La segunda guerra mundial, “hora de las tinieblas” para la humanidad

Vuelve a publicarse la carta de Juan Pablo II con motivo del 50 aniversario del conflicto

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 30 de agosto de 2009 (ZENIT.org).- La segunda guerra mundial, provocada por ideologías que sometían al hombre al poder del hombre, constituye “una de las tragedias más devastadoras y más inhumanas de nuestra historia”, sobre la que hay que volver a reflexionar para evitar que algo semejante vuelva a producirse.

Son palabras pronunciadas hace veinte años por el papa Juan Pablo II, en su carta apostólica con ocasión del 50 aniversario del comienzo de la segunda guerra mundial.

El diario de la Santa Sede, L’Osservatore Romano, publica en su edición italiana el texto íntegro, a pocos días de cumplirse el 70 aniversario del conflicto bélico. Una efeméride a la que también el Papa Benedicto XVI ha dedicado este año varias reflexiones.

En aquella carta, el papa polaco, testigo personal de aquella “hora de las tinieblas”, invitaba a todos los hombres, y especialmente a los católicos, a una “reflexión profunda” sobre las causas que llevaron a una guerra “inhumana y despiadada”.

Aquel conflicto, insistía el Papa, condujo al mundo “hasta los abismos de la inhumanidad y de la desolación”, a la destrucción de ciudades enteras y a la muerte de 55 millones de personas, y podría volver a repetirse si el hombre no extrae una lección del pasado.

“Hoy sabemos por experiencia que la división arbitraria de las naciones, la deportación forzosa de las poblaciones, el rearme sin límites, el uso incontrolado de armas sofisticadas, la violación de los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos, el no observar las reglas de comportamiento internacional y la imposición de ideologías totalitarias sólo pueden conducir a la ruina de la humanidad”, advertía.

En aquella carta, el papa Juan Pablo II hacía un llamamiento por el desarme, por la colaboración entre las naciones y por el respeto de los derechos de las personas y de los pueblos.

La “victoria del derecho”, advertía, “sigue siendo la mejor garantía del respeto a las personas. Ahora, cuando volvemos a aquellos seis terribles años, no podemos sino horrorizarnos justamente por el desprecio del que el hombre ha sido objeto”.

Holocausto

De todos los horrores de aquella guerra, Juan Pablo II hacía mención especial a la Shoah, que “quedará siempre como una vergüenza para la humanidad”.

“Objeto de la “solución final” pensada por una ideología aberrante, los Hebreos fueron sometidos a privaciones y brutalidades difícilmente descriptibles. Perseguidos inicialmente mediante medidas vejatorias o discriminatorias, éstos finalmente terminaron en los campos de exterminio”, advertía.

“Deseo aquí repetir con fuerza que la hostilidad o el odio contra el judaísmo están en completa contradicción con la visión cristiana de la dignidad del hombre”.

El hombre sin Dios

Más allá de los motivos directos de la guerra, el papa apuntaba como causa profunda el olvido de Dios y la sustitución de la religión por las ideologías totalitarias.

“Ya mucho antes de 1939, en ciertos sectores de la cultura europea aparecía una voluntad de borrar a Dios y su imagen del horizonte del hombre. Se empezaba a adoctrinar en este sentido a los jóvenes, desde la más tierna edad”.

“La experiencia por desgracia ha demostrado que el hombre entregado sólo al poder del hombre, mutilado en sus aspiraciones religiosas, se convierte en seguida en un número o en un objeto”, añadía la carta.

Si bien “ninguna época de la humanidad ha escapado al riesgo de que el hombre se encerrara en sí mismo, en una actitud de orgullosa suficiencia”, este riesgo “se ha acentuado en este siglo en la medida en que la fuerza de las armas, la ciencia y la técnica han podido dar al hombre contemporáneo la ilusión de convertirse en el único amo de la naturaleza y de la historia”.

El Papa advertía contra el abandono de la referencia a Dios y de la ley moral trascendente.

“El abismo moral, en el que el desprecio de Dios -y por tanto del hombre- echaron al mundo hace cincuenta años, nos hace palpar el poder del Príncipe de este mundo, que puede seducir las conciencias con la mentira, con el desprecio del hombre y del derecho, con el culto del poder y de la fuerza”.

En este sentido, el Papa señalaba que “en muchos ámbitos de su existencia, el hombre moderno piensa, vive y trabaja como si Dios no existiese. Aquí existe el mismo peligro de ayer: el hombre entregado al poder del hombre”.

Semejante constatación no puede sino incitarnos a un examen de conciencia sobre la calidad de la evangelización de Europa. La caída de los valores cristianos, que ha favorecido los errorres de ayer, debe hacernos vigilantes sobre el modo en el que hoy el Evangelio es anunciado y vivido.

La acción de Pío XII

En otro apartado, el papa polaco recordaba la actuación de la Santa Sede durante la guerra, y especialmente a Pío XII.

“No habiendo podido contribuir a evitar la guerra, la Santa Sede se esforzó –dentro del límite de sus medios– a limitar su extensión. El Papa y sus colaboradores trabajaron incesantemente por ello”.

La Carta subraya la total neutralidad de la Iglesia, “tanto a nivel diplomático como en el campo humanitario, sin dejarse arrastrar a alinearse con una parte o la otra, en un conflicto que oponía a pueblos de ideologías y religiones diferentes”.

Concretamente, recordaba la preocupación de Pío XII de “no agravar la situación de las poblaciones sometidas a pruebas fuera de lo común”, citando unas palabras suyas a propósito del sufrimiento del pueblo polaco.

También recordaba que “el nuevo paganismo y los sistemas conectados con él se encarnizaban ciertamente contra los judíos, pero se dirigían también contra el cristianismo, cuya enseñanza había formado el alma de Europa”.

“La Iglesia católica en particular conoció también la pasión, antes y durante el conflicto”, afirmaba el Papa, recordando, por último, a “los numerosos testigos, conocidos o no, que –en aquellas horas de tribulación– tuvieron el valor de profesar intrépidamente la fe, que supieron erigirse contra el arbitrio ateo y que no se plegaron ante la fuerza”.

[Por Inma Álvarez]

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ZENIT Staff

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