ROMA, viernes 22 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos un comentario del padre Jesús Álvarez, paulino, al evangelio de este domingo.
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P. Jesús Álvarez SSP
“Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: “No, debe llamarse Juan”. Ellos le decían: “No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre”. Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Éste pidió una pizarra y escribió: “Su nombre es Juan”. Todos quedaron admirados, y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Todos los que se enteraron, guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: “¿Qué llegará a ser este niño?” Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel”. (Lc 1, 57-66. 80)
“¿Qué llegará a ser este niño?”. Todos quedan admirados de lo que sucede en torno a su nacimiento: su madre era estéril y anciana, su padre se queda mudo por haber dudado, el nombre de Juan es indicado por un ángel, Zacarías recupera el habla y alaba a Dios por el milagroso nacimiento de su hijo. Juan iba creciendo y el Espíritu Santo estaba con él. Se retiró al desierto hasta que empezó su misión de precursor del Mesías prometido.
Juan predicaba la conversión a quienes acudían a él para bautizarse, y entre ellos había también algunos escribas y fariseos, que buscaban una salvación fácil, a base de ritos vacíos y preceptos inventados por ellos; y Juan los encara: “¡Raza de víboras, ¿quién les ha enseñado a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan frutos de sincera conversión”. La palabra encendida del Precursor se dirige a todos: pescadores, campesinos, escribas, sacerdotes, soldados y gobernantes, entre los cuales se “cuela” alguna vez el adúltero rey Herodes, quien termina decapitando a Juan por instigación de la adúltera esposa de su hermano Filipo, con la que Herodes convive escandalizando al pueblo.
Cuando Jesús había comenzado su ministerio público, Juan fue encarcelado. Jesús declara a la gente quién es Juan, haciéndole un espléndido elogio: “Les aseguro que entre todos los nacidos de mujer, no hay profeta mayor que Juan”, pero el más pequeño en el Reino de Dios, es mayor que él”. Juan es grande por ser precursor del mayor Profeta: Cristo, a quien vino a proclamar y a prepararle los caminos. Juan vive esa grandeza con profunda humildad y fe, como él confiesa: “Después de mí viene uno que es más que yo, y no me considero digno siquiera de soltar la correa de sus sandalias. Él debe crecer y yo disminuir”.
El “mayor de los profetas” –que había saltado de gozo en el vientre de Isabel al percibir la presencia del Mesías en el seno de María–, afirmaba que no lo conocía de persona. Pero lo reconoció y lo señaló a la gente cuando Jesús se le acercó para ser bautizado, pues vio abrirse los cielos y al Espíritu Santo descender sobre Jesús, y escuchó las Palabras del Padre: “Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy”.
El ejemplo y el mensaje del Bautista siguen siendo actuales para nosotros y para el mundo. Y también para la Iglesia: jerarquía, clero y pueblo, exhortados hoy a convertirse y preparar los caminos de Jesús resucitado presente, no encerrándose, como los escribas y fariseos, en una religiosidad superficial, que no salva, sino que se convierte en escándalo y perdición.
Jesús vino a traernos la salvación, y hay que tomarla muy en serio, pues “¿de qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” Asegurémonos el éxito total de nuestra existencia terrena, viviendo en unión con Jesús, que es nuestro camino, verdad y vida.