“Al servicio de los pobres y de los enfermos vivió esta beata que fue agraciada con numerosos favores místicos, siendo asediada también por el maligno. Es otro ejemplo de precocidad en la entrega que comenzó en la más tierna infancia”
Nació en Saint-Sauveur-le-Vicomte, en la Normandía francesa, el 3 de mayo de 1632. Su influyente familia pertenecía a la alta burguesía. Su padre Jacques Symon, señor de Longprey era teniente alcalde de Cherbourg y prestigioso jurista. Fue la tercera de cinco hijos, pero desde sus 2 años de vida creció bajo el amparo de sus ilustres abuelos maternos, Jean et René Jourdan, personas de oración y de gran generosidad. Atendían a los pobres y enfermos en una especie de hospital, ayudados por sacerdotes y religiosos que prestaban su colaboración. Al transcurrir su infancia en tal ambiente de virtud, colmado de cuidados a los que tanto sufrían, en su corazón prendió la llama de la vocación. El jesuita padre Malherbe sació su curiosidad cuando a los 3 años le preguntó qué había que hacer para agradar a Dios. A través de un enfermo le explicó que podía lograrse como él, aceptando su enfermedad; así cumplía la voluntad divina. La niña tomó buena nota de ello y el resto de su vida estuvo marcada por el anhelo de complacer a Dios y darse a Él por entero.
Precocidad y firmeza en su decisión fueron dos características de su imparable progreso espiritual. A los 4 años comulgaba, a los 10 se integró en la cofradía del Rosario, y a los 11 hizo voto de castidad ante María, por la que sintió gran devoción, en compromiso escrito y sellado con su propia sangre. Prometió no cometer jamás ningún pecado mortal y rubricó esa crucial etapa incluyendo otras pautas que, junto a éstas, iban a conducirle a los altares: oración, meditación, confesión y, por supuesto, la recepción de la Eucaristía. Su abuelo, viendo tantos rasgos de virtud en ella, predijo que sería religiosa y sierva de Dios.
Dispuesta a ser hospitalaria, a los 12 años ingresó como postulante en el monasterio de la Misericordia de Bayeux, regido por las religiosas agustinas, con quienes le ligaban lazos de amistad y gratitud porque su familia las había ayudado económicamente. Con ello se cumplía el vaticinio efectuado por san Juan Eudes en 1643 quien anticipó que sería monja. No consta que haber sido objeto de dos predicciones le condicionara. Sencillamente vivía con naturalidad la entrega a la que iba siendo llamada en cada instante. Juan Eudes le fue aconsejando santamente y el 24 de octubre de 1646 –a la edad de 14 años–, tomó el hábito religioso. Fue una fecha cargada de tintes emotivos ya que en ella perdió a su querido abuelo. Como era de esperar, el grado de madurez humana y espiritual que había marcado una trayectoria poco común hacia una radical consagración fue palpable en el noviciado, ejemplar para el resto de la comunidad cuya edad superaba con creces la suya. La rutina pasó por su vida sin rozarla siquiera.
Dispuesta, atenta a cualquier atisbo providencial para vivir una mayor oblación, al conocer la demanda de religiosas para ir a Canadá cursada por la madre María Guenet de San Ignacio, superiora del Hôtel-Dieu de Québec no se lo pensó dos veces. Enseguida manifestó su anhelo de servir a Dios en ese hospital que la Orden regía desde 1639. No vieron factible en un primer momento dar respuesta a la demanda de Catalina. Su padre se opuso frontalmente. Pero al ver la férrea convicción que tenía: “vivir y morir en Canadá, si Dios te abría la puerta”, no tardaron en cambiar de parecer religiosas, su padre y el prelado, que dio su visto bueno. En concreto el señor de Longprey cedió tras la lectura de la vida del mártir jesuita padre Isaac Jogues. Su madre Françoise Jourdan de Launay, que la beata perdió siendo muy niña, contemplaría desde el cielo este nuevo rasgo de virtud de su pequeña.
En 1648, a los 16 años, hizo sus primeros votos. Al profesar tomó el nombre de María Catalina de San Agustín. En mayo de ese mismo año se cumplió su deseo de partir a Canadá. Su juventud no fue óbice para emprender una travesía llena de vicisitudes que duró tres meses. En el trayecto contrajo la peste y sanó con la intercesión de la Virgen María. Llegó a Québec el 9 de agosto de ese año. Toda la ayuda era poca para las hermanas que le habían precedido. Su presencia fue como un don caído del cielo. Desde el primer momento se afanó ofreciendo lo mejor de sí en una agotadora tarea. Lo hizo con destreza y sentido práctico porque tenía formidables cualidades como enfermera. Aprendió las lenguas de los nativos de las tribus indias a los que asistían, y fue un modelo de sencillez y donación. Viendo sus muchos talentos, los superiores la nombraron administradora del monasterio y del hospital. Luego sería directora general de éste, así como maestra de novicias y ecónoma.
Se dedicaba a sus misiones en cuerpo y alma, ejercitando la caridad con una disposición admirable. Era encantadora en su trato, delicada, obediente, humilde, y vivía con auténtico espíritu de sacrificio. Todas las penalidades que se le presentaron las sufrió en silencio. Fue agraciada con dones místicos y favores del cielo que han sido subrayados por sus biógrafos. Y todo ello en medio de violentas tentaciones a las que fue sometida por el diablo. En una de sus experiencias místicas sobrenaturales vio al mártir san Juan de Brébeuf, a quien se encomendó. Su confesor y biógrafo el jesuita padre Ragueneau le sugirió que escribiera un diario, pero quedó destruido en el incendio del Hôtel-Dieu. Falleció en este lugar el 8 de mayo de 1668, a la edad de 36 años, aquejada por la tuberculosis. Había consumado su vida siendo estrictamente fiel a este anhelo: “Que se haga tu voluntad” en un ejercicio permanente de caridad. Juan Pablo II la beatificó el 23 de abril de 1989.