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Queridos hermanos y hermanas:
Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo «in Albis». En este día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su vestido blanco, símbolo de la luz que el Señor les había dado en el bautismo. Después se quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria la nueva luminosidad que se les había comunicado; debían proteger diligentemente la llama delicada de la verdad y del bien que el Señor había encendido en ellos, para llevar así a nuestro mundo algo de la luminosidad y de la bondad de Dios.
El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de la Misericordia Divina: en la palabra «misericordia» encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor.
Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios.
Precisamente en estos días particularmente iluminados por la luz de la misericordia divina se da una coincidencia significativa para mí: puedo volver la mirada atrás para repasar mis 80 años de vida. Saludo a todos los que han venido aquí para celebrar conmigo este aniversario. Saludo, ante todo, a los señores cardenales, expresando en especial mi gratitud al decano del Colegio cardenalicio, señor cardenal Angelo Sodano, que se ha hecho intérprete autorizado de los sentimientos comunes. Saludo a los arzobispos y obispos, en particular a los auxiliares de la diócesis de Roma, de mi diócesis; saludo a los prelados y a los demás miembros del clero, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles presentes. Dirijo, además, un saludo deferente y agradecido a las personalidades políticas y a los miembros del Cuerpo diplomático, que han querido honrarme con su presencia. Saludo, por último, con afecto fraterno al enviado personal del Patriarca ecuménico Bartolomé I, su eminencia Ioannis, metropolita de Pérgamo, expresando mi aprecio por este gesto de amabilidad y deseando que el diálogo teológico católico-ortodoxo prosiga con renovado empeño.
Estamos reunidos aquí para reflexionar sobre el transcurso de un largo período de mi existencia. Obviamente, la liturgia no debe servir para hablar del propio yo, de sí mismo; sin embargo, la vida propia puede servir para anunciar la misericordia de Dios. «Vosotros, los que teméis al Señor, venid a escuchar: os contaré lo que ha hecho conmigo», dice un salmo (Sal 66, 16). Siempre he considerado un gran don de la Misericordia divina el hecho de que se me haya concedido la gracia de que mi nacimiento y mi renacimiento tuvieran lugar —por decirlo así— juntos, en el mismo día, al inicio de la Pascua. Así, en un mismo día, nací como miembro de mi familia y de la gran familia de Dios.
Sí, doy gracias a Dios porque he podido experimentar lo que significa «familia»; he podido experimentar lo que quiere decir paternidad, pues he podido comprender desde dentro que Dios es Padre; sobre la base de la experiencia humana he tenido acceso al grande y benévolo Padre que está en el cielo. Ante él tenemos una responsabilidad, pero, al mismo tiempo, él deposita su confianza en nosotros, porque en su justicia se refleja siempre la misericordia y la bondad con que acepta también nuestra debilidad y nos sostiene, de modo que poco a poco podamos aprender a caminar con rectitud.
Doy gracias a Dios porque he podido experimentar en profundidad lo que significa la bondad materna, siempre abierta a quien busca refugio y precisamente así capaz de darme la libertad. Doy gracias a Dios por mi hermana y mi hermano, que han estado fielmente cerca de mí con su ayuda a lo largo del camino de la vida. Doy gracias a Dios por los compañeros que he encontrado en mi camino, por los consejeros y los amigos que me ha dado. Le doy gracias de modo particular porque, desde el primer día, he podido entrar y crecer en la gran comunidad de los creyentes, en la que está abierto de par en par el confín entre la vida y la muerte, entre el cielo y la tierra; le doy gracias por haber podido aprender tantas cosas, aprovechando la sabiduría de esta comunidad, que no sólo encierra las experiencias humanas desde los tiempos más remotos: la sabiduría de esta comunidad no es solamente sabiduría humana, sino que en ella nos alcanza la sabiduría misma de Dios, la Sabiduría eterna.
En la primera lectura de este domingo se nos narra que, en los albores de la Iglesia naciente, la gente llevaba a los enfermos a las plazas para que Pedro, al pasar, los cubriera con su sombra: a esta sombra se atribuía una fuerza de curación, pues provenía de la luz de Cristo y por eso encerraba algo del poder de su bondad divina.
La sombra de Pedro, mediante la comunidad de la Iglesia católica, ha cubierto mi vida desde el inicio, y he aprendido que es una sombra buena, una sombra de curación porque, en definitiva, proviene precisamente de Cristo mismo. Pedro era un hombre con todas las debilidades de un ser humano, pero sobre todo era un hombre lleno de una fe apasionada en Cristo, lleno de amor a él. Mediante su fe y su amor, la fuerza de curación de Cristo, su fuerza unificadora, ha llegado a los hombres, aunque mezclada con toda la debilidad de Pedro. Busquemos también hoy la sombra de Pedro, para estar en la luz de Cristo.
Nacimiento y renacimiento; familia terrena y gran familia de Dios: este es el gran don de las múltiples misericordias de Dios, el fundamento en el que nos apoyamos. Prosiguiendo por el camino de la vida, después me salió al encuentro un don nuevo y exigente: la llamada al ministerio sacerdotal. En la fiesta de san Pedro y san Pablo de 1951, cuando mis compañeros y yo —éramos más de cuarenta— nos encontramos en la catedral de Freising postrados en el suelo se invocó a todos los santos en favor nuestro, me pesaba la conciencia de la pobreza de mi existencia ante esta tarea. Sí, era un consuelo el hecho de que se invocara sobre nosotros la protección de los santos de Dios, de los vivos y de los muertos. Sabía que no estaría solo.
Y ¡qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después, durante la liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del obispo: «Ya no os llamo siervos, sino amigos». He experimentado profundamente que él, el Señor, no es sólo el Señor, sino también un amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me abandonará. Estas palabras se pronunciaban entonces en el contexto de la concesión de la facultad de administrar el sacramento de la Reconciliación y así, en nombre de Cristo, de perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos escuchado hoy en el Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu, el Espíritu Santo: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados…». El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la Misericordia divina. Da la posibilidad d
e volver a comenzar siempre de nuevo. La amistad de Jesucristo es amistad de Aquel que hace de nosotros personas que perdonan, de Aquel que nos perdona también a nosotros, que nos levanta continuamente de nuestra debilidad y precisamente así nos educa, nos infunde la conciencia del deber interior del amor, del deber de corresponder a su confianza con nuestra fidelidad.
En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que es él: «Señor mío y Dios mío»! Nosotros debemos dejarnos herir por él.
Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar sólo la fatiga diaria que a nosotros, como hijos de Adán, se nos ha impuesto. Pero si abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes. Al aumentar el peso de la responsabilidad, el Señor ha traído también nueva ayuda a mi vida. Constato siempre con alegría y gratitud cuán grande es el número de los que me sostienen con su oración; de los que con su fe y su amor me ayudan a desempeñar mi ministerio; de los que son indulgentes con mi debilidad, reconociendo también en la sombra de Pedro la luz benéfica de Jesucristo. Por eso, en esta hora, quisiera dar gracias de corazón al Señor y a todos vosotros.
Quisiera concluir esta homilía con la oración del santo Papa León Magno, la oración que, precisamente hace treinta años, escribí sobre el recordatorio de mi consagración episcopal: «Pedid a nuestro buen Dios que fortalezca la fe, incremente el amor y aumente la paz en nuestros días. Que me haga a mí, su humilde siervo, idóneo para su tarea y útil para vuestra edificación, y me conceda prestar un servicio tal que, junto con el tiempo que se me conceda, crezca mi entrega. Amén».
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]