¿Por qué confesarse? «La reconciliación es la belleza de Dios» (I)

Carta pastoral del arzobispo de Chieti-Vasto, monseñor Bruno Forte

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CHIETI, jueves, 16 febrero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la primera parte de la carta para el año pastoral 2005/2006 que ha escrito a monseñor Bruno Forte, arzobispo de Chieti-Vasto, miembro de la Comisión Teológica Internacional, sobre el tema «La reconciliación y la belleza de Dios». El resto de la carta será publicada en los próximos días por Zenit.

Confesarse, ¿por qué?

La reconciliación y la belleza de Dios
Carta para el año pastoral 2005-2006

Tratemos de comprender juntos qué es la confesión:
si lo comprendes verdaderamente, con la mente y con el corazón,
sentirás la necesidad y la alegría de hacer experiencia de este encuentro,
en el que Dios, dándote su perdón mediante el ministro de la Iglesia,
crea en tí un corazón nuevo, pone en ti un Espíritu nuevo,
para que puedas vivir una existencia reconciliada con Él, contigo mismo y con los demás,
llegando a ser tú también capaz de perdonar y amar,
más allá de cualquier tentación de desconfianza y cansancio.


1. ¿Por qué confesarse?

Entre las preguntas que mi corazón de obispo se hace, elijo una que me hacen a menudo: ¿por qué hay que confesarse? Es una pregunta que vuelve a plantearse de muchas formas: ¿por qué ir a un sacerdote a decir los propios pecados y no se puede hacer directamente con Dios, que nos conoce y comprende mucho mejor que cualquier interlocutor humano? Y, de manera más radical: ¿por qué hablar de mis cosas, especialmente de aquellas de las que me avergüenzo incluso conmigo mismo, a alguien que es pecador como yo, y que quizá valora de modo completamente diferente al mío mi experiencia, o no la comprende en absoluto? ¿Qué sabe él de lo que es pecado para mí? Alguno añade: y además, ¿existe verdaderamente el pecado, o es sólo un invento de los sacerdotes para que nos portemos bien?

A esta última pregunta creo que puedo responder enseguida y sin temor a que se me desmienta: el pecado existe, y no sólo está mal sino que hace mal. Basta mirar la escena cotidiana del mundo, donde se derrochan violencia, guerras, injusticias, abusos, egoísmos, celos y venganzas (un ejemplo de este «boletín de guerra» no los dan hoy las noticias en los periódicos, radio, televisión e Internet). Quien cree en el amor de Dios, además, percibe que el pecado es amor replegado sobre sí mismo («amor curvus», «amor cerrado», decían los medievales), ingratitud de quien responde al amor con la indiferencia y el rechazo. Este rechazo tiene consecuencias no sólo en quien lo vive, sino también en toda la sociedad, hasta producir condicionamientos y entrelazamientos de egoísmos y de violencias que se constituyen en auténticas «estructuras de pecado» (pensemos en las injusticias sociales, en la desigualdad entre países ricos y pobres, en el escándalo del hambre en el mundo…). Justo por esto no se debe dudar en subrayar lo enorme que es la tragedia del pecado y cómo la pérdida de sentido del pecado –muy diversa de esa enfermedad del alma que llamamos «sentimiento de culpa»– debilita el corazón ante el espectáculo del mal y las seducciones de Satanás, el adversario que trata de separarnos de Dios.


2. La experiencia del perdón

A pesar de todo, sin embargo, no creo poder afirmar que el mundo es malo y que hacer el bien es inútil. Por el contrario, estoy convencido de que el bien existe y es mucho mayor que el mal, que la vida es hermosa y que vivir rectamente, por amor y con amor, vale verdaderamente la pena. La razón profunda que me lleva a pensar así es la experiencia de la misericordia de Dios que hago en mí mismo y que veo resplandecer en tantas personas humildes: es una experiencia que he vivido muchas veces, tanto dando el perdón como ministro de la Iglesia, como recibiéndolo. Hace años que me confieso con regularidad, varias veces al mes y con la alegría de hacerlo. La alegría nace del sentirme amado de modo nuevo por Dios, cada vez que su perdón me alcanza a través del sacerdote que me lo da en su nombre. Es la alegría que he visto muy a menudo en el rostro de quien venía a confesarse: no el fútil sentido de alivio de quien «ha vaciado el saco» (la confesión no es un desahogo psicológico ni un encuentro consolador, o no lo es principalmente), sino la paz de sentirse bien «dentro», tocados en el corazón por un amor que cura, que viene de arriba y nos transforma. Pedir con convicción el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con generosidad es fuente de una paz impagable: por ello, es justo y es hermoso confesarse. Querría compartir las razones de esta alegría a todos aquellos a los que logre llegar con esta carta.

[Continuará este viernes. Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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