La Ascensión de Cristo: ¡Nos vemos en el Cielo!

Reflexiones ante a una pintura de Giuseppe Cesari

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Por Hna. Agnese Scavetta, mdr*

ROMA, Jueves 17 mayo 2012 (ZENIT.org).- Giuseppe Cesari, llamado comúnmente Cavalier d’Arpino, llegó a Roma en busca de fortuna acompañado de  su familia, a la edad de 14 años en el año de 1582. 

Era hijo de un pintor modesto de Arpino, pequeño pueblo de la provincia de Frosinone.  Giuseppe a pesar de no tener una formación profesional, demostró rápido el don de un talento natural. En Roma fue ocupado como moledor de colores en los trabajos del tercer piso de la logia del Palacio Vaticano, bajo la derección de Nicolo Circignani. Su carrera fue rápida y a la edad de 27 años se convirtió en miembro de la prestigiada Academia de San Lucas, de la que formaban parte los mejores artistas de la época. En el taller del Cavalier d’Arpino, trabajó el joven Caravaggio entre 1597 y 1598.

En 1592, la elección del papa Clemente VIII determinó para el Cavalier d’Arpino el momento más importante y fecundo de su vida artistica. Entre las diferentes tareas que el pontifice confió a la dirección del artista, fue la decoración en la nave Clementina, o sea, el nuevo crucero (nave transversal ndr) que el papa hizo reconstruir en la Basílica de San Juan de Letrán. El Cavalier d’Arpino, dirigió un equipo valioso de artistas, entre los cuales recordamos los nombres de Cesare Nebbia, Paris Nogari y el Pomarancio, que habían ya trabajado para el papa Sixto V (1585-1590).

En los frescos del crucero está ilustrada de forma simple y comprensible la historia de la Basílica de Letrán, la cual está asociada a algunos acontecimientos del emperador romano Constantino, que con el decreto de Milán en el 313 concedió la libertad de culto a los cristianos. Cada fresco está colocado dentro de un cuadro de falso tapíz rojo con un marco decorado en oro. El Cavalier d’Arpino reservó para sí mismo la realización de la Ascensión de Cristo sobre el monumental altar que custodia la preciosa reliquia de la mesa que proviene del Cenáculo de Jerusalén.

El fresco de la Ascensión se coloca dentro de un espléndido marco dorado, donde se alternan cabezas de serafines con la estrella de ocho puntas, que es del escudo de Clemente VIII Aldobrandini. En el fresco, Jesús se eleva al cielo entre una luz espléndida rodeada por nubes; en la parte de abajo están los apóstoles: los ojos asombrados y consternados contemplan la gloria divina de su Maestro. El cuerpo de Jesús es esplendente, su vestido es cándido y luminoso. El artista pone en evidencia los signos de la crucifixión en las manos y en los pies y la herida del costado, signos tangibles que muestran que nuestra humanidad ha sido llevada al cielo a través de Jesucristo.

Dos ángeles en vestidos blancos recuerdan a los Apóstoles estas palabras: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir» (Hch. 1,11). Se reconoce la figura de Pedro con la túnica azul y las dos llaves en la mano. Jesús, ahora, ha mostrado la gloria de su divinidad y los invita a confiar en Él: Acercándose, Jesús les dijo: «He recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 18-20). Mientras el ciclo de la historia de Constantino pone en evidencia el poder humano, el fresco de la Ascensión resalta que el poder del Hijo de Dios es superior a todo poder. Jesús funda su Iglesia, cuyo liderazgo espiritual y autoridad moral, también son reconocidos por los poderosos de la tierra, simbolizados por Constantino.

El Jesús del Cavalier d’Arpino, visto desde abajo, más que ascender al cielo, parece que viene encima del espectador desde el tímpano del monumental tabernaculo; esta visión trae al corazón las palabras de Jesús: “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20). ¿Cómo se realiza esta promesa?. Es la eucaristía custodiada en el tabernáculo quien garantiza la presencia de Jesús en la iglesia, hasta el final de los tiempos.

*Misionera de la Divina Revelación

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ZENIT Staff

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