MADRID, lunes 3 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Isabel Orellana Vilches nos ofrece la vida del misionero por excelencia, san Francisco Javier, el jesuita español que fue hasta los confines del mundo conocido por el oriente para llevar la Palabra de Dios.
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Por Isabel Orellana Vilches
El amanecer del 3 de diciembre de 1552 los ojos de este gran misionero se apagaron en una humilde choza de paja, del entonces inhóspito islote de Shangchuan, situado a tan solo a 10 kilómetros de la costa de China, el país que ansiaba evangelizar. Pero con su vida, constantemente libada por amor a Cristo en una parte del gran continente asiático, ya había dejado escritas una de las páginas más fecundas de la historia misionera de la Iglesia. El paso de los siglos no ha hecho más que acentuar la talla gigantesca de este misionero que soñó, respiró, se alimentó, y se desgastó llevado únicamente de esta pasión que sentía por Cristo, latido de su inmenso corazón.
Este patrono de las misiones es indiscutible modelo y referente para siempre del apóstol que se proponga llevar la fe a cualquier rincón del mundo. Solo es posible evangelizar si se ama la misión y el lugar al que éste es enviado, como hizo el santo. Pero poco se puede decir de su vida que no se haya expuesto ya. Y es que son incontables los ríos de tinta vertidos en todos los rincones del mundo alumbrando una de las trayectorias apostólicas más apasionantes que han existido.
Nació en el castillo de Javier (Navarra, España) el 7 de abril de 1506. Era el último de cinco hermanos venidos al mundo en una noble familia que prestaba servicios al monarca. Su padre, Juan de Jaso, era un ilustre jurista que ostentó cargos relevantes en el Reino. Y en la estirpe de su madre, María Azpilcueta, se hallaban varios reyes. A diferencia de sus dos hermanos varones, Francisco no quiso seguir la carrera de las armas, sino la eclesiástica. Su juventud transcurrió en medio de conflictos bélicos que afectaron directamente a su familia. Después de haber cursado estudios en España, en 1525 partió a París, rumbo a la Sorbona. Allí, un recio paisano, con una hondura espiritual que Francisco no había visto antes, se fijó en él. Era el noble Iñigo de Loyola, quien se dio cuenta de que su joven y apuesto compatriota no era fácil de convencer, y le espetaba frecuentemente: «¿de que sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?». Porque Francisco frecuentaba lugares bulliciosos, y, sin caer en la vileza, perdía el tiempo hundido en banales entretenimientos. Al fin comprendió, y realizó junto a Iñigo los Ejercicios Espirituales. Luego, formando parte de la Orden jesuita que nacía entonces, emitió los votos el 15 de agosto de 1534 en Montmartre. Era el inicio de su pasaporte para la eternidad.
Viajó a Italia junto a Iñigo para ver al papa Pablo III, quien les bendijo para que efectuaran el viaje a Tierra Santa, pero la guerra lo impidió. Entretanto, Francisco fue ordenado sacerdote en Venecia en 1537 y evangelizó por lugares del entorno, entre otros, Bolonia. De nuevo en Roma, y siendo nombrado por el Pontífice legado suyo para misionar Oriente, embarcó hacia Lisboa en 1540. Era la respuesta del Papa a la petición cursada por el Gobierno portugués solicitando el envío de misioneros a colonias que estaban bajo su amparo. Fue un viaje cuajado de dificultades y sobresaltos. Conviviendo con personas socialmente conflictivas, afrontó enfermedades, malestares físicos y toda clase de precariedades que puedan imaginarse, surgidos en esa travesía por mar, tan larga e incómoda en aquellos tiempos. En este complejo escenario evangelizó a todos.
Cuatro grandes viajes marcaron la vida de este incansable apóstol, aunque hubo otros, de orden quizá menor, pero que muestran su afán misionero. Tras recalar en Mozambique, fue a la India, a las islas Malucas, al Japón y de nuevo a la India. Combatió con vigor la inmoralidad de gobernantes y tropas, aprendió las lenguas de estos lugares, y tradujo textos evangélicos que repetía hasta la saciedad en cualquier equina. Su ardor apostólico inflamaba su corazón: «Si no encuentro una barca, iré nadando», decía. Defendió los derechos de los esclavos y oprimidos, vivió expuesto a incontables peligros, nunca se desanimó y convirtió y bautizó a miles hasta quedar al borde de la extenuación, sin bajar la guardia en ningún instante. Entre los convertidos se hallaban componentes de tribus como los paravas, los makuas y hasta inquietantes samuráis. Consoló a los enfermos, y vivió como los más pobres.
Sufrió la tragedia del asesinato de 600 cristianos, un momento delicado que le hizo exclamar: «Estoy tan cansado de la vida que lo mejor para mí sería morir por nuestra santa fe». En su corazón se hallaba presente China cuando se dispuso a partir al país en abril de 1552. El viaje estuvo plagado de contratiempos, y se vio abandonado hasta de los suyos, con excepción del joven intérprete y amigo chino, Antonio. Mientras esperaba poder ser transportado clandestinamente a la isla de Shangchuan, enfermó gravemente y entregó su alma a Dios en la soledad de una choza. Dice la tradición que en el castillo de Javier, el Cristo «sonriente», ante el que oraba siempre toda su familia, lloró su muerte. Fue agraciado con experiencias místicas, don de lenguas y de milagros. Su cuerpo se conserva incorrupto en Goa (India). Fue canonizado el 12 de marzo de 1622 por Gregorio XV.