El encuentro con Cristo. «La reconciliación es la belleza de Dios» (IV)

Carta Pastoral del arzobispo de Chieti-Vasto, Bruno Forte

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CHIETI, lunes, 20 febrero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la última parte de la carta para el año pastoral 2005/2006 que ha escrito a monseñor Bruno Forte, arzobispo de Chieti-Vasto, miembro de la Comisión Teológica Internacional, sobre el tema «La reconciliación y la belleza de Dios». Un anexo a esta carta será publicada por Zenit este martes.

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8. El encuentro con Cristo, muerto y resucitado por nosotros
En relación al Hijo, el sacramento de la reconciliación nos ofrece la alegría del encuentro con Él, el Señor crucificado y resucitado, que, a través de su Pascua nos da la vida nueva, infundiendo su Espíritu en nuestros corazones. Este encuentro se realiza mediante el itinerario que lleva a cada uno de nosotros a confesar nuestras culpas con humildad y dolor de los pecados y a recibir con gratitud plena de estupor el perdón. Unidos a Jesús en su muerte de Cruz, morimos al pecado y al hombre viejo que en él ha triunfado. Su sangre, derramada por nosotros nos reconcilia con Dios y con los demás, abatiendo el muro de la enemistad que nos mantenía prisioneros de nuestra soledad sin esperanza y sin amor. La fuerza de su resurrección nos alcanza y transforma: el resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con una fe nueva, que nos abre los ojos y nos hace capaces de reconocerle junto a nosotros y reconocer su voz en quien tiene necesidad de nosotros. Toda nuestra existencia de pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la angustia, liberada del peso de la culpa, confirmada en los dones de Dios y renovada en la potencia de su Amor victorioso. Liberados por el Señor Jesús, estamos llamados a vivir como Él libres del miedo, de la culpa y de las seducciones del mal, para realizar obras de verdad, de justicia y de paz.

9. La vida nueva del Espíritu
Gracias al don del Espíritu que infunde en nosotros el amor de Dios (Cf. Romanos 5,5), el sacramento de la reconciliación es fuente de vida nueva, comunión renovada con Dios y con la Iglesia, de la que precisamente el Espíritu es el alma y la fuerza de cohesión. El Espíritu empuja al pecador perdonado a expresar en la vida la paz recibida, aceptando sobre todo las consecuencias de la culpa cometida, la llamada «pena», que es como el efecto de la enfermedad representada por el pecado, y que hay que considerarla como una herida que curar con el óleo de la gracia y la paciencia del amor que hemos de tener hacia nosotros mismos. El Espíritu, además, nos ayuda a madurar el firme propósito de vivir un camino de conversión hecho de empeños concretos de caridad y de oración: el signo penitencial requerido por el confesor sirve justamente para expresar esta elección. La vida nueva, a la que así renacemos, puede demostrar más que cualquier otra cosa la belleza y la fuerza del perdón invocado y recibido siempre de nuevo («perdón» quiere decir justamente don renovado: ¡perdonar es dar infinitamente!) Te pregunto entonces: ¿por qué prescindir de un regalo tan grande? Acércate a la confesión con corazón humilde y contrito y vívela con fe: te cambiará la vida y dará paz a tu corazón. Entonces, tus ojos se abrirán para reconocer los signos de la belleza de Dios presentes en la creación y en la historia y te surgirá del alma el canto de alabanza.

Y también a ti, sacerdote que me lees y que, como yo, eres ministro del perdón, querría dirigir una invitación que me nace del corazón: está siempre pronto –a tiempo y a destiempo–, a anunciar a todos la misericordia y a dar a quien te lo pide el perdón que necesita para vivir y morir. Para aquella persona, ¡podría tratarse de la hora de Dios en su vida!

10. ¡Dejémonos reconciliar con Dios!
La invitación del apóstol Pablo se convierte, así, también en la mía: lo expreso sirviéndome de dos voces distintas. La primera, es la de Friedrich Nietzsche, que, en su juventud, escribió palabras apasionadas, signo de la necesidad de misericordia divina que todos llevamos dentro: «Una vez más, antes de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al quedarme solo, elevo mis manos a Ti, en quien me refugio, a quien desde lo profundo del corazón he consagrado altares, para que cada hora tu voz me vuelva a llamar… Quiero conocerte, a Ti, el Desconocido, que penetres hasta el fondo del alma y como tempestad sacudas mi vida, tú que eres inalcanzable y sin embargo semejante a mí! Quiero conocerte y también servirte» («Scritti giovanili», «Escritos Juveniles» I, 1, Milán 1998, 388). La otra voz es la que se atribuye a san Francisco de Asís, que expresa la verdad de una vida renovada por la gracia del perdón: «Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe. Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar». Son éstos los frutos de la reconciliación, invocada y acogida por Dios, que auguro a todos vosotros que me leéis. Con este augurio, que se hace oración, os abrazo y bendigo uno a uno.

+ Bruno, vuestro padre en la fe

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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