ROMA, jueves 13 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el comentario al evangelio del próximo domingo, Tercer Domingo de Adviento, del padre Jesús Álvarez, paulino.
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por Jesús Álvarez, SSP
“La gente le preguntaba a Juan Bautista:«¿Qué debemos hacer? «Él les contestaba: «El que tenga dos capas, que dé una al que no tiene, y el que tenga de comer, haga lo mismo. «Vinieron también cobradores de impuestos para que Juan los bautizara. Le dijeron: «Maestro, ¿qué tenemos que hacer?». Respondió Juan: «No cobren más de lo establecido. «A su vez, unos soldados le preguntaron: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?»- Juan les contestó: «No abusen de la gente, no hagan denuncias falsas y conténtense con su sueldo. «El pueblo estaba en la duda, y todos se preguntaban interiormente si Juan no sería el Mesías, por lo que Juan hizo a todos esta declaración: «Yo los bautizo con agua, pero está para llegar uno con más poder que yo, y yo no soy digno de desatar las correas de su sandalia. El los bautizará con el Espíritu Santo y el fuego». (Lucas 3, 10-18)
Sorprende cómo personas de las más diversas clases y oficios se muestran ansiosas por saber lo que tienen que hacer para conseguir la paz del corazón en este mundo y la felicidad de la vida eterna: la gente común, militares, cobradores de impuestos… Nadie está excluido del amor de Dios y de la vida eterna, con tal de que la desee de verdad, convirtiéndose al amor de Dios y del prójimo.
La infelicidad tiene siempre su raíz en el pecado propio y en el ajeno: el mal hecho, los malos pensamientos, deseos y sentimientos, las malas palabras, las malas intenciones; con la omisión del bien que podíamos haber hecho, dicho, pensado, sentido; también las relaciones humanas frías, egoístas, abusivas, dañinas, autoritarias o pervertidas.
Pero la infelicidad se debe sobre todo a nuestras relaciones deficientes, nulas o negativas con la Fuente misma de toda felicidad: Dios. La indiferencia ante Dios es causa todos los males y pecados.
¿Qué hacer entonces? Para ser felices en lo posible en esta vida y plenamente en la eterna, ante todo hay que reconocer y abandonar las falsas o aparentes felicidades que nos hunden, sin darnos cuenta, en la infelicidad; y volverse a la felicidad en persona: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón anda inquieto mientras no descansa en ti” (San Agustín).
Juan anunciaba la Buena Noticia, que identificaba con la persona del Salvador. Y ese mismo Jesús se pone a sí mismo cada día a nuestra disposición como fuente de la felicidad que ansiamos: “Estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Sobre Él tenemos que modelar nuestra vida humana y cristiana de cada día para que sea de verdad feliz con la felicidad pascual de Jesús resucitado y presente, que nos está preparando un puesto de inmensa felicidad eterna.
A espaldas de Él se pueden lograr satisfacciones pasajeras, ilusorias, pero no la felicidad que ansiamos desde lo más profundo de nuestro ser, y que buscamos neciamente una y mil veces allí donde la felicidad no se encuentra.
Se vuelve con obstinación a las charcas resecas y envenenadas de muerte, como si nos faltara el sentido común y la razón, pero sobre todo por falta de fe. Jesús nos dice: “Les he comunicado estas cosas para que mi felicidad esté en ustedes”. Él desea transformar nuestros sufrimientos en felicidad, nuestra muerte en resurrección y vida eterna. ¿Le creemos?
Jesús, por ser el Hijo de Dios, nos posibilita la liberación del pecado y de sus consecuencias, y nos da la alegría de vivir en el tiempo, y la esperanza de la felicidad eterna.
Jesús no vino para condenarnos, sino que murió y resucitó a fin de que nosotros resucitemos con él para la felicidad total que nos está preparando. No podemos arriesgarla por golosinas que se disuelven o pompitas de jabón que se esfuman en el aire.
“Trabajemos con temor y en serio por nuestra salvación” y por la salvación de los otros, empezando por casa.