CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 28 enero 2007 (ZENIT.org).- El secretario personal de Juan Pablo II, el cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo de Cracovia, colaborador suyo durante cuarenta años, acaba de publicar un libro de sus memorias, a partir de una serie de entrevistas con el periodista Gian Franco Svidercoschi, que se titula «Una vida con Karol». En español será editado por la «Esfera de los libros». Adelantamos un pasaje del capítulo 35 sobre sus últimos momentos en la tierra.
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Eran las 21:37 horas. Habíamos percibido que el Santo Padre había dejado de respirar, pero sólo en aquel momento vimos en el monitor que su gran corazón, después de haber latido por unos instantes, se había detenido. El doctor Buzzonetti se inclinó sobre él y, alzando apenas la mirada, musitó: «Ha pasado a la Casa del Señor». Alguien detuvo las manecillas del reloj a aquella hora.
Nosotros, como si lo hubiésemos decidido todos a la vez, comenzamos a cantar el Te Deum. No el Requiem, porque no era un luto, sino el Te Deum, como agradecimiento al Señor por el don que nos había dado, el don de la persona del Santo Padre, de Karol Wojtyla.
Llorábamos. ¡Cómo se podía no llorar! Eran, a la vez, lágrimas de dolor y de alegría. Fue entonces cuando se encendieron todas las luces de la casa. Después, no recuerdo más. Era como si, de repente, hubiesen caído las tinieblas. Las tinieblas sobre mí, dentro de mí. Sabía que aquello había sucedido, pero era como si, después, me negase a aceptarlo, o me negase a entenderlo. Me ponía en las manos del Señor, pero en cuanto creía tener el corazón sereno, retornaba la oscuridad. Hasta que llegó el momento de la despedida. Estaba toda aquella gente. Todas las personas importantes que habían venido de lejos. Pero, sobre todo, estaba su pueblo; estaban sus jóvenes. En la Plaza de San Pedro había una gran luz; y ahora volvió también dentro de mí.
Concluida la homilía, el cardenal Ratzinger hizo aquella alusión a la ventana, y dijo que él estaba seguramente allí, viéndonos, bendiciéndonos. También yo me volví, no pude menos de volverme, pero no elevé mi mirada hacia allí. Al final, cuando llegamos a las puertas de la Basílica, los que llevaban el féretro lo giraron lentamente, como para permitirle una última mirada hacia su Plaza. La despedida definitiva de los hombres, del mundo. ¿También su última despedida de mí? No, de mí no. En aquel momento, no pensaba en mí. Viví ese momento junto a muchos otros, y todos estábamos sacudidos, turbados, pero para mí fue algo que no podré olvidar jamás. Entre tanto, el cortejo estaba entrando en la Basílica; debían llevar el féretro a la tumba. Entonces, justo entonces, me vino pensar: lo he acompañado durante casi cuarenta años, primero doce en Cracovia, después veintisiete en Roma. Siempre estuve con él, a su lado. Ahora, en el momento de la muerte, él caminaba solo. Y este hecho, el no haber podido acompañarlo, me dolió mucho. Sí, todo esto es verdad, pero él no nos ha dejado. Sentimos su presencia, y también tantas gracias obtenidas a través de él.
[Pasaje publicado con el permiso de Rizzoli. Traducción realizada por Alfa y Omega]