ROMA, domingo, 26 de julio de 2009 (ZENIT.org).- John Henry Newman, nacido en Inglaterra en 1801 y fallecido en 1890, uno de los más grandes pensadores cristianos de los últimos siglos, convertido al catolicismo, formará parte pronto de los beatos de la Iglesia católica. Se trata de un acontecimiento que dejará huella, y no solo en la Iglesia en Inglaterra, sino en toda la Cristiandad.
Newman en el siglo XIX positivista y cientista que había empezado a rechazar a Dios fue un signo de contradicción que sacudió Inglaterra, tanto a los católicos como a los protestantes.
Como anglicano había participado en el Movimiento de Oxford, que pretendía profundizar en la investigación teológica , especialmente en el campo de la Patrística (la teología del tiempo en el que la Iglesia era aún una e indivisa) y a enfrentarse con los desafíos de la modernidad. Esta búsqueda de la verdad le había hecho finalmente dirigirse, ya a los cuarenta años, al catolicismo. Un desapego, hacia el anglicanismo y en dirección a Roma, que levantó ampollas.
Por otro lado, al hacerse católico, no le faltaron a Newman otras contrariedades, incluso hostilidades. Su genio teológico, su gran libertad con la que anteponía el primado de la conciencia a todo dogmatismo simplificador suscitaron envidias y sospechas. Incluso en la misma jerarquía no faltó quien juzgaba a Newman como no suficientemente «romano», no bastante polémico hacia aquel anglicanismo que había abandonado.
Newman atravesó también estas pruebas, sosteniendo siempre que «diez mil dificultades no hacen una duda, si yo entiendo bien la cuestión».
El ex gran protagonista de la vida cultural de Oxford fue dejado de lado en su nueva iglesia, donde se le acusaba de no realizar suficientes conversiones. «Para mí las conversiones no eran la obra esencial, sino más bien la edificación de los católicos», escribió.
Entrado a formar parte de la Congregación de San Felipe Neri, se estableció en Birmingham, donde fundó un Oratorio. Aquí el gran pensador, el intelectual brillante, se encontró junto a la miseria de los barrios pobres, en una realidad eclesial donde eran pocos los que podían permitirse una instrucción, y precisamente aquí, comenzó a sembrar a manos llenas.
«El verdadero triunfo del Evangelio -había escrito- consiste en esto: en elevar por encima de sí y por encima de la naturaleza humana a hombres de toda condición de vida, al crear esta cooperación misteriosa de la voluntad con la Gracia… Los santos: he ahí la creación auténtica del Evangelio y de la Iglesia».
Hoy la Iglesia señala precisamente en Newman a una de estas figuras de santidad. ¿Qué significa la beatificación de Newman en la realidad británica y anglosajona? Significa volver a proponer una vez más un modelo de santidad fundado en el seguimiento de Cristo.
Significa no resignarse a la idea de un mundo que parece totalmente secularizado, significa – para el mundo británico – ofrecer una vía de salida a la gravísima crisis del anglicanismo. «La Iglesia Católica es para los santos y para los pecadores, para las personas respetables la Iglesia Anglicana es suficiente»: así lo había escrito Oscar Wilde en el proceso de convertirse al catolicismo.
Hoy la Iglesia Anglicana ha perdido también este marchamo de respetabilidad formal: entre pastores extraviados que buscan seguir las diversas modas ideológicas a obispos que declaran públicamente no creer en los fundamentos de la fe cristiana a reverendas mujeres, en toda esta confusión hay una parte no despreciable de fieles anglicanos que ya no se encuentran en esta iglesia, que además tras la muerte de la Reina Isabel II tendrán como cabeza formalmente al panteísta Carlos. La beatificación de Newman podría representar un momento de reflexión para este mundo anglicano extraviado.
Su teología, que cuando estaba vivo parecía «liberal», en realidad fue siempre profundamente sensible a la tradición y respetuosa con la autoridad magisterial de la Iglesia.
Las objeciones cesaron cuando fue elevado a la púrpura cardenalicia por León XIII, en el umbral de los ochenta años, un reconocimiento debido a su obra y a la nobleza de su figura. Fue también nombrado Fellow honorario del Trinity College de Oxford, un reconocimiento académico extraordinario, si se piensa que desde los tiempos de la Reforma, tres siglos antes, no se otorgaba un reconocimiento semejante por parte del máximo instituto académico inglés a un católico.
A pesar de la humildad, la casi fragilidad de su persona. Su rostro flaco y surcado por arrugas profundas en el que resplandecían dos ojos transidos de ideales que habían escrutado durante años aquella difícil Inglaterra de la época victoriana, John Henry Newman fue un apóstol y un profeta. Cuando falleció en Birmingham en 1890, la Iglesia católica en Inglaterra estaba en pleno florecimiento, después de tres siglos de persecución y marginación.
Newman marcó a generaciones de católicos británicos, entre ellos a numerosísimos convertidos. Toda la gran cultura católica anglosajona se es de cualquier forma deudora: sin Newman no habríamos tenido a Chesterton, Belloc, Tolkien, Bruce Marshall y tantos otros.
Su pensamiento, su Fe conjugada con la Razón son más que nunca actuales, y por este motivo su beatificación suscita en ciertos ambientes fastidio e irritación. El mundo anglosajón es verdaderamente increíble: mantiene siempre una postura puritana, y mientras por un lado promueve y difunde la cultura del libertinismo sexual, por otra apenas la Iglesia católica intenta hacer salir algo bueno, hermoso y santo, encuentra la forma de atacarla duramente.
Esto se ha visto cuando recientemente -precisamente en vista de la buena marcha del proceso de beatificación- se hizo necesario exhumar el cuerpo de Newman, provocando así diversas reacciones, en particular por parte del lobby homosexual inglés, según el cual él no debería ser separado de su gran amigo y colaborador, padre Ambrose St John, junto al que Newman había sido sepultado de acuerdo con su última voluntad.
La implicación de estas protestas es clara: Newman habría querido ser sepultado con su amigo porque estaba unido a él por algo más que una simple amistad. Se aduce en apoyo de esta tesis lo que el cardenal escribió a la muerte de padre Ambrose, su hermano en el orden oratoriano y su estrecho colaborador: «Siempre he pensado que ningún luto fuese semejante al de un marido o de una mujer, pero para mí es difícil creer que haya uno más grande, o un dolor más grande, que el mío». En esta frase hay simplemente una referencia al sentimiento de una pérdida, no ciertamente una equiparación de estado de vida.
Newman además fue siempre un defensor decidido de la castidad y del celibato sacerdotal, hasta el punto que lo definía «un estado superior de vida, al que la mayoría de los hombres no puede aspirar». La malicia ha visto incluso en el lema de Newman, cor ad cor loquitur, «el corazón habla al corazón», una referencia críptica a sus sentimientos por el padre Ambrose, ignorando arteramente que esta es una expresión de san Francisco de Sales.
En realidad la de Newman y St. John fue la historia de una gran amistad fundada sobre el amor común por Cristo y por su Iglesia. Cuando el padre Ambrose murió, estaba trabajando por indicación de Newman en la traducción de un texto teológico en apoyo del dogma de la infalibilidad papal: una extraña ocupación para una improbable «pareja de hecho» eclesiástica.
Pero la cultura libertina y pansexualista parece no querer admitir que puedan existir relaciones de amistad puras, gratuitas: parece que no logra concebir la belleza moral que Cristo ha manifestado.
También por esto beatificar a Newman es un signo de la Iglesia para salvar y hacer resurgir a la Europa cristiana. Sobre su tumba el gran convertido había querido que se grabaran estas pa
labras: Ex umbris et imaginibus ad veritatem. Vamos hacia la verdad pasando a través de las sombras y las imágenes. Éste es el destino de los cristianos en nuestros difíciles tiempos.
[Por Paolo Gulisano, traducción del italiano por Inma Álvarez]