Monseñor Felipe Arizmendi: “Misas sin fieles”

Pandemia del coronavirus

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La pandemia de la COVID-19 nos obligó a evitar concentraciones de personas, pues cualquiera de nosotros podría ser portador del virus y transmitirlo a otros, sin darnos cuenta. Por ello, tuvimos que cerrar los templos, no para alejar a la gente de Dios y de la Iglesia, sino para colaborar en la lucha contra la propagación del mal. La intención es proteger al pueblo, al que nos debemos, y cuidar su salud, que es lo que Jesús procuraba tanto.

Sin embargo, no han faltado quienes afirmen que esto es una persecución contra la Iglesia, que es obra de masones y de personajes nefastos con mucho dinero que quieren cambiar el rumbo de la historia, para sus propios fines. Son teorías que escuchamos, pero no hay fundamentos serios para sustentarlas. Los enfermos y los muertos no son teorías, sino hechos contundentes, incluso con personas muy cercanas, que nos obligan a tomar medidas extraordinarias, que esperamos sean pasajeras, si todos colaboramos.

Hay quien no acepta la celebración de Misas sin participación física de fieles, como si éstas no valieran, o no sirvieran para alimentar la fe. Argumentan textos bíblicos incluso para atacar a la jerarquía, como si fuéramos demasiado sumisos a las autoridades civiles, como si quisiéramos privar a la gente del alimento eucarístico, como si fuéramos comodinos, miedosos y cobardes para no contagiarnos, dejando desamparado al pueblo. Sostengo que lo que nos mueve es, como decía San Irineo desde el siglo IV, la gloria de Dios, que consiste en que el ser humano tenga vida; por tanto, que tenga salud, pues sin salud no hay vida. Lo más hermoso de Dios y su obra preferida es el ser humano, y hemos de cuidarlo en el cuerpo y en el espíritu. No lo hemos desamparado; al contrario, se han propagado muchos medios electrónicos para estar cerca del pueblo, que es la única forma que por ahora es posible.

Hace años, cuando yo insistía a los sacerdotes celebrar la Misa todos los días, aunque no hubiera fieles presentes, uno de ellos me argüía que él había aprendido del Concilio la importancia de la comunidad, y que no celebraba si no había gente. Le contesté que el Concilio dice lo contrario, como veremos más adelante. Con el tiempo, tuvo que dejar el ministerio; ya falleció. Otro me decía que lo importante era estar con el pueblo en sus luchas por cambiar la situación, no tanto celebrar Misa a diario. Hoy, es un sacerdote eucarístico y, por ello, cercano al pueblo en forma integral.

PENSAR

El Papa Pablo VI, en su Encíclica Mysterium fidei (3-IX-1965), decía: “No se puede exaltar tanto la misa llamada comunitaria, que se quite importancia a la misa privada” (No. 2). “Porque toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la cruz. De donde se sigue que, si bien a la celebración de la misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no hay que desaprobar, sino antes bien aprobar, la misa celebrada privadamente, porque de esta misa se deriva gran abundancia de gracias especiales para provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de toda la Iglesia, y aun de todo el mundo” (No. 4).

El Concilio Vaticano II, en su Decreto Presbyterorum ordinis, claramente dice: “En el misterio del sacrificio eucarístico, en que los sacerdotes cumplen su principal ministerio, se realiza continuamente la obra de nuestra redención y, por ende, encarecidamente se les recomienda su celebración cotidiana, la cual, aunque no pueda haber en ella presencia de fieles, es ciertamente acto de Cristo y de la Iglesia” (No. 13).

El Papa Francisco, en una de sus homilías diarias en Santa Marta, advertía: “Alguien me hizo reflexionar sobre el peligro de este momento que estamos viviendo, esta pandemia que ha hecho que todos nos comuniquemos, incluso religiosamente, a través de los medios, a través de los medios de comunicación. También esta Misa… Estamos todos comunicados, pero no juntos; sólo espiritualmente juntos. El pueblo aquí presente es pequeño (Las 6 ó 7 personas en Santa Marta). Pero hay un gran pueblo, con el que estamos juntos, pero no juntos. También el Sacramento: hoy lo tienen, la Eucaristía; pero la gente que está conectada con nosotros, sólo la comunión espiritual. Y esta no es la Iglesia: es la Iglesia en una situación difícil, que el Señor permite, pero el ideal de la Iglesia es estar siempre con el pueblo y con los sacramentos. Siempre. Cuidado de no viralizar la Iglesia, de no viralizar los sacramentos, de no viralizar al pueblo de Dios. La Iglesia, los sacramentos, el pueblo de Dios son concretos. Es cierto que en este momento debemos mantener la familiaridad con el Señor de esta manera, pero para salir del túnel, no para quedarnos. Y esta es la familiaridad de los apóstoles: no gnóstica, no viralizada, no egoísta para cada uno de ellos, sino una familiaridad concreta, en el pueblo” (17-IV-2020).

Es decir: Es muy importante que sacerdotes y obispos celebremos diariamente la Misa, aunque sin muchos fieles, para cuidar la salud y la vida del pueblo; pero la celebramos precisamente en bien de la comunidad. Por ahora, su presencia es sólo virtual; pero es muy real, visible y concreta. Es una forma transitoria; no es que así deba ser siempre. Lo normal es la presencia física de fieles y la comunión sacramental, pues Jesús es muy claro: “Les aseguro que si no comen la carne y no beben la sangre del Hijo del hombre, no tendrán vida en ustedes” (Jn 6,53). Y en la última cena: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo” (Mt 26,26). Es lo que hacían los primeros cristianos: “Los discípulos asistían con perseverancia a la enseñanza de los apóstoles, tenían sus bienes en común, participaban en la fracción del pan y en las oraciones” (Hech 2,42). Así debe ser, con personas concretas y con comunión sacramental. Mientras estamos en esta pandemia, no dejamos al pueblo sin alimento, sino que lo alimentamos con la Palabra, que es verdadero banquete, y con la Comunión espiritual. Esperamos que pase pronto esta situación, para volver a la normalidad.

Las Misas virtuales no son lo mismo que las presenciales, pues en aquellas no hay presencia física de una asamblea que comparte la fe y la vida, no hay alimento sacramental, pero es por una situación excepcional. Lo virtual, sin embargo, también es alimento, aunque no pleno. Es peor quedarse sin nada. Y la realidad nos está diciendo que, en verdad, se forma una asamblea virtual, pues estamos conectados con cientos y miles de personas; y esto también es comunidad, es Iglesia; no es una nube, una red sin personas, sino que internet es un medio salvífico, usándolo correctamente.

No menospreciemos esta forma de vivir la fe y de alimentarla. Desde luego que no debe ser un espectáculo, como quien ve una novela o una serie, sino una vivencia real del sacramento, que se celebra a distancia, pero en el que se participa realmente. No se sigue la Misa desde la cama o desde un cómodo sillón, con botanas al lado, sino orando con la liturgia y con la gente que sigue la transmisión, enviando peticiones por las que se ofrece la Misa, adoptando las posturas que pide cada momento de la celebración, escuchando la Palabra con el corazón, ofreciendo la propia vida como víctima viva en unión al sacrificio del Señor, adorándolo de rodillas, recibiéndolo espiritualmente, recibiendo la bendición final. ¿Eso no vale? Claro que sí, y muchísimo. Incluso en forma diferida, si no se pudo seguir en vivo. Cuando pase la pandemia, volvemos a la normalidad.

ACTUAR

Cooperemos a regularizar la situación, guardando las debidas distancias físicas entre unos y otros, para no contagiarnos, pues ahora no sabemos por dónde nos puede llegar el virus, y procuremos la cercanía moral, virtual, espiritual, de corazón, tanto con Dios como con los demás.

+ Felipe Arizmendi Esquivel

Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas

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Felipe Arizmendi Esquivel

Nació en Chiltepec el 1 de mayo de 1940. Estudió Humanidades y Filosofía en el Seminario de Toluca, de 1952 a 1959. Cursó la Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, España, de 1959 a 1963, obteniendo la licenciatura en Teología Dogmática. Por su cuenta, se especializó en Liturgia. Fue ordenado sacerdote el 25 de agosto de 1963 en Toluca. Sirvió como Vicario Parroquial en tres parroquias por tres años y medio y fue párroco de una comunidad indígena otomí, de 1967 a 1970. Fue Director Espiritual del Seminario de Toluca por diez años, y Rector del mismo de 1981 a 1991. El 7 de marzo de 1991, fue ordenado obispo de la diócesis de Tapachula, donde estuvo hasta el 30 de abril del año 2000. El 1 de mayo del 2000, inició su ministerio episcopal como XLVI obispo de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, una de las diócesis más antiguas de México, erigida en 1539; allí sirvió por casi 18 años. Ha ocupado diversos cargos en la Conferencia del Episcopado Mexicano y en el CELAM. El 3 de noviembre de 2017, el Papa Francisco le aceptó, por edad, su renuncia al servicio episcopal en esta diócesis, que entregó a su sucesor el 3 de enero de 2018. Desde entonces, reside en la ciudad de Toluca. Desde 1979, escribe artículos de actualidad en varios medios religiosos y civiles. Es autor de varias publicaciones.

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