Este 11 de noviembre, numerosos centros sociales y educativos que llevan el nombre de la beata María Victoria Díez y Bustos de Molina, celebran su fiesta titular. Es un momento para recordar a una mujer, maestra como muchas otras de los años treinta en España, «la chica de la puerta de al lado», por su cercanía y sencillez, con una presencia nada llamativa en lo exterior, pero singular, más bien singularísima, en lo interior.
Una mujer fuerte en la línea de las féminas fuertes que quería san Pedro Poveda, fundador de la Institución Teresiana, inspiradas en las que acompañaron a Cristo hasta el final y especialmente su madre dolorida y fiel. Y cuyo modelo ideal él diseñó en María Josefa Segovia, primera directora de la Institución Teresiana, y colaboradora insustituíble en los tiempos fundacionales.
Josefa y Victoria se cartearon con frecuencia y la primera fue la tenaz y anticipada propagandista precoz de la vida heroica de la maestra y la patrocinadora de la primera biografía de Victoria, escrita por María Josefa Grosso, directora del centro en el que se formó Victoria como docente, que conoció bien a la maestra mártir. Un acierto y una «tempestividad» tal que, los testimonios, recogidos a pie de los hechos, dieron un empujón importante a la causa de Victoria, cuando el obispo de Córdoba, monseñor Infantes Florido pidió e la Institución Teresiana en 1986, cuado se cumplían 50 años de su ejecución, que agilizara el proceso de canonización de la maestra.
¿Y qué nos deja hoy, en el siglo XXI, esta mujer pequeñita, no muy agraciada, según decía ella, con poca salud, una envoltura de seda de un espíritu trabajador, artista, simpático? Pues mucho. Victoria es plenamente actual porque sólo hizo lo que tenía que hacer, llevado al límite de la entrega. En todo. En la oración, en la colaboración con la Iglesia, en la dedicación a sus alumnas, en la atención a los olvidados del pueblo, en la amistad con todos, fueran de la ideología que fueran, en la alegría contagiosa, en la sana diversión, en una religiosidad muy andaluza, muy sensorial, muy humana, muy encarnada.
Victoria sabía lo que iba a pasar y no escurrió el bulto. No salió corriendo. Ni siquiera ocultó su asiduidad y colaboración en la vida de la parroquia, ni su amistad con el párroco y con sus hermanas. No frenó sus actividades con la Acción Católica, creada con el sacerdote Antonio Molina, ni con los catequistas. No dejó de hacer el bien a las mujeres del pueblo sin trabajo, enseñándoles oficios, llevando al pueblo a representantes de una conocida marca de máquinas de coser para que dieran un curso que podría servir luego para emplear a aquellas mujeres. No dejó de dar clases de alfabetización dominicales a adultos de Hornachuelos. Era el alma del pueblo y así lo reconocieron todos, años después, cuando se calmaron los tambores de guerra y la calma volvió a aquél pueblo doblemente masacrado, primero por unos y luego por otros.
Entonces, firmeza, fidelidad a los principios, paciencia con los que van más despacio y con los enemigos, empeño hasta la muerte en seguir un ideal, alegría como sal que sazona y palabra como luz que ilumina alrededor, sin esconder la lámpara bajo la medida de trigo, esa es la lección eterna de Victoria.
Felicidades a todos cuantos la celebran, en Sevilla donde nació, en Cheles y Hornachuelos donde dio lecciones de vida, en Córdoba donde se conserva en una cripta su reliquia, y lleva su nombre el centro de formación de catequistas y teólogos, y en tantos otros lugares que, llevando su nombre o no, la han elegido como inspiradora de sus afanes.
En días próximos, se publicará en versión online la vida de Victoria Díez, que nació el 11 de noviembre de 1903 y fue ejecutada por un piquete popular anarcolibertario, el 12 de agosto de 1936, en la Mina del Rincón, tras un heroico trayecto, mil veces relatado y cantado, junto a diecisiete compañeros, la única mujer.