Predicador del Papa: «Bienaventurados los misericordiosos»

Cuarta predicación de Cuaresma al Papa y a la Curia

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CIUDAD DEL VATICANO , viernes, 30 marzo 2007 (ZENIT.org).- «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia – Las bienaventuranzas evangélicas» es el tema de la cuarta y última predicación de Cuaresma que, ante Benedicto XVI y la Curia, pronunció este viernes el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap., predicador de la Casa Pontificia.

Ofrecemos íntegramente el texto de dicha predicación.

Las tres anteriores se publicaron en Zenit, respectivamente, los días 9, 16 y 23 de marzo.

* * *

P. Raniero Cantalamessa

«BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS
PORQUE ELLOS ALCANZARÁN MISERICORDIA»

Cuarta Predicación de Cuaresma a la Casa Pontificia

1. La misericordia de Cristo

La bienaventuranza sobre la que deseamos reflexionar en esta última meditación cuaresmal es la quinta, según el orden de Mateo: «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia». Partiendo, como siempre, de la afirmación de que las bienaventuranza son el autorretrato de Cristo, también esta vez nos planteamos enseguida la pregunta: ¿cómo vivió Jesús la misericordia? ¿Qué nos dice su vida sobre esta bienaventuranza?

En la Biblia, la palabra misericordia se presenta con dos significados fundamentales: el primero indica la actitud de la parte más fuerte (en la alianza, Dios mismo) hacia la parte más débil y se expresa habitualmente en el perdón de las infidelidades y de las culpas; el segundo indica la actitud hacia la necesidad del otro y se expresa en las llamadas obras de misericordia. (En este segundo sentido el término se repite con frecuencia en el libro de Tobías). Existe, por así decirlo, una misericordia del corazón y una misericordia de las manos.

En la vida de Jesús resplandecen las dos formas. Él refleja la misericordia de Dios hacia los pecadores, pero se conmueve también de todos los sufrimientos y necesidades humanas, interviene para dar de comer a la multitud, curar a los enfermos, liberar a los oprimidos. De Él el evangelista dice: «Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17).

En nuestra bienaventuranza el sentido que prevalece es ciertamente el primero, el del perdón y de la remisión de los pecados. Lo deducimos por la correspondencia entre la bienaventuranza y su recompensa: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia», se entiende ante Dios, que perdonará sus pecados. La frase: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso», se explica inmediatamente con «perdonad y seréis perdonados» (Lc 6, 36-37).

Es conocida la acogida que Jesús reserva a los pecadores en el Evangelio y la oposición que ello le procuró por parte de los defensores de la ley, quienes le acusaban de ser «un comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34). Uno de los dichos históricamente mejor atestiguados de Jesús es: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). Sintiéndose por Él acogidos y no juzgados, los pecadores le escuchaban gustosamente.

Pero ¿quiénes eran los pecadores? ¿A quién se indicaba con este término? En línea con la tendencia actualmente difundida de disculpar del todo a los fariseos del Evangelio, atribuyendo la imagen negativa a forzamientos posteriores de los evangelistas, alguien ha sostenido que con este término se comprenden «los transgresores deliberados e impenitentes de la ley» [1]; en otras palabras, los delincuentes comunes y los fuera de la ley del tiempo.

Si así fuera, los adversarios de Jesús efectivamente tenían razón en escandalizarse y considerarle persona irresponsable y socialmente peligrosa. Sería como si hoy un sacerdote frecuentara habitualmente a mafiosos, camorristas y criminales en general, y aceptara sus invitaciones a comer con el pretexto de hablarles de Dios.

En realidad las cosas no son así. Los fariseos tenían una visión propia de la ley y de lo que es conforme o contrario a ella, y consideraban réprobos a todos aquellos que no eran conformes a su praxis. Jesús no niega que exista el pecado y que haya pecadores; no justifica los fraudes de Zaqueo o el adulterio de una mujer. El hecho de llamarles «enfermos» lo demuestra.

Lo que Jesús condena es establecer por uno mismo cuál es la verdadera justicia y considerar a todos los demás «ladrones, injustos y adúlteros», negándoles hasta la posibilidad de cambiar. Es significativo el modo en que Lucas introduce la parábola del fariseo y del publicano: «Dijo entonces a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola» (Lc 18, 9). Jesús era más severo hacia quieres, despectivos, condenaban a los pecadores, que hacia los pecadores mismos [2].

2. Un Dios que se complace en tener misericordia

Jesús justifica su conducta hacia los pecadores diciendo que así actúa el Padre celestial. A sus detractores les recuerda la palabra de Dios en los profetas: «Misericordia quiero, y no sacrificios» (Mt 9, 13). La misericordia hacia la infidelidad del pueblo, la hesed, es el rasgo más sobresaliente del Dios de la Alianza y llena la Biblia de un extremo a otro. Un Salmo lo repite en forma de letanía, explicando con ella todos los eventos de la historia de Israel: «Porque eterna es su misericordia» (Sal 136).

Ser misericordiosos se presenta así como un aspecto esencial del ser «a imagen y semejanza de Dios». «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36) es una paráfrasis del famoso: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 2).

Pero lo más sorprendente, acerca de la misericordia de Dios, es que Él experimenta alegría en tener misericordia. Jesús concluye la parábola de la oveja perdida diciendo: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7). La mujer que encontró la dracma perdida grita a sus amigas: «Alegraos conmigo». En la parábola del hijo pródigo además la alegría desborda y se convierte en fiesta, banquete.

No se trata de un tema aislado, sino profundamente enraizado en la Biblia. En Ezequiel Dios dice: «Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino (¡me complazco!) en que el malvado se convierta de su conducta y viva» (Ez 33,11). Miqueas dice que Dios «se complace en tener misericordia» (Mi 7,18), esto es, experimenta gozo al hacerlo.

¿Pero por qué –surge la cuestión- una oveja debe contar, en la balanza, igual que todas las demás juntas, e importar más precisamente porque se ha escapado y ha creado más problemas? Una explicación convincente la he encontrado en el poeta Charles Péguy. Extraviándose, aquella oveja, igual que el hijo menor, hizo temblar el corazón de Dios. Dios temió perderla para siempre, verse obligado a condenarla y privarse de ella eternamente. Este miedo hizo brotar la esperanza en Dios y la esperanza, una vez realizada, provocó la alegría y la fiesta. «Toda penitencia del hombre es la coronación de una esperanza de Dios» [3]. Es un lenguaje figurado, como todo lo que hablamos de Dios, pero contiene una verdad.

En los hombres la condición que hace posible la esperanza es el hecho de que no conocemos el futuro y por ello lo esperamos; en Dios, que conoce el futuro, la condición es que no quiere (y, en cierto sentido, no puede) realizar lo que desea sin nuestro permiso. La libertad humana explica la existencia de la esperanza en Dios.

¿Qué decir entonces de las noventa y nueve ovejas juiciosas y del hijo mayor? ¿No existe ninguna alegría en el cielo por ellos? ¿Vale la pena vivir toda la vida como buenos cristianos? Recordemos qué responde el Pad
re al hijo mayor: «Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31). El error del hijo mayor está en considerar que haberse quedado siempre en casa y haber compartido todo con el Padre no es un privilegio inmenso, sino un mérito; se comporta como mercenario más que como hijo. (Esto debería ser una alerta para todos nosotros, que, por estado de vida, ¡nos encontramos en la misma situación que el hijo mayor!).

Sobre este punto la realidad ha sido mejor que la parábola misma. En la realidad, el hijo mayor –el Primogénito del Padre, el Verbo-, no se quedó en la casa paterna; Él se fue a «una región lejana» a buscar al hijo menor, esto es, la humanidad caída; ha sido Él quien le ha reconducido a casa, quien le ha procurado vestidos nuevos y le ha preparado un banquete al que puede sentarse en cada Eucaristía.

En una novela suya, Dostoiewski describe una escena que tiene todo el ambiente de una imagen real. Una mujer del pueblo tiene en brazos a su niño de pocas semanas, cuando éste –por primera vez, dice ella- le sonríe. Compungida, se hace el signo de la cruz y a quien le pregunta el por qué de ese gesto le responde: «De igual manera que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón» [4].

3. Nuestra misericordia, ¿causa o efecto de la misericordia de Dios?

Jesús dice «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» y en el Padre Nuestro nos hace orar: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Dice también: «Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 15). Estas frases podrían llevar a pensar que la misericordia de Dios hacia nosotros es un efecto de nuestra misericordia hacia los demás, y que es proporcional a ella.

Si así fuera en cambio estaría completamente del revés la relación entre gracia y buenas obras, y se destruiría el carácter de pura gratuidad de la misericordia divina solemnemente proclamado por Dios ante Moisés: «Realizaré gracia a quien quiera hacer gracia y tendré misericordia de quien quiera tener misericordia» (Ex 33,19).

La parábola de los dos siervos (Mt 18, 23 ss,) es la clave para interpretar correctamente la relación. En ella se ve cómo es el señor quien, en primer lugar, sin condiciones, perdona una deuda enorme al siervo (¡diez mil talentos!) y que es precisamente su generosidad la que debería haber impulsado al siervo a tener piedad de quien le debía la mísera suma de cien denarios.

Debemos, entonces, tener misericordia porque hemos recibido misericordia, no para recibir misericordia; pero hay que tener misericordia, si no la misericordia de Dios no tendrá efecto en nosotros y nos será retirada, como el señor de la parábola la retiró al siervo despiadado. La gracia «previene» siempre y es ella la que crea el deber: «Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros», escribe San Pablo a los Colosenses (Col 3, 13).

Si, en la bienaventuranza, la misericordia de Dios hacia nosotros parece tener el efecto de nuestra misericordia hacia los hermanos, es porque Jesús se sitúa aquí en la perspectiva del juicio final («alcanzarán misericordia», ¡en futuro!). «Tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio» (St 2, 13).

4. Experimentar la misericordia divina

Si la misericordia divina está en el inicio de todo y es ella la que exige y hace posible la misericordia de los unos con los otros, entonces lo más importante para nosotros es tener una experiencia renovada de la misericordia de Dios. Nos estamos acercando a la Pascua y esta es la experiencia pascual por excelencia.

El escritor Franz Kafka tiene una novela titulada «El Proceso». En ella se habla de un hombre que un día, sin que nadie sepa por qué, es declarado en detención, si bien continúa con su vida acostumbrada y su trabajo de modesto empleado. Empieza una extenuante búsqueda para conocer los motivos, el tribunal, las imputaciones, los procedimientos. Pero nadie sabe decirle nada; sólo que existe verdaderamente un proceso en su contra. Hasta que un día vengan a llevárselo para la ejecución de la sentencia.

En el curso del suceso se va conociendo que habría, para este hombre, tres posibilidades: la absolución auténtica, la absolución aparente y el aplazamiento. La absolución aparente y el aplazamiento, sin embargo, no resolverían nada; servirían sólo para mantener al imputado en una incertidumbre mortal para toda la vida. En la absolución auténtica, en cambio, «las actas procesales deben ser completamente suprimidas, desaparecen del todo del proceso, no sólo la acusación, sino también el proceso y hasta la sentencia se destruyen, todo es destruido».

Pero de estas absoluciones auténticas, tan suspiradas, no se sabe que haya habido jamás ninguna; hay sólo rumores al respecto, nada más que «bellísimas leyendas». La obra concluye así, como todas las del autor: algo que se entrevé de lejos, se persigue con afán como en una pesadilla nocturna, pero sin posibilidad alguna de alcanzarlo [5].

En Pascua la liturgia de la Iglesia nos transmite la increíble noticia de que la absolución auténtica existe para el hombre, no es sólo una leyenda, algo bellísimo pero inalcanzable. Jesús ha destruido «la nota de cargo que había contra nosotros; y la suprimió clavándola en la cruz» (Col 2, 14). Ha destruido todo. «Ninguna condenación pesa ya para los que están en Cristo Jesús» (Rm 8, 1). ¡Ninguna condenación! ¡De ningún tipo! ¡Para los que creen en Cristo Jesús!

En Jerusalén había una piscina milagrosa y el primero que se arrojaba dentro, cuando las aguas se agitaban, se sanaba (v. Jn 5, 2 ss.). En cambio la realidad, también aquí, es infinitamente mayor que el símbolo. De la cruz de Cristo ha brotado la fuente de agua y sangre, y no uno solo, sino todos los que se arrojen dentro salen curados.

Después del bautismo, esta piscina milagrosa es el sacramento de la Reconciliación, y esta última meditación desearía servir precisamente como preparación a una buena confesión pascual. Una confesión «fuera de serie», o sea, distinta a las acostumbradas, en la que permitamos de verdad al Paráclito «convencernos de pecado». Podríamos tomar como espejo las bienaventuranzas meditadas en Cuaresma, comenzando ahora y repitiendo juntos la expresión tan antigua y tan bella: ¡Kyrie eleison!, ¡Señor, ten piedad!

«Bienaventurados los puros de corazón»: Señor, reconozco toda la impureza y la hipocresía que hay en mi corazón; tal vez, la doble vida que llevo ante Ti y los demás. ¡Kyrie eleison!

«Bienaventurados los mansos»: Señor, te pido perdón por la impaciencia y la violencia oculta que existe dentro de mí, por los juicios temerarios, el sufrimiento que he provocado a las personas a mi alrededor… ¡Kyrie eleison!

«Bienaventurados los que tienen hambre»: Señor, perdona mi indiferencia hacia los pobres y los hambrientos, mi continua búsqueda de comodidad, mi estilo de vida aburguesada… ¡Kyrie eleison!

«Bienaventurados los misericordiosos»: Señor, frecuentemente he pedido y he recibido a la ligera tu misericordia, ¡sin darme cuenta de a qué precio me la has procurado! A menudo he sido el siervo perdonado que no sabe perdonar: ¡Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad!

Hay una gracia especial cuando no es sólo el individuo, sino toda la comunidad la que se pone ante Dios en esta actitud penitencial. De una experiencia profunda de la misericordia de Dios se sale renovados y llenos de esperanza: «Dios, rico de misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntame
nte con Cristo» (Ef 2, 4-5).

5. Una Iglesia «rica en misericordia»

En su mensaje para la Cuaresma de este año, el Santo Padre escribe: «Que la Cuaresma sea para todos los cristianos una experiencia renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que también nosotros cada día debemos «volver a dar» al prójimo». Así es la misericordia, la forma que el amor de Dios toma ante el hombre pecador: tras haber tenido esta experiencia, debemos, a nuestra vez, mostrarla con los hermanos. Ello tanto en el nivel de la comunidad eclesial como en el nivel personal.

Predicando los ejercicios espirituales a la Curia Romana desde esta misma mesa en el Año Jubilar 2000, el cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân, aludiendo al rito de apertura de la Puerta Santa, dijo en una meditación: «Sueño una Iglesia que sea una «Puerta Santa», abierta, que abrace a todos, que esté llena de compasión y comprensión por todos los sufrimientos de la humanidad, tendida a consolarla» [6].

La Iglesia del Dios «rico en misericordia», dives in misericordia , no puede no ser ella misma dives in misericordia. De la actitud de Cristo hacia los pecadores examinada antes deducimos algunos criterios. Él no hace trivial el pecado, pero encuentra el modo de no alejar jamás a los pecadores, sino más bien de atraerlos hacia sí. No ve en ellos sólo lo que son, sino aquello en lo que se pueden convertir si son tocados por la misericordia divina en lo profundo de su miseria y desesperación. No espera a que acudan a Él; frecuentemente es Él quien va a buscarles.

Actualmente los exégetas están bastante de acuerdo en admitir que Jesús no tenía una actitud hostil hacia la ley mosaica, que Él mismo observaba escrupulosamente. Lo que le situaba en oposición con la élite religiosa de su tiempo era una cierta manera rígida y a veces inhumana en que interpretaban la ley. «El sábado es para el hombre -decía-, no el hombre para el sábado» (Mc 2,27), y lo que dice del descanso sabático, una de las leyes más sagradas en Israel, vale para cualquier otra ley.

Jesús es firme y riguroso en los principios, pero sabe cuándo un principio debe ceder paso a un principio superior que es el de la misericordia de Dios y la salvación del hombre. Cómo estos criterios que se desprenden de la actitud de Cristo pueden aplicarse concretamente a los problemas nuevos que se presentan en la sociedad, depende de la paciente búsqueda y en definitiva del discernimiento del Magisterio. También en la vida de la Iglesia, como en la de Jesús, deben resplandecer juntas la misericordia de las manos y la del corazón, tanto las obras de misericordia como las «entrañas de misericordia».

6. «Revestíos de entrañas de misericordia»

La última palabra a propósito de cada bienaventuranza debe ser siempre la que afecta personalmente e impulsa a cada uno de nosotros a la conversión y a la práctica. San Pablo exhortaba a los Colosenses con estas palabras:

«Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3, 12-13).

«Los seres humanos –decía San Agustín- somos como vasos de arcilla, que solo con rozarse, se hacen daño (lutea vasa quae faciunt invicem angustias)» [7]. No se puede vivir en armonía, en la familia y en cualquier otro tipo de comunidad, sin la práctica del perdón y de la misericordia recíproca. Misericordia es una palabra compuesta por misereo y cor; significa conmoverse en el propio corazón del sufrimiento o el error del hermano. Es así que Dios explica su misericordia frente a las desviaciones del pueblo: «Mi corazón está en mí conmovido, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11,8).

Se trata de reaccionar con el perdón y, hasta donde es posible, con la excusa, no con la condena. Cuando se trata de nosotros, vale el dicho: «Quien se excusa, Dios lo acusa; quien se acusa, Dios lo excusa»; cuando se trata de los demás ocurre lo contrario: «Quien excusa al hermano, Dios lo excusa a él; quien acusa al hermano, Dios lo acusa a él».

El perdón es para una comunidad lo que es el aceite para el motor. Si uno sale en coche sin una gota de aceite en el motor, en pocos kilómetros todo se incendiará. Como el aceite, también el perdón resuelve las fricciones. Hay un Salmo que canta el gozo de vivir juntos como hermanos reconciliados; dice esto: «es como ungüento fino en la cabeza», que baja por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras (v. Sal 133).

Nuestro Aarón, nuestro Sumo sacerdote, dirían los Padres de la Iglesia, es Cristo; la misericordia y el perdón es el ungüento que desciende de esta «cabeza» elevada en la cruz y se extiende a lo largo del cuerpo de la Iglesia hasta la orla de sus vestidos, hasta aquellos que viven en sus orillas. Donde se vive así, en el perdón y en la misericordia recíproca, «el Señor da su bendición y la vida para siempre».

Procuremos identificar, en nuestras relaciones con los demás, la que parezca más necesitada de recibir el ungüento de la misericordia y de la reconciliación, y volquémoslo silenciosamente, con abundancia, por la Pascua. Unámonos a nuestros hermanos ortodoxos, que en Pascua no se cansan de cantar:

«¡Es el día de la Resurrección!
Irradiamos gozo por la fiesta,
abracémonos todos.
Digamos hermano también a quien nos odia,
perdonemos todo por amor a la Resurrección»
[8].

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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[1] Cf. E.P. Sanders, Jesus and Judaism, London 1985, p. 385 (Trad. ital. Gesù e il giudaismo, Genova 1992).
[2] Cf. J.D.G. Dunn, Gli albori del cristianesimo, I, 2, Brescia 2006, pp.567-572.
[3] Ch. Péguy, Il portico del mistero della seconda virtù, in Oeuvres poétiques complètes, Gallimard, Parigi 1975, pp. 571 ss.
[4] F. Dostoevskij, L’Idiota, Milano 1983, p. 272.
[5] F. Kafka, Il processo, Garzanti, Milano 1993, pp. 129 ss.
[6] F.X. Van Thuan, Testimoni della speranza, Città Nuova, Roma 2000, p.58.
[7] S. Agostino, Sermoni, 69, 1 (PL 38, 440)
[8] Stichirà di Pasqua, testi citati in G. GHARIB, Le icone festive della Chiesa Ortodossa, Milano 1985, pp. 174-182.

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ZENIT Staff

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