ROMA, viernes 6 julio 2012 (ZENIT.org).- Publicamos hoy la segunda parte de la intervención, en la XXII edición del curso internacional de formadores para Seminarios, del cardenal Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el Clero. El cardenal Piacenza intervino el martes 3 de julio, en el Colegio Pontificio Internacional Maria Mater Ecclesiae de Roma. La primera parte de esta intervención se puede leer en: http://www.zenit.org/article-42682?l=spanish.
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«Educar a los Formadores en tiempo de emergencia educativa»
2.- Formación humana y fe
Dos son los polos, los protagonistas o –si preferís- los «lugares teológicos» de la respuesta a esta pregunta: el hombre en cuanto tal es el Hombre-Dios Jesús de Nazaret.
2.1.- El hombre en cuanto tal
Partamos del primer lugar teológico.
En cualquier situación histórica, social o humana donde se pueda uno encontrar, existe siempre la posibilidad de volver a empezar, de realizar una obra educativa y de trabajar en el ámbito de la formación. También en la crisis de época contemporánea, a cuyas raíces históricas y filosóficas he aludido, la posibilidad concreta que se tiene de educar está siempre representada por el hombre: sea del hombre concreto que cada uno es, sea del hombre concreto que se tiene de frente.
Crucial, a este respecto, antes de todo itinerario de formación humana, es la respuesta humilde y concreta a la pregunta: «¿Quién soy yo?, «¿Quién es el hombre?».
Y no pretendo, en tal modo, señalar itinerarios de descripción físico-psicológica del ser humano, ni, mucho menos, reabrir la puerta al idealismo, que se pregunta: «Qué pienso del hombre», y no quién es.
Cada hombre, cualquiera sea su condición y cualquiera sea la época en la que vive, se autopercibe y es percibido por los otros, como «necesidad», como «pregunta».
Y si toda la cultura dominante se conjura para sofocar las preguntas fundamentales que constituyen al hombre, no es porque no estén llenas de significado y no exijan una respuesta, sino, simplemente, porque la cultura dominante, incapaz de ofrecer respuestas humanamente perceptibles y satisfactorias, no tienen otra posibilidad, no tiene otra «vía de fuga» que la de sofocar en el hombre las preguntas.
Es como si el parangón evangélico del padre que, aún malo, no da piedras a los hijos que le piden pan o serpientes si le piden huevos (cfr. Mt 7,9-10), hubiera sido radicalmente vaciado en la actitud, filosóficamente y antropológicamente absurda, del poder dominante, que sigue repitiendo: «¡No debéis tener hambre!».Espero que el mencionado parangón evangélico, en el desconcertante parangón con la cultura dominante, nos ofrezca al menos en parte, la medida de la dramaticidad de la situación en la que nos encontramos.
Los medios de comunicación, luego, hábilmente gestionados por los grandes poderes de este mundo, contribuyen ampliamente a una especie de anestesia general.
¡Sin embargo, el hombre es y sigue siendo «pregunta»!
Es y sigue ireductiblemente caracterizado por la evidencia del propio ser, y del ser del munco, y por aquellas preguntas fundamentales que, demasiado a menudo, llamamos «valores», sin recordar que son valores solo porque son exigencias fundamentales del yo.
¿La justicia, la verdad, la belleza, la racionalidad, la libertad, son valores? Ciertamente, y nadie de nosotros osaría desconocerlo, son valores humanos universales, y no confesionales, porque son, «antes», tanto desde el punto de vista ontológico como pedagógico, exigencias fundamentales del hombre.
Considero simplemente imposible, toda acción educativa que no parta de las exigencias fundamentales del hombre, que no saque a colación lo que el hombre es, lo que profundamente desea y cuál es el anhelo último de su corazón.
Y este dato hay que tenerlo siempre presente, ¡también cuando quienes se forman los los formadores!
El mismo sentido religioso humano –que no pocos estudiosos de la historia de las religiones relegan a un desarrollo más o menos estructurado de las diversas culturas y civilizaciones- es en realidad una característica antropológica universal e insuperable. No sólo porque históricamente no existe ninguna civilización, incluso la más primitiva y remota, que no haya expresado alguna dimensión religiosa, sino también porque, puesto frente a la realidad y a sí mismo, como datos, es decir como no provenientes de la propia obra, el hombre y su inteligencia están obligados a preguntarse: «¿Qué sentido tiene todo?».
En esta pregunta, o en la búsqueda del sentido último de la totalidad –por tanto de sí mismos y de lo real- Debemos, como educadores, recordar que se indica a los propios hermanos solo la respuesta que se ha encontrado, ¡partiendo de la propia pregunta!
Si no, también la respuesta teológicamente y antropológicamente más correcta (admitido que se la conozca) se convierte en una fórmula repetida, pero no vivida.
La misma misión educativa de la Iglesia debe continuamente ser revigorizada, reforzada y relanzada por esta auténtica pasión por el hombre; pasión que, como dice la etimología del término passio, es sobre todo compartir la misma condición de «demanda de significado».
2.2.- El Hombre-Dios Jesús de Nazaret
Frente a esta realidad de hombre, que he apenas delineado, el cual es demanda de significado y que vive los valores no como imposiciones externas a la propia conciencia, sino como el florecer vigoroso de las propias preguntas fundamentales (vivo la justicia porque soy necesidad de justicia; vivo la verdad porque soy necesidad de verdad, etc), frente a esta realidad de hombre, se presenta Cristo.
Antes de cualquier acto de fe en Jesús de Nazaret Señor y Cristo, es necesario subrayar que el Evento-Cristo tiene una propia e irreductible dimensión histórica.
Lo ha recordado eficazmente el santo padre Benedicto XVI en el incipit de su primera encíclica Deus Caritas Est, en la cual el ser cristiano es definido como: «Encuentro con un Acontecimiento, una Persona»
(n. 1).
El encuentro, por tanto, presupone algo-alguien de «otro» que yo, que se me hace encuentro y que yo puedo encontrar. Las consecuencias de esta clarificación sobre la esencia del Cristianismo y sobre la educación y formación son inmediatamente perceptibles por todos: por un lado la fidelidad al dato histórico excluye toda autoreferencialidad subjetiva, intimista o autoproyectiva en la relación con Cristo y, por otro, aún más profundamente, la dimensión histórica resulta radicalmente incompatible con toda concepción idealista y relativista, que afirme la imposibilidad del hombre de conocer la realidad.
Es posible por tanto afirmar –y es en el fondo la traducción que hace el evangelista Juan- que la respuesta a lo que el hombre es, que no está dentro de él, se ha hecho encontrable, ha venido a nuestro encuentro, se ha revelado en lo que era el ámbito más próximo al hombre: el hombre mismo.
«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han tocado, o sea el Verbo de la vida […], lo anunciamos también a vosotros […] para que nuestra alegría sea perfecta» (1Juan 1-4).
Tal encuentro entre la humanidad, como pergunta, y el Acontecimiento de Cristo, como respuesta, constituye la posibilidad de toda formación auténtica.
Con dos corolarios.
El primero: es posible vivir un intenso sentido religioso, es decir una profunda pregunta existencial, sin añun haber encontrado la respuesta que es Cristo. Y es necesario reconocer y afirmar que ya el sentido religioso, auténticamente vivido, representa y constituye un factor fundamental de formación.
Por contra –segundo c
orolario- en la mayor parte de los casos sucede –y probablemente todos podríamos dar testimonio- que precisamente el encuentro con Cristo determina el volverse a despertar un sentido religioso dormido, el despertarse de la humanidad; por tanto, con otro tanto realismo, es posible afirmar que: el Acontecimiento del encuentro con Cristo es el primer factor educativo, precisamente porque educa a estar en aquella posición de grato estupor, típica del sentido religioso, que constituye la esencia del hombre frente a Dios. Lo que Cristo vive por naturaleza, nosotros podemos vivirlo por gracia.
El percibir por sí mismos la Presencia del Misterio permite al humano vivir según la alta Vocación a la cual el Creador lo ha llamado: ser imagen y semejanza de Dios.
A nadie pienso que se le escape que tal «imagen y semejanza» tenga en Jesucristo el própio único modelo.
Traducido del italiano por ZENIT