Cuando la sexualidad es tentada por la lujuria (II)

Christopher West y la Teología del Cuerpo

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EXTON, Pennsylvania, lunes 7 de diciembre de 2009 (ZENIT.org).- Aunque los seres humanos necesitarán estar siempre vigilantes contra las tentaciones sexuales, no nos definimos sólo por nuestra naturaleza caída, afirma Christopher West del Instituto de Teología del Cuerpo.

El trabajo del popular escritor y conferenciante estadounidense ha sido tema debate desde que, el pasado mayo, se hiciera una polémica y mala presentación de sus opiniones en Nightline de la cadena ABC. El cardenal Justin Rigali, arzobispo de Filadelfia, salió en su defensa, apoyando la labor de la organización y el «carisma particular» de West para llevar adelante su misión.

En esta entrevista para ZENIT, se explica más en profundidad sobre la sexualidad, la vigilancia, la concupiscencia y la redención, a la luz de las enseñanzas del Papa Juan Pablo II.

La primera parte de esta entrevista se publicó el en la edición del 6 de diciembre de ZENIT.

–En la declaración que usted publicaba recientemente, observa que el debate se centra en distinguir entre el «hombre dominado por la lujuria», o el «hombre redimido por Cristo». Pero, ¿acaso no todos los hombres tienen la misma tendencia hacia concupiscencia? ¿Cómo puede clasificar a la gente en una u otra categoría?

–West: En realidad son distinciones de Juan Pablo II.

En respuesta a quienes quieren mitigar la enseñanza de la Iglesia sobre la sexualidad de forma que concuerde con las «posibilidades concretas del hombre», Juan Pablo II pregunta «Pero, ¿cuáles son las ‘las posibilidades concretas del hombre’? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado concupiscencia, o del redimido por Cristo?» (Veritatis Splendor, 103).

Todo el mundo experimenta la concupiscencia, ese desorden de nuestras pasiones causado por el pecado original. En este sentido, todos somos el «hombre de la concupiscencia» – una frase que Juan Pablo II utiliza de forma repetida en su Teología del Cuerpo. Pero, y este es el punto clave, no somos un mero hombre de la concupiscencia.

No somos meros caídos. Somos caídos y redimidos.

Y la redención de Cristo nos llama, dice Juan Pablo II – y nos llama con eficacia – a experimentar una «victoria verdadera y profunda» sobre las distorsiones de la lujuria.

La siguiente declaración de Juan Pablo II lo deja claro, creo: «Aunque el hombre permanece naturalmente como hombre de la concupiscencia… es al mismo tiempo el hombre de la ‘llamada’. Es ‘llamado’ a través del misterio de la redención del cuerpo, un misterio divino que es al mismo tiempo – en Cristo y por Cristo en todo hombre – una realidad humana».

–Juan Pablo II nos decía en la Veritatis Splendor que Cristo «ha dejado nuestra libertad libre de la dominación de la concupiscencia». ¿Cómo se aplica esto a nuestra vida de cada día? ¿A qué se refiere, especialmente en relación con nuestra vida sexual? A un nivel práctico, ¿puede una persona asumir que tendrá que estar siempre vigilando sus pasiones sexuales?

–West: Debemos estar siempre vigilantes cuando viene la tentación, sexual o de otro tipo.

Pero esta vigilancia puede diferir de persona a persona. Por ejemplo, un alcohólico, que apenas logra estar sobrio, necesitará estar vigilante con el alcohol de una forma que alguien que nunca ha luchado contra el alcoholismo estará.

La vigilancia diferirá según en dónde estemos en nuestro viaje. Como escribía Juan Pablo II, «Con el paso del tiempo, si perseveramos en el seguimiento de Cristo nuestro Maestro, nos sentiremos cada vez menos cargados por la lucha contra el pecado, y gozaremos cada vez más de la luz divina que impregna toda la creación».

«Esto es lo más importante, porque nos permitirá escapar de la situación de constante exposición interna al riesgo de pecado – aunque, en esta tierra, siempre queda presente el riesgo de pecado en algún grado» (Memoria e Identidad).

Pero, para contestar la primera parte de la pregunta, ¿cómo actúa la «libertad de la dominación de la concupiscencia» en nuestra vida cotidiana? Juan Pablo II escribió que para experimentar esta libertad, debemos dedicarnos a «una progresiva educación desde los simples gestos, en los que es relativamente fácil poner en práctica esta decisión interna».

Por ejemplo, podemos examinar nuestros hábitos alimenticios. ¿Si una persona no puede decir no a un trozo de pastel, cómo dirá no a un e-mail incitándolo a ver pornografía?

El ayuno es una maravillosa forma de crecer en el dominio de nuestras pasiones. Si no forma parte ya de la vida de una persona, debería comenzar con un simple sacrificio que sea relativamente fácil de poner en práctica.

A medida que uno ejercita este «músculo», verá que aumenta su fuerza. Lo que una vez era «imposible» se convierte gradualmente en posible. La analogía del músculo, sin embargo, sólo es correcta a medias.

El crecimiento en la pureza es cierto que exige esfuerzo humano, pero también recibimos ayuda de la gracia sobrenatural.

Aquí  creo que es crucial distinguir entre represión y entrada en la redención.

Cuando la lujuria «llamea», en vez de reprimirla empujándola al subconsciente, o intentando no hacer caso, podemos entregar nuestras lujurias a Cristo y permitirle que «las crucifique» (ver Gálatas 5, 24). Al hacerlo, «el Espíritu del Señor da nueva forma a nuestros deseos» (Catecismo de la Iglesia Católica 2.764).

En otras palabras, cuando permitimos que la lujuria sea «crucificada», llegamos a experimentar también la «resurrección» del deseo sexual como Dios los entiende. No inmediatamente, no de modo fácil, sino de manera gradual, progresiva, tomando nuestra cruz de cada día y siguiendo adelante, podemos llegar a experimentar el deseo sexual como el poder para amar a imagen de Dios.

Cuando las tentaciones sexuales nos asaltan, como suelen hacer, debemos rezar una oración como esta: Señor, te agradezco el don de mis deseos sexuales. Te entrego mis deseos sensuales y te pido por favor, por el poder de tu muerte y resurrección, que «endereces» en mí lo que el pecado ha torcido de manera que pueda llegar a la experiencia del deseo sexual como tú lo entiendes – como el deseo de amar a tu imagen.

Por Genevieve Pollock

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ZENIT Staff

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