CIUDAD DEL VATICANO, 20 mayo 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II abandonó esta mañana los muros vaticanos para visitar una parroquia de las afueras de Roma que ni siquiera cuenta con un templo para acoger a sus fieles.
Los primeros en acogerle fueron los niños. Al atravesar el umbral de la así llamada iglesia –una tienda de doscientos metros cuadrados–, acarició a los pequeños de esta comunidad que está dedicada a santa Edith Stein, filósofa judía que tras convertirse al catolicismo y entrar en el Carmelo fue asesinada en el campo de concentración nazi de Auschwitz.
En este barrio, Torre Angela, muy alejado del centro de la ciudad de Roma, faltan todavía muchos servicios y muchos de sus habitantes. Los únicos puntos de encuentro posibles son algún que otro bar. Para dar esperanza a esta gente, el encuentro del Papa continuó después en el campo en el que será construida la futura iglesia, cuyas obras de construcción comenzarán en diciembre.
Tras las palabras del joven párroco, la encargada de dar la bienvenida al pontífice fue la pequeña Ludovica, de 10 años: «Cuando te veo cansado me causas mucha ternura, me vienen ganas de abrazarte como a un querido abuelito y de decirte que no te canses tanto».
Después ofreció su testimonio Riccardo, un joven de menos de 30 años, que narró así su combate por la vida: «Yo, Santo Padre, me enfermé de cáncer en el mismo período en el que también usted sufrió numerosas y dolorosas intervenciones. He buscado mucho a Dios en mis sufrimientos. He visto morir a demasiados niños. Mi alma se rebelaba y gritaba: Dios, ¿por qué nos has abandonado?»
«Un día –añadió el joven–, mientras me sometía a una quimioterapia, vi en televisión su cara, Santo Padre. Con mis ojos vi cómo aceptaba con una serenidad infinita las pruebas que Dios le donaba. Entonces dejé finalmente de ser ciego. Los sufrimientos que vivía eran dones que Dios me hacía. Desde entonces he puesto toda mi vida en las manos de la Madre de Jesús».
El Papa dispensó la caricia más larga a Riccardo, en medio de los aplausos conmovidos de los dos mil fieles de la parroquia presentes.
«Os doy las gracias –dijo luego el pontífice– por este día de fiesta con el que habéis querido alargar mi cumpleaños».
«81 años –bromeó– ya es algo». Confío, añadió, en que sigáis rezando para que yo «pueda desempeñar el ministerio que me ha sido confiado».
En su homilía durante la eucaristía, el obispo de Roma invitó a los fieles de su diócesis a conocer mejor la figura de santa Edith Stein, canonizada por él mismo el 11 de octubre de 1998, a través de la lectura de su biografía y escritos.
«Quisiera recordar en esta ocasión la frase que Edith Stein escribió en 1933, cuando se presentó ante la madre priora del monasterio de las Carmelitas de Colonia: «No nos puede ayudar la actividad humana, sino solamente la Pasión de Cristo. Mi deseo es el de participar en ella».
Luego, el Papa dio por primera vez la comunión a ocho niños. «A vosotros y a todos los niños del mundo que en este año reciben la primera comunión les recomiendo que se acerquen con frecuencia al sacramento de la Confesión para que el encuentro con Jesús presente en la Eucaristía tenga lugar con un corazón puro y disponible a la acción de la gracia».