prefecto del Dicasterio para el Clero, cardenal Lazzaro You Heung sik

prefecto del Dicasterio para el Clero, cardenal Lazzaro You Heung sik Foto: Vatican News

Carta del prefecto del Dicasterio para el Clero a todos los sacerdotes: importancia de la dimensión humana y madurez afectiva

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La carta gira en torno a sobre la importancia de la dimensión humana y de la madurez afectiva en la vida del sacerdote.

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 09.06.2024).- En ocasión de la “Jornada de la Santificación Sacerdotal”, que desde 1995 celebra cada año la Iglesia católica en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el prefecto del Dicasterio para el Clero, cardenal Lazzaro You Heung sik, publicó una carta a todos los sacerdotes del mundo. La carta gira en torno a la importancia de la dimensión humana y de la madurez afectiva en la vida del sacerdote. Ofrecemos una traducción al castellano realizada por ZENIT.

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Queridos hermanos sacerdotes

En esta solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, celebramos la Jornada de la santificación sacerdotal.  Esta hermosa cita anual, que cada Iglesia particular está invitada a celebrar, en comunión y reciprocidad de oración, nos dispone a implorar del Señor el don de pastores santos, según su Corazón. Se trata de una jornada de oración sugerida por el Dicasterio para el Clero (entonces Congregación) e instituida el 25 de marzo de 1995 por san Juan Pablo II, para que la oración ofrecida por la santificación de los sacerdotes obtenga como reflejo el don de la santidad de todo el Pueblo de Dios, al que está ordenado su ministerio.

El Papa Francisco, el pasado mes de febrero, dirigiéndose a los participantes en la Conferencia Internacional para la Formación Permanente de los Sacerdotes, con el tema «Reaviva el don de Dios que está en ti» (2Tm 1,6), en un momento dado nos pidió a los sacerdotes que cuidáramos especialmente nuestra humanidad: un hermoso y apremiante desafío, para preservar la frescura de nuestro ministerio y ser cada vez más «puente y no obstáculo» (PDV, 43) para el encuentro con Cristo, transparencia y reflejo de su humanidad salvadora.

Mucho se ha dicho y escrito sobre la importancia de la dimensión humana y de la madurez afectiva en la vida del sacerdote; también somos conscientes de los muchos signos de fragilidad que se manifiestan en este ámbito. En todos los contextos eclesiales y sociales son numerosas las observaciones sobre la falta de educación a los sentimientos y a las emociones, así como la presencia de analfabetismo emocional y de anafectividad; algunos hablan de una globalización de la indiferencia, de un cinismo creciente, junto con el narcisismo y la autorreferencialidad.

En cambio, todos sabemos por experiencia cómo, por el contrario, es fuente de verdadera alegría poder vivir plenamente nuestra humanidad y nuestras relaciones, perfumándolas de amor, gratuidad, belleza, verdad, bondad y autenticidad, espiritualidad, arte, música y poesía, frutos todos de la obra del Espíritu del Resucitado que sopla donde quiere y suscita siempre asombro, maravilla y gusto, una carga de confianza y esperanza.

Pero, ¿cómo podemos cuidar nuestra humanidad para contribuir también nosotros a dar fruto de este modo, si no es volviéndonos una vez más a Jesús y a su Evangelio? Sabemos, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, que Jesús «amó con corazón humano» (GS, 22) y que «quien sigue a Jesucristo, hombre perfecto, se hace también más hombre» (GS, 41). Precisamente en el vínculo entre la Solemnidad del Sagrado Corazón y esta Jornada queremos encontrar la motivación para reavivar el don de Dios que está en nosotros, pidiendo la gracia de interiorizar aún más en nosotros mismos y en nuestra forma de vida los mismos sentimientos del Corazón de Cristo. Estos, de hecho, como nos ha recordado el Papa Francisco, son la verdadera y eficaz contribución a un nuevo humanismo (cf. Convención de Florencia 2015), el antídoto contra la deshumanización que puede infectarnos también a nosotros.

Cada día experimentamos cómo nuestro corazón sufre una división en su interior (GS, 10), por la que cada uno de nosotros puede decir con Pablo «no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco» (Rom 7, 15). Nuestro corazón es frágil y complicado, pero hermoso… Es un campo de batalla, una «mezcolanza» de barro y espíritu, guardián de deseos infinitos 

e icono de la limitación hasta la esclerocardia, pero al mismo tiempo lugar donde se experimenta un amor inmenso del que se inunda y del que es capaz, que tiene como fuente última a Dios mismo, Trinidad de amor. Sí, porque es Dios quien ha modelado nuestro corazón, lo ha creado y recreado, derramando en él su amor por medio del Espíritu para que sea a imagen del Corazón de su Hijo, capaz de amar según la misma altura, anchura y profundidad (Ef 3,18-19), hasta el punto de poder decir: ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive y ama en mí (cf. Ga 2,20), con la misma medida de su amor: amar sin medida (San Agustín).

Nuestro mismo corazón humano es, pues, el lugar donde Cristo quiere seguir viniendo, habitando, palpitando hasta dejarse traspasar con amor y por amor, a imitación suya. La solemnidad del Sagrado Corazón de Cristo es una ocasión preciosa para recordar al mismo tiempo la miseria y la pequeñez de nuestro corazón, pero más aún la misericordia infinita y regeneradora del Corazón de Dios manifestada en el Corazón de Jesús.

De este Corazón queremos seguir sacando la caridad y la generosidad del Pastor que tiene olor a oveja y se pone en camino para llamar y amar a cada una por su nombre, especialmente a las que están perdidas, heridas o errantes, para que todas pasten libres y felices en el campo de Dios. Es en el seno del Corazón traspasado donde queremos refugiarnos para redescubrir la confianza y la tenacidad del Pescador de Galilea que, tras encontrarse pobre e infructuoso, con barcas y redes vacías, echa su corazón mar adentro confiando en la Palabra de Jesús. Sobre el pecho del Maestro queremos inclinar nuestras cabezas para obtener la fuerza y el coraje del Profeta, que custodia y grita los sueños de Dios de hacer de la humanidad una familia de hermanas y hermanos todos, de llevar la liberación y el consuelo a todos, anunciando la buena noticia a los pobres y proclamando un año de gracia como peregrinos y testigos de la esperanza. Y aprendiendo de Él mansedumbre y humildad, ternura y compasión, que queremos seguir engendrando hijas e hijos para Dios, como lo hace una madre y un padre, alimentándolos con el pan de la Palabra, de la Eucaristía y del Perdón hasta darles de comer nosotros mismos. Desde sus sentimientos de amor y amistad, de bondad y dulzura, de respeto y delicadeza, no queremos seducirlos, sino conducirlos a Él para que Él crezca y nosotros disminuyamos: dando gratuitamente porque gratuitamente hemos recibido, como cantores y testigos de cielos nuevos y tierras nuevas.

Queridos Hermanos Sacerdotes, para cuidar nuestra humanidad no podemos, finalmente, no recurrir también con confianza al Corazón Inmaculado de la Madre: estamos seguros de tener en Ella un espejo purísimo en el que satisfacer el anhelo de un corazón libre y dispuesto a escuchar y poner en práctica su invitación: «Haced lo que Él os diga» y nos convertiremos en pastores según el Corazón de Cristo, inmersos en el Padre y en las personas.

Queridos hermanos sacerdotes, queridos hermanos y hermanas todos, queremos implorar al Señor de toda bondad el don de tantas vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada por el Reino, de vidas entregadas que sepan ser transparencia de la santidad de Dios, testigos gozosos del amor del Padre y del Corazón de Cristo rico en misericordia para toda criatura. Recemos por todos los sacerdotes, cuidémoslos y apoyémoslos siempre con nuestro afecto y cercanía.

Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.

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Redacción Zenit

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