MÉXICO, lunes, 2 abril 2007 (ZENIT.org-El Observador).- Publicamos el segundo de una serie de tres artículos que ha escrito Rodrigo Guerra López, director del «Observatorio social» del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en el segundo aniversario del fallecimiento de Karol Wojtyla con el título: « Juan Pablo II: amar a la Iglesia también hoy».
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¿Es posible mantener fidelidad a Cristo y no ser fiel a la Iglesia? ¿Es posible ser fiel a la Iglesia y no ser fiel a los sucesores de los Apóstoles? ¿Es posible la fidelidad al Papa y no ser fiel a los obispos? Todas estas preguntas tienen una respuesta compleja que involucra muchos elementos fundamentales de la fe y de la constitución de la Iglesia como Misterio. Sin embargo, toda esta complejidad posee un punto de resolución y esclarecimiento: el método que Dios ha escogido para salvar a los hombres.

En efecto, el método de Dios es la Encarnación: asumir todo lo humano de cada ser humano dentro de sí.

Es fácil no caer en cuenta sobre lo que significa este método: la Encarnación no es la mera asunción genérica de “lo humano” en Dios, sino la asunción concreta de tu vida y la mía, con todas sus particularidades y fragilidades, en Cristo. Juan Pablo II en Redemptor hominis nos decía a este respecto: “en este camino por el que Cristo se une a todo hombre, la Iglesia no puede ser detenida por nadie” (RH 13). De hecho “el cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas y particularmente en la nuestra es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo” (RH 10), es decir, recuperar cotidianamente la conciencia de que toda alegría y toda limitación en nuestra historia personal y colectiva se encuentra acompañada y abrazada por un Acontecimiento de comunión que no claudica.

Los sucesores de los Apóstoles no escapan a esta misma situación. Basta mirar las referencias a Pedro en los Evangelios de Marcos y de Mateo para mirar que la fragilidad permanece en aquellos que ha sido escogidos como Pastores y particularmente en Aquel que es custodio de la unidad de la Iglesia. Si Jesús no hubiera pensado realmente en una Iglesia, como sostienen algunos, todo el discurso que encontramos sobre el significado de Pedro en los Evangelios, sería una reconstrucción justificatoria tardía, y por lo tanto, no debería ser tomada en serio. Si en cambio Jesús pensó en su Ecclesia, tal y como aparece con este mismo término, por ejemplo en Mt (capítulos 16 y 18), el escenario es otro: los sucesores de los Apóstoles, y Pedro en particular, poseen una “potestas” que existe como realidad objetiva. La santidad personal (subjetiva) del obispo afectará, sin dudas, el ejercicio de la “potestas” pero ya no la realidad que el sacramento del orden operó en él. El poder de los obispos existe por decisión de Jesús hasta el punto que el hecho de poseerlo escapa a la voluntad de quien lo recibe, es decir, no puede hacerlo desaparecer: es “inamisible”. La misión de este “poder” no es de orden político sino que consiste en hacer presente en la historia la salvación que trajo Cristo. Por su naturaleza sacramental el “poder” de los obispos es condición para la existencia plena de la “communio” que es la Iglesia.

Así las cosas, la fidelidad a Cristo es inseparable de la unidad al obispo y al Papa.
Más aún, la Iglesia no es verdadera comunión en Jesús, si la manera como Jesús mismo asume nuestra fragilidad no es respetada y cuidada con celo. Esta manera de asumir “nuestra” fragilidad implica precisamente la asunción de la fragilidad de los obispos en Cristo y el ministerio que aún así El les confía. Juan Pablo II, particularmente conciente de este punto, escribió en el año 2003 la Exhortación Postsinodal Pastores gregis. En ella, con gran claridad recuerda a los obispos la urgencia de corresponder a la santidad objetiva conferida en la ordenación con verdadera santidad subjetiva. Para ello, el Papa les recuerda ampliamente que han de ser radicalmente castos, obedientes y pobres. Esto quiere decir que no es admisible que un sucesor de los Apóstoles viva de manera mundana asumiendo criterios y estilos de vida distintos de los que caracterizan a Jesús. El pueblo de Dios siempre percibe cuando un obispo vive con coherencia su ministerio. La santidad personal no se puede fingir o sustituir por nada.

Ahora bien, ¿la fidelidad a la Iglesia, a los obispos y al Papa descansa en su santidad subjetiva? ¿Sólo cuando existe coherencia perfecta en los Pastores de la Iglesia estos merecen ser amados con fidelidad? A lo largo de la historia muchas personas y movimientos han creído que la verdadera Iglesia de Jesucristo es aquella en la que la pureza y la perfección resplandecen al máximo de sus posibilidades. Casi todas las herejías tienen en común precisamente este planteamiento. Si nos fijamos, esta tesis pone en cuestión la Encarnación, es decir, la certeza sobre la radicalidad de la inmersión de Dios mismo al interior de la condición humana. La verdadera Iglesia de Jesús no es una secta de “puros”, de “perfectos” sino el lugar privilegiado donde los pecadores podemos encontrar una Amistad que nos reconstruya con su perdón. La Iglesia es la experiencia empírica de que existe un Amor más grande que nuestra fragilidad que nos espera siempre (particularmente en el sacramento de la reconciliación).

¿Qué significa esto para el tema que nos ocupa? Cuando al Papa le decimos “su Santidad” o al obispo le reconocemos una especial autoridad lo hacemos primariamente por el Misterio que se opera en ellos a través de su limitación. Por ello, la fidelidad al papado es siempre fidelidad a “éste Papa en concreto”; la fidelidad “a los obispos” es fidelidad a “éste obispo en concreto”. La fidelidad mencionada, en una palabra, es siempre fidelidad a Cristo que con eficacia actúa en medio de la historia a través de instrumentos limitados o limitadísimos – si se quiere –.

Cuando un Papa, como Juan Pablo II, además ha vivido de manera extraordinaria la docilidad a la gracia toda esta cuestión se vuelve especialmente transparente. La santidad subjetiva de Karol Wojtyla es una ayuda pedagógica para entender que el amor al Papa no puede agotarse en “un Papa” sino que se debe extender al actual Pontífice. La vida santa de Juan Pablo II muestra las razones por las que es preciso acompañar con el pensamiento y el corazón también hoy a Benedicto XVI y a los obispos en general: Cristo es siempre más grande que nosotros, Cristo no abandona a su Iglesia.

La fidelidad a la Iglesia, al Papa y a los obispos es una misma fidelidad a Cristo.

Tener un Papa santo es una invitación a perseverar en este camino. No es válido, por tanto, pretender ser fiel a Cristo haciendo a la Iglesia a un lado, ser fiel al Papa ignorando en concreto al colegio episcopal, apreciar la colegialidad sin Pedro. Tampoco es válido suponer que en ello basta una suerte de fidelidad intelectual genérica al Magisterio. La fidelidad intelectual a un cierto contenido es apenas el comienzo de la fidelidad real que ha de pasar por el corazón y por gestos concretos que expresen de manera igualmente concreta que no fragmentamos el Misterio de la Iglesia de acuerdo a nuestros gustos particulares, sino que lo aceptamos integralmente como Don inmerecido, aún cuando esto conlleve momentos de sufrimiento, de incomprensión, de soledad.

Algunos piensan que la fidelidad es una suerte de sometimiento de la libertad a la lógica del poder – en este caso, eclesiástico –. Desde esta actitud, emerge un “complejo anti-romano”, “anti-eclesial” aparentemente justificado. Dado que existen juegos de poder entre algunos prelados, se justificaría el distanciamiento existencial del Papa y de los obispos. Más aún, se justificaría el distanciamiento de la Iglesia como institución. Es evidente que cuando la Iglesia es interpretada como institución de poder, no puede más que generar una repugnancia de este tipo. Sin embargo, son precisamente los santos los que nos muestran que el criterio hermenéutico principal para aproximarse a la Iglesia no es el poder político.

En el segundo aniversario de la muerte del Papa Juan Pablo II es preciso que todos miremos en su persona una ocasión para reaprender a amar a la Iglesia real – con todas sus peculiaridades – también hoy. Esto no significa ser ciegos a las deficiencias humanas que siempre existen. Al contrario, lo que significa es tener puesta la mirada en aquello que prevalece aún sobre la muerte y el pecado, y que en Juan Pablo II encontró una especial ocasión de verificación.