Después de haber dedicado, con tanta intensidad como pasión, multitud de cabeceras y discusiones respecto a la sorprendente e inesperada decisión tomada por Benedicto XVI con su dimisión, ahora hemos entrado casi sin darnos respiro en el tiempo de las quinielas. Y nuevamente la agitación que parece formar parte de esta sociedad mundialmente abocada a reemplazar unas noticias por otras de manera compulsiva, hace que se viertan incontables suposiciones que se abren paso con el vértigo del rayo. El ser humano parece que no puede evitar el afán de controlar el destino, suyo o ajeno. Y como es tan potente la tentación de aventurar ciertos hechos, se deja llevar por ella. En el caso concreto que nos ocupa, con la elección del nuevo sucesor de Pedro, si alguien logra acertar en sus vaticinios y puede corroborar el acierto en el nombre presupuesto, se llevaría la tarta del pastel de un codiciado éxito que, de todos modos, va a pasar teñido con la rúbrica de lo efímero aunque solo fuera por la precipitación de los acontecimientos que se suceden de forma imparable y envejecen irremisiblemente casi al instante.
Por otro lado, la tendencia a analizar las circunstancias desde categorías subjetivas, tan frecuente en la vida ordinaria y que tantos quebraderos de cabeza reporta, cuando se trata de las cosas de Dios es particularmente equívoca. Para juzgar los hechos hay que situarse en el mismo nivel semántico entendiendo lo que quiere decir el Evangelio cuando advierte que el lenguaje del Espíritu no tiene nada que ver con el del mundo. Es el Espíritu el que «expresa las cosas espirituales en términos espirituales», algo que únicamente comprenden quienes examinan el acontecer bajo este prisma. «El que posee el Espíritu … lo discierne todo, y no depende del juicio de nadie» (1 Cor 2, 13-15). En consecuencia, cualquier valoración que se ofrezca al margen de este parámetro esencial está desprovista de toda credibilidad y rigor. Ya sabemos que tendemos a proyectar en otros lo que somos. Por fortuna, los tiempos, los juicios y los ritmos de Dios no son los nuestros, como tampoco lo es su voluntad. De modo que los criterios que se barajan acerca de cómo debería ser el elegido, incluyendo los nombres de los preferidos que encarnan esos ideales, a mi modesto entender, no son más que elucubraciones para pasar el tiempo. Si el nuevo papa ha de ser joven, con espíritu misionero, capacitado para hacer frente a las peculiaridades de una Iglesia marcada por hechos dolorosos, que no conviene un pontífice de transición, que habría de ser un hombre moderno, habituado al uso de las nuevas tecnologías, alguien con mano dura para entrar en vereda a quien convenga, buen comunicador, con una trayectoria que debe estar marcada por una sólida experiencia eclesial, o avalada por un brillante currículum, etc., son cábalas dibujadas en el aire. Inútiles quinielas que discurren al margen del juicio divino. No tenemos que preocuparnos. El Espíritu Santo, que a nadie le quepa duda, pondrá en la Iglesia el papa que corresponda.
Frente a tantas suposiciones, el silencio, la oración y las lágrimas, a mi modo de ver, es la única tríada que cabe considerar en este momento histórico que atraviesa la Iglesia. Silencio para escuchar la voz de Dios que se abre paso en la intrincada maraña de pensamientos e inquietudes que a buen seguro también puebla la mente de los cardenales a quienes compete la altísima y delicada misión de elegir al sucesor de Pedro. La oración es la única vía para dilucidar lo que cada uno haya de hacer, y en ese estado tenemos la responsabilidad de vivir todos. Pero ellos realmente son dignos de inmenso respeto y piedad. Cualquiera de los congregados puede salir elegido pontífice, como Benedicto XVI hizo notar en su despedida hace unos días. No hace falta recurrir a la imaginación para comprender la lógica inquietud, que no tiene que ver con la fe y confianza en la providencia, ante un momento que va a cambiar no solo el curso de sus vidas, sino la de millones de católicos extendidos por el mundo. Quiéranlo o no reconocer así, en particular los más reticentes, indudablemente el papa no es un personaje público cualquiera. El impacto de sus palabras, gestos y determinaciones repercuten ampliamente en el ámbito político, social y cultural y no solo en el de la época en la que les toca vivir, sino que, conforme haya sido su pontificado, pueden marcar un antes y un después en la historia. Las lágrimas, tercer elemento de esta tríada, aunque no sean tangibles constituyen mucho más que una metáfora de la profunda aflicción que acompaña al seguidor de Cristo y, sobre todo, cuando debe asumir sobre sus hombros la cátedra de Pedro. El cardenal Montini la tarde del 21 de junio de 1963 no pudo evitar el llanto que anegó sus ojos en la soledad de la capilla pontificia poco después de haber sido elegido pontífice Pablo VI. Eran un anticipo de las muchas que vertió a lo largo de su ministerio en un periodo especialmente complejo en la Iglesia, como él mismo reconoció. Son pensamientos y emociones que por fuerza pesarán en estos instantes en el ánimo de los congregados.
No podemos olvidar tampoco que son días marcados por un espíritu penitencial en el que virtudes como el sigilo forman parte del quehacer de los electores. Ciertos comunicadores califican como «tediosos» los preámbulos que tuvieron lugar este pasado lunes, 4 de marzo con los que se daba inicio al proceso, y desearían que alguno de los cardenales pudiera violar las normas para filtrar lo que acontece en ese sagrado recinto. La curiosidad y la imprudencia, junto a la falta de discreción, son aliadas de un mundo acostumbrado a ver a tantas personas que ponen al descubierto sus debilidades y flaquezas de forma impudorosa, sin otro ánimo que la ostentación y búsqueda de una notoriedad lamentablemente obtenida con un exhibicionismo gratuito. La indiferencia con la que todo esto se acoge pone de relieve también la carencia de valores que, por desgracia, muchos vierten en su quehacer profesional. Lo que hacemos suele ser un apéndice de lo que pensamos. Y ese mundano sentir es el que se presupone deberían tener los cardenales, lo cual sería, como poco tan preocupante como escandaloso. Por fortuna, a ellos les guía la obediencia y la fidelidad. Y desde luego, no les falta paciencia.
En estos momentos previos a la elección de un nuevo pontífice, no viene mal recordar el espíritu con el que los vivió el cardenal Roncalli. En una carta dirigida al obispo de Bérgamo el 23 de octubre de 1958, en vísperas de ingresar en el cónclave del que salió como Juan XXIII, le decía: «Apenas tiene importancia que el nuevo papa haya de ser bergamasco o no. Las oraciones comunes deben obtener que sea un hombre de gobierno sagaz y pacífico, que sea santo y santificador…». Esta es la verdadera clave: la santidad. Lo resume todo de forma admirable. Y con este único anhelo oramos insistentemente unidos al papa emérito Benedicto XVI, sabedores de que Cristo jamás abandona a su Iglesia.