FLORIANA, domingo 18 de abril de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada hoy por el Papa Benedicto XVI durante la Misa celebrada en la Plaza Granai de Floriana, ante la iglesia de San Publio.
******
Queridos hermanos y hermanas en Jesucristo
Maħbubin uliedi [Queridos hijos e hijas],
Me es muy grato estar con todos vosotros ante la hermosa iglesia de San Publio para celebrar el gran misterio del amor de Dios que se manifiesta en la sagrada Eucaristía. En este momento, la alegría del tiempo pascual llena nuestros corazones, porque estamos celebrando la victoria de Cristo, la victoria de la vida sobre el pecado y la muerte. Es una alegría que transforma nuestras vidas y nos llena de esperanza en el cumplimiento de las promesas de Dios. Cristo ha resucitado, ¡aleluya!
Saludo al Presidente de la República y la Señora Abela, a las autoridades civiles de esta querida nación, y todo el pueblo de Malta y Gozo. Doy las gracias al arzobispo Paul Cremona por sus amables palabras y saludo también al obispo Grech y al obispo De Pasquale, al arzobispo Mercieca, al obispo Cauchi y a los demás obispos y sacerdotes presentes, así como a todos los fieles cristianos de la Iglesia en Malta y Gozo. Desde mi llegada ayer por la tarde, he experimentado la misma bienvenida calurosa que vuestros antepasados dieron al apóstol Pablo en el año sesenta.
Muchos viajeros han desembarcado aquí a lo largo de vuestra historia. La riqueza y variedad de la cultura de Malta es un signo de que vuestro pueblo se ha beneficiado enormemente con el intercambio de dones y la hospitalidad para con los visitantes llegados por mar. Y es significativo que hayáis sabido discernir lo mejor que ellos podían ofrecer.
Os exhorto a seguir haciéndolo así. No todo lo que el mundo de hoy propone es digno de ser asumido por el pueblo maltés. Muchas voces tratan de convencernos de dejar de lado nuestra fe en Dios y su Iglesia, y elegir por nosotros mismos los valores y las creencias con que vivir. Nos dicen que no tenemos necesidad de Dios o de la Iglesia. Cuando nos sentimos tentados de darles crédito, hemos de recordar el episodio que nos narra el Evangelio de hoy, cuando los discípulos, todos ellos pescadores expertos, habiendo bregado toda la noche, no consiguieron un solo pez. Después, presentándose en la orilla, Jesús les dijo dónde echar las redes y la pesca fue tan grande que apenas podían sacarla. Abandonados a sí mismos, sus esfuerzos resultaron inútiles; cuando Jesús se puso a su lado, lograron una multitud de peces. Mis queridos hermanos y hermanas, si ponemos nuestra confianza en el Señor y seguimos sus enseñanzas, obtendremos siempre grandes frutos.
Sé que la primera lectura de la Misa de hoy es una de las que os gusta escuchar, pues relata el naufragio de Pablo en la costa de Malta y la calurosa acogida que le dispensaron sus gentes. Es digno de subrayar que la tripulación del barco, para salir del apuro, se vio obligada a tirar por la borda el cargamento, los aparejos e incluso el trigo, que era su único sustento. Pablo les exhortó a poner su confianza sólo en Dios, mientras la nave era zarandeada por las olas. También nosotros debemos poner nuestra confianza sólo en Dios. Nos sentimos tentados por la idea de que la avanzada tecnología de hoy puede responder a todas nuestras necesidades y nos salva de todos los peligros que nos acechan. Pero no es así. En cada momento de nuestras vidas dependemos completamente de Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos. Sólo él nos puede proteger del mal, sólo él puede guiarnos a través de las tormentas de la vida, sólo él puede llevarnos a un lugar seguro, como lo hizo con Pablo y sus compañeros a la deriva ante las costas de Malta. Hicieron como Pablo les exhortó y, así, «todos llegaron sanos y salvos a tierra» (cf. Hch 27,44).
Más que cualquier bagaje que podamos tener con nosotros –nuestros logros humanos, nuestras posesiones, nuestra tecnología–, lo que nos da la clave de nuestra felicidad y realización humana es nuestra relación con el Señor. Y él nos llama a una relación de amor. Recordad la pregunta que hizo por tres veces a Pedro en la orilla del lago: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Basándose en la respuesta afirmativa de Pedro, Jesús le encomienda una tarea, la tarea de apacentar su rebaño. Aquí vemos el fundamento de todo ministerio pastoral en la Iglesia. Nuestro amor por el Señor es lo que debe dirigir todos los aspectos de nuestra predicación y enseñanza, nuestra celebración de los sacramentos y nuestra preocupación por el Pueblo de Dios. Nuestro amor por el Señor es lo que nos impulsa a amar a quienes él ama, y a aceptar de buen grado la tarea de comunicar su amor a quienes servimos. Durante la Pasión de nuestro Señor, Pedro lo negó tres veces. Ahora, después de la resurrección, Jesús lo insta por tres veces a confesar su amor, ofreciendo así el perdón y la salvación, y confiándole al mismo tiempo la misión. La pesca milagrosa pone de manifiesto que los Apóstoles dependían de Dios para el éxito de sus proyectos en la tierra. El diálogo entre Pedro y Jesús subraya la necesidad de la misericordia divina para curar sus heridas espirituales, las heridas del pecado. En cada ámbito de nuestras vidas, necesitamos la ayuda de la gracia de Dios. Con él, podemos hacer todo; sin él no podemos hacer nada.
Sabemos por el Evangelio de san Marcos los signos que acompañan a los que ponen su fe en Jesús: cogerán serpientes con la mano y no les harán daño, impondrán las manos a los enfermos y sanarán (cf. Mc 16,18). Estos signos fueron inmediatamente reconocidos por vuestros antepasados, cuando Pablo estuvo entre ellos. Una víbora le mordió la mano, pero le bastó sacudírsela y echarla al fuego, sin sufrir daño alguno. Lo llevaron a ver al padre de Publio, el «principal» de la isla y, después de rezar e imponerle las manos, Pablo le curó. De todos los dones que han llegado a estas costas a través de la historia de sus gentes, el mayor de todos fue el que trajo Pablo, y es mérito vuestro el que fuera inmediatamente acogido y custodiado. Għożżu l-fidi u l-li valuri takom l-Appostlu Missierkom San Pawl. [Conservad la fe y los valores que os ha transmitido vuestro padre, el apóstol san Pablo]. Seguid desvelando la riqueza y la profundidad de don recibido de Pablo y tratad de transmitirlo no sólo a vuestros hijos, sino también a todos los que encontréis. Todo visitante de Malta debería sentirse impresionado por la devoción de su pueblo, por la fe vibrante que se manifiesta en sus celebraciones, por la belleza de sus iglesias y santuarios. Pero ese don debe ser compartido con los demás, ha de ser comunicado. Como enseñó Moisés al pueblo de Israel, las palabras del Señor «quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (Dt 6,6-7). Esto lo entendió muy bien el primer santo canonizado de Malta, Dun Ġorr Preca. Su incansable labor de catequesis, inspirando en jóvenes y mayores el amor por la doctrina cristiana y una profunda devoción por la Palabra de Dios encarnada, es un ejemplo que os exhorto a seguir. Recordad que el intercambio de dones entre estas islas y el resto del mundo es un proceso de doble dirección. Lo que recibís, examinadlo con atención, y lo valioso que tenéis, sabedlo compartir con los demás.
En este año dedicado a la celebración del gran don del sacerdocio, quisiera dirigir una palabra particular a los sacerdotes aquí presentes. Dun Ġorr fue un sacerdote de extraordinaria humildad, bondad, mansedumbre y generosidad, profundamente dedicado a la oración y lleno de pasión por comunicar las verdades del Evangelio. Que os sirva de modelo e inspiración en vuestros esfuerzos por cumplir la misión recibida de apacentar la grey del Señor. Recordad también la pregunta que el Resucitado hizo por tre
s veces a Pedro: «¿Me amas?» Esta es la pregunta que hace a cada uno de vosotros. ¿Lo amáis? ¿Queréis servirle con la entrega de toda vuestra vida? ¿Deseáis guiar a los otros para que lo conozcan y lo amen? Como Pedro, tened el valor de responder: «Sí, Señor, tú sabes que te amo»; y acoged con gratitud la hermosa tarea que él os ha asignado. La misión confiada al sacerdote es verdaderamente un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere entrar en el mundo (cf. Homilía, 24 de abril de 2005).
Al mirar ahora a mi alrededor la gran multitud reunida aquí, en Floriana, para la celebración de la Eucaristía, vuelvo a pensar en la escena descrita en la segunda lectura de hoy, en la cual millares de millares unieron sus voces en un gran canto de alabanza: «Al que se sienta en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos» (Ap 5,13). Seguid cantando este himno, como alabanza al Señor resucitado y como acción de gracias por sus innumerables dones. Concluyo mi exhortación esta mañana con las palabras de san Pablo, apóstol de Malta: «L-imħabba tiegħi tkun magħkom ilkoll fi Kristu Ġesù» [Os amo a todos en Cristo Jesús] (1 Co 16,24).
Ikun imfaħħar Ġesù Kristu! [¡Alabado sea Jesucristo!]
[Traducción del original inglés distribuida por la Santa Sede
©Libreria Editrice Vaticana]