En la festividad de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, orden a la que el santo padre pertenece, ha celebrado esta mañana a las 8.00 la eucaristía con los jesuitas en la iglesia romana del Gesú, donde se encuentran las reliquias del santo.
Ha sido una misa privada a la que han asistido solo los sacerdotes de la Compañía, amigos y colaboradores. Sin embargo, el papa ha sido recibido por cientos de personas que querían saludarle y han esperado hasta el final de la celebración para poder hacerlo.
Han concelebrado con el pontífice monseñor Luis Ladaria, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el padre general de la Compañía de Jesús, Adolfo Nicolás, miembros del Consejo y más de doscientos jesuitas.
Publicamos a continuación la homilía de santo padre:
En esta eucaristía en la que celebramos a nuestro padre Ignacio de Loyola, a la luz de las lecturas que hemos escuchado, quisiera proponer tres sencillos pensamientos guiados por tres expresiones: poner en el centro a Cristo y a la Iglesia; dejarse conquistar por Él para servir, sentir la vergüenza de nuestros límites y pecados, para ser humildes delante de Él y los hermanos.
Nuestro lema, el de los jesuitas, “Iesus Hominum Salvator” (IHS). Cualquiera de vosotros podría decirme: «¡lo sabemos muy bien!» Pero este lema nos recuerda constantemente una realidad que no debemos olvidar nunca: la centralidad de Cristo para cada uno de nosotros y para toda la Compañía que San Ignacio quiso que se llamase “de Jesús” para indicar el punto de referencia. También al inicio de los Ejercicios Espirituales, nos pone de frente a nuestro Señor Jesucristo, a nuestro Creador y Salvador (cfr EE, 6). Y esto nos lleva a nosotros, los jesuitas y a toda la Compañía a ser “descentrados”, a tener siempre delante a “Cristo siempre mayor”, el « Deus semper maior «, el «intimior intimo meo«, que nos lleva continuamente fuera de nosotros mismo, nos lleva a una cierta kenosis, a «salir del propio amor, querer e intereses» (EE, 189). No es descontada la pregunta para nosotros, para todos nosotros: ¿es Cristo el centro de mi vida? ¿Pongo realmente a Cristo en el centro de mi vida? Porque siempre está la tentación de pensar estar nosotros al centro. Y cuando un jesuita pone a sí mismo al centro y no a Cristo, se equivoca. En la primera lectura, Moisés repite con insistencia al pueblo amar al Señor, caminar por sus vías, «porque es Él tu vida» (cfr Dt 30, 16.20). ¡Cristo es nuestra vida! A la centralidad de Cristo corresponde también la centralidad de la Iglesia: son dos fuegos que no pueden separarse: yo no puedo seguir a Cristo si no en la Iglesia y con la Iglesia. Y también en este caso, nosotros los jesuitas y toda la Compañía, estamos por decirlo así “desplazados”, estamos al servicio de Cristo y de la Iglesia, la Esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica (cfr EE, 353). Ser hombres radicados y fundados en la Iglesia: así nos quiere Jesús. No puede haber caminos paralelos o aislados. Sí, caminos de búsqueda, caminos creativos, sí, es importante; ir hacia las periferias. Para esto es necesaria creatividad, pero siempre en comunidad, en la Iglesia, con esta pertenencia que nos da la valentía de ir adelante. Servir a Cristo es amar esta Iglesia concreta y servirla con generosidad y espíritu de obediencia.
2. ¿Cuál es el camino para vivir esta doble centralidad? Miramos a la experiencia de san Pablo, que es también la experiencia de san Ignacio. El apóstol, en la segunda lectura que hemos escuchado, escribe: mi esfuerzo por correr hacia la perfección de Cristo, «habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús».(Fil 3,12). Para Pablo sucedió camino de Damasco, para Ignacio en su casa de Loyola, pero el punto fundamental es común: dejarse conquistar por Cristo. Yo busco a Jesús, yo sirvo a Jesús porque Él me ha buscado primero, porque he sido conquistado por Él: y esto es el corazón de nuestra experiencia. Pero Él está primero, siempre. En español hay una palabra que es muy gráfica, que lo explica muy bien: Él nos «primerea». Está primero siempre. Cuando nosotros llegamos, Él ha llegado y nos espera. Y aquí quisiera llamar a la meditación sobre el Reino en la Segunda Semana. Cristo nuestro Señor, Rey eterno, llama a cada uno de nosotros diciéndonos: «quien quiera venir conmigo debe trabajar conmigo, para que siguiéndome en el sufrimiento, me siga también en la gloria (EE, 95): Ser conquistado por Cristo para ofrecer a este Rey toda nuestra persona y todas nuestras fatigas (cfr EE, 96); decir al Señor querer hacer todo por su mayor servicio y alabanza, imitarlo en el aguantar también injurias, desprecio, pobreza (cfr EE, 98). Pero pienso en nuestro hermano en Siria en este momento. Dejarse conquistar por Cristo significa estar siempre dirigido hacia lo que tengo de frente, hacia la meta de Cristo (cfr Fil 3,14) y preguntarse con verdad y sinceridad: ¿qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo? (cfr EE, 53).
3. Y voy al último punto. En el Evangelio Jesús nos dice: «quien quiera salvar la propia vida la perderá, pero quien pierda su vida por mi, la salvará…quién se avergüence de mi» (Lc 9, 23). Y así. La vergüenza del jesuita. La invitación que hace Jesús es la de no avergonzarse nunca de Él, sino de seguirle siempre con total dedicación, fiándose y confiando en Él.
Mirando a Jesús, como San Ignacio nos enseña en la Primera Semana, sobre todo mirando a Cristo crucificado, sentimos esa sensación tan humana y tan noble que es la vergüenza de no estar a la altura. Miramos a la sabiduría de Cristo y a nuestra ignorancia, a su omnipotencia y a nuestra debilidad, a su justicia y a nuestra iniquidad, a su bondad y a nuestra maldad (cfr EE, 59). Pedir la gracia de la vergüenza; vergüenza que viene del continuo coloquio de misericordia con Él; vergüenza que nos hace sonrojarnos delante de Jesucristo; vergüenza que nos pone en sintonía con el corazón de Cristo que se ha hecho pecado por mí; vergüenza que pone en armonía nuestro corazón en las lágrimas y nos acompaña en la secuela cotidiana de «mi Señor». Y esto nos lleva siempre, a cada uno por separado y como compañía, a la humildad, a vivir esta gran virtud. Humildad que nos hace conscientes todos los días de que no somos nosotros los que tenemos que construir el Reino de Dios, sino que es siempre la gracia del Señor que obra en nosotros; la humildad que nos lleva a ponernos a nosotros mismos no a nuestro servicio personal o al servicio de nuestras ideas, sino al servicio de Cristo y de la Iglesia, como vasijas de barro, frágiles, inadecuadas, insuficientes, pero con un inmenso tesoro que llevamos y comunicamos (2 Cor 4,7). A mí siempre me ha gustado pensar en el ocaso del jesuita, cuando un jesuita termina su vida, cuando tramonta. A mí me viene siempre dos imágenes de este atardecer del jesuita; una clásica, la de san Francisco Javier, mirando a China. El arte ha pintado muchas veces este tramonto, este final de Javier. También la literatura, en ese bonito fragmento de Pemán. Al final, sin nada, pero delante del Señor; esto me hace bien, pensar esto. El otro tramonto, la otra imagen que me viene como ejemplo, es el de padre Arrupe en su última conversación en el campo de refugiados cuando nos había dicho – algo que el mismo decía – «esto lo digo como si fuese mi canto de cisne: rezad». La oración, la unión con Jesús. Y después de decir esto, cogió el avión, llegó a Roma con el ictus, que dio inicio a aquel atardecer tan largo y tan ejemplar. Dos imágenes que a todos nos hará bien observar y recordar. Pedir la gracia que nuestro atardecer sea como el de ellos.
Queridos hermanos, dirijámonos a Nuestra Señora, Ella que ha llevado a Cristo en su vientre y ha acompañ
ado en los primeros pasos de la Iglesia, nos ayude a poner siempre al centro de nuestra vida y de nuestro ministerio a Cristo y a su Iglesia; Ella que ha sido la primera y más perfecta discípula de su Hijo, nos ayude a dejarnos conquistar por Cristo para seguirlo y servirlo en cada situación; Ella que ha respondido con la más profunda humildad al anuncio del Ángel: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), nos haga sentir vergüenza por ser inadecuados para el tesoro que nos ha sido confiado, para vivir la humildad ante Dios. Que acompañe nuestro camino la intercesión paternal de San Ignacio y de todos los santos jesuitas, que siguen enseñarnos cómo hacer todo, con humildad, ad maiorem Dei gloriam.
Traducido del italiano por Rocío Lancho García