CIUDAD DEL VATICANO, 20 mayo 2002 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación el mensaje de Juan Pablo II para la próxima Jornada Misionera Mundial (Domund), que se celebrará el próximo domingo 20 de octubre con el lema «La misión es anuncio de perdón».
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Queridísimos Hermanos y Hermanas:
1. La misión evangelizadora de la Iglesia es esencialmente anuncio del amor, de la misericordia y del perdón de Dios, revelados a los hombres mediante la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. Es la proclamación de la gozosa noticia de que Dios nos ama y quiere que estemos todos unidos en su amor misericordioso, perdonándonos y pidiendo perdón a los demás, incluso las ofensas más graves. Esta es la Palabra de la reconciliación que nos ha sido confiada porque, como afirma san Pablo, «en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra de reconciliación» (2 Corintios 5,19). Estas palabras hacen eco y recuerdan el supremo anhelo del corazón de Cristo en la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34).
He aquí, pues, una síntesis de los contenidos fundamentales de la Jornada Misionera Mundial, que celebraremos el domingo 20 de octubre próximo, dedicada al estimulante tema: «La misión es anuncio de perdón». Se trata de un acontecimiento que se repite cada año, pero que no pierde con el pasar del tiempo su significado e importancia, porque la misión constituye nuestra respuesta al supremo mandato de Jesús: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes…enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mateo 28,19).
2. Al inicio del tercer milenio cristiano se impone con mayor urgencia el deber de la misión, porque, como recordé ya en la encíclica «Redemptoris missio», «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado. Para esta humanidad inmensa, tan amada por el Padre que por ella envió a su propio Hijo, es patente la urgencia de la misión» (n. 3).
Con el gran apóstol y evangelizador san Pablo, queremos repetir: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!… es una misión que se me ha confiado» (1 Corintios 9,16-17). Sólo el amor de Dios, capaz de hermanar a los hombres de toda raza y cultura, podrá hacer desaparecer las dolorosas divisiones, los contrastes ideológicos, las desigualdades económicas y los violentos atropellos que oprimen todavía a la humanidad.
Son bien conocidas las horribles guerras y revoluciones que han ensangrentado el siglo apenas transcurrido, y los conflictos que, desgraciadamente, continúan afligiendo al mundo de modo casi endémico. Esto no hace olvidar, al mismo tiempo, el anhelo de muchos hombres y mujeres que, aun viviendo en gran pobreza espiritual y material, experimentan gran sed de Dios y de su amor misericordioso. La invitación del Señor a anunciar la Buena Nueva sigue siendo válida hoy, más aún, se hace cada vez más urgente.
3. En la carta apostólica «Novo millennio ineunte» subrayé la importancia de la contemplación del rostro doliente y glorioso de Cristo. El corazón del mensaje cristiano es el anuncio del misterio pascual de Cristo crucificado y resucitado. El rostro doliente del Crucificado «nos lleva a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema de su misterio» (n. 25). En la Cruz, Dios no ha revelado todo su amor. La Cruz es la clave que da libre acceso a «una sabiduría que no es de este mundo, ni de los dominadores de este mundo, sino a la sabiduría divina, misteriosa, que ha permanecido escondida» (1 Corintios 2,6.7).
La Cruz, en la que resplandece ya el rostro glorioso del Resucitado, nos introduce en la plenitud de la vida cristiana y en la perfección del amor, porque revela la voluntad de Dios de compartir con los hombres su vida, su amor y su santidad. A partir de este misterio, la Iglesia, recordando las palabras del Señor «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Cf. Mateo 5,48), comprende cada vez mejor que su misión no tendría sentido si no condujera a la plenitud de la existencia cristiana, es decir, a la perfección del amor y de la santidad.
En la contemplación de la Cruz aprendemos a vivir en humildad y en el perdón, en la paz y en la comunión. Esta fue la experiencia de san Pablo, que escribía a los Efesios: «Os ruego, pues, yo, preso por el Señor, que viváis de una manera digna de la vocación con la que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Efesios 4,1-3). Y a los Colosenses añadía: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonáos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el lazo de la unión perfecta. Y que la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ello habéis sido llamados formando un solo Cuerpo» (Col 3,12-15).
4. Queridísimos hermanos y hermanas: el grito de Jesús en la cruz (Cf. Mateo 27,46) no revela la angustia de un desesperado, sino que es la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre para la salvación de todos. Desde la cruz, Jesús indica a qué condiciones es posible practicar el perdón. Al odio, con que sus perseguidores le habían clavado en la Cruz, responde rogando por ellos. No sólo los ha perdonado, sino que continúa amándolos, queriendo su bien y, para esto, intercede por ellos. Su muerte se convierte en verdadera y propia realización del Amor.
Ante el gran misterio de la Cruz no podemos sino postrarnos en adoración. «Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del «rostro» del pecado. «Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Corintios 5,21)» («Novo millennio ineunte», 25). Con el perdón absoluto de Cristo incluidos sus perseguidores comienza para todos la nueva justicia del Reino de Dios.
Durante la Última Cena, el Redentor dijo a los Apóstoles: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Juan 13, 34-35).
5. Cristo resucitado dona a sus discípulos la paz. La Iglesia, fiel al mandamiento de su Señor, continúa proclamando y difundiendo la paz. Mediante la evangelización, los creyentes ayudan a los hombres a reconocerse hermanos y, como peregrinos en la tierra, aunque por caminos diversos, todos encaminados hacia la Patria común que Dios no cesa de señalarnos, a través de caminos conocidos sólo por Él. El camino real de la misión es el diálogo sincero (Cf. «Ad gentes», 7; «Nostra aetate», 2); el diálogo que «no nace de una táctica o de un interés» («Redemptoris missio» 56), ni tampoco es fin en sí mismo. El diálogo que, más bien, hace hablar al otro con estima y comprensión, afirmando los principios en que se cree y anunciando con amor las verdades más profundas de la fe, que son alegría, esperanza y sentido de la existencia. En el fondo, el diálogo es la realización de un impulso espiritual, que «tiende a la purificación y conversión interior, que, si se alcanza con docilidad al Espíritu, será espiritualmente fructífero» (ibid. 56): El empeño por un diálogo atento y respetuos
o es una «conditio sine qua non» para un auténtico testimonio del amor salvífico de Dios.
Este diálogo está profundamente ligado a la voluntad de perdón, porque quien perdona abre el corazón a los demás y se hace capaz de amar, de comprender al hermano y de entrar en sintonía con él. Por otra parte, la práctica del perdón, según el ejemplo de Jesús, desafía y abre los corazones, cura las heridas del pecado y de la división y crea verdadera comunión.
6. Con la celebración de la Jornada Misionera Mundial se ofrece a todos la oportunidad de medirse con las exigencias del amor infinito de Dios. Amor que demanda fe; amor que invita a poner toda la propia confianza en Él. «Sin fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan» (Hebreos 11,6).
En esta celebración anual se nos invita a rezar asiduamente por las misiones y a colaborar con todos los medios en las actividades que la Iglesia despliega en todo el mundo para construir el Reino de Dios, «Reino eterno y universal: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio de la fiesta de Cristo, Rey del universo). Estamos llamados ante todo a testimoniar con la vida nuestra adhesión total a Cristo y a su Evangelio.
Sí, nunca hay que avergonzarse del Evangelio y nunca hay que tener miedo de proclamarse cristianos, silenciando la propia fe. Es necesario, al contrario, continuar hablando, ensanchando los espacios del anuncio de la salvación, porque Jesús ha prometido permanecer siempre y en toda circunstancia presente en medio de sus discípulos.
La Jornada Misionera Mundial, verdadera y propia fiesta de la misión, nos ayuda así a descubrir mejor el valor de nuestra vocación personal y comunitaria. Nos estimula, asimismo, a ir en ayuda de los «hermanos más pequeños» (Cf. Mateo 25, 40) a través de los misioneros esparcidos en todas las partes del mundo. Esta es la tarea de las Obras Misionales Pontificias que desde siempre sirven a la Misión de la Iglesia, no haciendo faltar a los más pequeños quien les parta el pan de la Palabra y continúe llevándoles el don del inagotable amor, que brota del corazón mismo del Salvador.
¡Queridísimos hermanos y hermanas! Encomendemos este empeño nuestro por el anuncio del Evangelio, así como también la entera actividad evangelizadora de la Iglesia, a María Santísima, Reina de las Misiones. Sea Ella quien nos acompañe en nuestro camino de descubrimiento, de anuncio y de testimonio del Amor de Dios, que perdona y dona la paz al hombre.
Con estos sentimientos, envío de corazón la Bendición Apostólica, como prenda de la constante protección del Señor, a todos los misioneros y misioneras esparcidos por el mundo, a todos los que les acompañan con la oración y la ayuda fraterna, a las comunidades cristianas de antigua y nueva fundación.
En el Vaticano, 19 de Mayo del 2002, Solemnidad de Pentecostés.
Juan Pablo II
[Traducción distribuida por la agencia misionera Fides]