (1 Corintios 15: 51). Lo que será nuestro cuerpo en la eternidad es difícil de imaginar. Creemos en la afirmación bíblica, basada en la tradición, de que la unidad de mente, alma y cuerpo durará para siempre. En la eternidad seremos reconocibles por lo que ya somos, pero se habrán resuelto los aspectos conflictivos que aún impiden el desarrollo armónico de nuestro verdadero yo.

«Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10). San Pablo tuvo que luchar consigo mismo para hacer esta afirmación con fe. Lo mismo nos ocurre a menudo a nosotros. Somos conscientes de todo lo que no somos; nos centramos en los dones que no hemos recibido, en el afecto o la afirmación que faltan en nuestras vidas. Estas cosas nos entristecen. Queremos compensarlas. A veces es razonable. A menudo es inútil. El camino de la autoaceptación pasa por nuestro compromiso con lo que es real. La realidad de nuestras vidas abarca nuestras contradicciones y heridas. La Biblia y la vida de los santos muestran que nuestras heridas pueden, por la gracia, convertirse en fuentes de sanación para nosotros mismos y para los demás.

La imagen de Dios en la naturaleza humana se manifiesta en la complementariedad del varón y la mujer. El hombre y la mujer han sido creados el uno para el otro: el mandamiento de ser fecundos depende de esta reciprocidad, santificada en la unión nupcial. En la Escritura, el matrimonio del hombre y la mujer se convierte en imagen de la comunión de Dios con la humanidad, que será perfecta en las bodas del Cordero al final de la historia (Apocalipsis 19.6). Esto no significa que tal unión, para nosotros, sea fácil o indolora. A algunos les parece una opción imposible. A nivel interior, la integración de las características masculinas y femeninas puede resultar difícil. La Iglesia lo reconoce. Desea abrazar y consolar a todos aquellos que viven esta cuestión con dificultad.

Como vuestros obispos queremos subrayar que estamos aquí para todos, para acompañar a todos. El deseo de amor y la búsqueda de la integración sexual tocan íntimamente a los seres humanos. En este sentido somos vulnerables. Se necesita paciencia en el camino hacia la integración, y alegría para cada paso ulterior.

Ya hay, por ejemplo, un salto enorme al pasar de la promiscuidad a la fidelidad, independientemente de que la relación estable corresponda o no plenamente al orden objetivo de una unión nupcial bendecida sacramentalmente. Toda búsqueda de integración es digna de respeto, merecedora de aliento. El crecimiento en sabiduría y virtud tiene un desarrollo orgánico. Se produce gradualmente. Al mismo tiempo, el crecimiento, para ser exitoso (o fructífero), debe proceder hacia una meta. Nuestra misión y tarea como obispos es señalar el camino pacificador y vivificante de los mandamientos de Cristo, que es estrecho al principio, pero se amplía a medida que avanzamos. Os estaríamos fallando si ofreciéramos menos. No fuimos ordenados para predicar nuestras pequeñas nociones.

En la fraternidad hospitalaria de la Iglesia hay sitio para todos. La Iglesia, dice un texto antiguo, es «la misericordia de Dios que desciende sobre los hombres» (del midrash siríaco del siglo IV «La cueva de los tesoros»). Esta misericordia no excluye a nadie, sino que establece un ideal elevado. El ideal se establece en los mandamientos, que nos ayudan a salir de concepciones demasiado estrechas de nosotros mismos. Estamos llamados a convertirnos en mujeres y hombres nuevos. En todos nosotros hay elementos caóticos que hay que poner en orden.

La comunión sacramental presupone un consentimiento vivido con coherencia a las condiciones de la alianza sellada con la sangre de Cristo. Puede suceder que las circunstancias impidan a un católico recibir los sacramentos durante un tiempo. No por ello deja de ser miembro de la Iglesia. La experiencia del exilio interior abrazada en la fe puede conducir a un sentido más profundo de pertenencia. En la Escritura, los exiliados nos lo revelan a menudo. Cada uno de nosotros tiene un éxodo que hacer, pero no caminamos solos.

El signo de la primera alianza de Dios nos rodea incluso en tiempos de prueba. Nos llama a buscar el sentido de nuestra existencia, no en los fragmentos de luz del arco iris, sino en la fuente divina del espectro completo y maravilloso que es de Dios y que nos llama a ser como Dios. Como discípulos de Cristo, imagen de Dios (Colosenses 1:15), no podemos reducir el signo del arco iris a nada menos que la alianza vivificante entre el Creador y la creación. Dios nos ha concedido «bienes grandes y preciosos prometidos, para que por ellos llegásemos a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4). La imagen de Dios impresa en nuestro ser recuerda la santificación en Cristo.

Cualquier consideración del deseo humano que ponga el listón más bajo es inadecuada desde una perspectiva cristiana.

Ahora bien, las nociones de lo que significa ser humano y, por tanto, ser sexual, están en constante cambio. Lo que hoy se da por sentado, mañana puede ser rechazado. Cualquiera que apueste fuertemente por teorías pasajeras corre el peligro de ser muy mortificado. Necesitamos raíces profundas. Intentemos, pues, apropiarnos de los principios fundamentales de la antropología cristiana, acercándonos con amistad, con respeto, a quienes se sienten ajenos a ellos. Le debemos al Señor, a nosotros mismos y a nuestro mundo dar cuenta de lo que creemos y por qué creemos que es verdad.

Muchos se sienten perplejos ante la enseñanza cristiana tradicional sobre la sexualidad. A ellos les ofrecemos un consejo amistoso.

En primer lugar: intenta familiarizarte con la llamada y la promesa de Cristo, para conocerle mejor a través de las Escrituras y en la oración, a través de la liturgia y el estudio de toda la enseñanza de la Iglesia, no sólo fragmentos tomados aquí y allá. Participar en la vida de la Iglesia. Esto ampliará el horizonte de las cuestiones de las que partías, y también tu mente y tu corazón.

En segundo lugar, considera los límites de un discurso puramente laico sobre la sexualidad. Es necesario enriquecerlo. Necesitamos términos apropiados para hablar de estas cosas tan importantes. Tendremos una valiosa contribución que hacer si recuperamos la naturaleza sacramental de la sexualidad en el plan de Dios, la belleza de la castidad cristiana y la alegría de la amistad, que muestra la gran intimidad liberadora que se puede encontrar incluso en las relaciones no sexuales.

La enseñanza de la Iglesia no pretende reducir el amor, sino realizarlo. Al final del prólogo, el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 repite un pasaje del Catecismo Romano de 1566:

Toda la sustancia de la doctrina y de la enseñanza debe orientarse hacia la caridad que no tendrá fin. En efecto, tanto si se exponen las verdades de la fe como los motivos de la esperanza o los deberes de la actividad moral, siempre y en todo se debe insistir en el amor de Nuestro Señor. Para que se comprenda que todo ejercicio de la perfecta virtud cristiana sólo puede brotar del amor, pues en el amor tiene su fin último (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 25; cf. Catecismo Romano, Prefacio 10; cf. 1 Cor 13, 8).

 De este amor se hizo el mundo y tomó forma nuestra naturaleza. Este amor se manifestó en la ejemplaridad de Cristo, en su enseñanza, en su pasión salvadora y en su muerte. El amor triunfó en su gloriosa resurrección, que celebraremos con alegría durante los cincuenta días de Pascua. Que nuestra comunidad católica, polifacética y multicolor, dé testimonio de este amor en la verdad.

 

Czeslaw Kozon, Copenhague, Presidente

Anders Cardenal Arborelius, Estocolmo

Peter Bürcher, Reikiavik

Bernt Eidsvig, Oslo

Berislav Grgic, Tromso

Marco Pasinato, Helsinki

David Tencer, Reikiavik

Erik Varden, Trondheim

 

Traducción de una versión en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.

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Redacción Zenit

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