Prospectivas de la Conferencia de Aparecida

Según monseñor Felipe Arizmendi Esquivel

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APARECIDA, miércoles, 30 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha enviado desde Aparecida monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, quien participa en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que se clausurará este jueves.

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Estamos concluyendo, con gozo y esperanza, la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y de El Caribe, en Aparecida, Brasil. Ya aprobamos el documento final, que se publicará oficialmente hasta que sea sometido, como signo de comunión eclesial, al juicio del Santo Padre. ¿Qué hemos hecho y qué se vislumbra hacia delante?

Antes de su inicio, algunos comentaristas decían que nada esperaban de esta reunión, pues, en su opinión, la mayoría de los obispos participantes, elegidos por Juan Pablo II, somos conservadores; por tanto, que su resultado sería muy limitado. Ellos querrían que la Iglesia se adaptara a los postulados del mundo, y no les importa nuestra fidelidad al Evangelio.

Por lo contrario, otros esperan demasiado. Se imaginan que del documento que elaboramos dependerá toda la renovación de la Iglesia, como si un escrito hiciera la revolución espiritual y pastoral que requiere el momento histórico que vivimos.

JUZGAR
Ante todo, quiero resaltar el ambiente fraterno y sereno que vivimos. Hubo discusiones serias y, sobre algunos puntos, opiniones contrarias; pero se expresaron con respeto, sin enfrentamientos agresivos, como sucede en otros foros. Se escucharon todas las voces, no sólo de los obispos, sino también de muchos expertos, incluso de protestantes y judíos invitados. En los grupos de trabajo, laicas y laicos, religiosas y religiosos, sacerdotes y diáconos, expresaron con toda libertad su punto de vista. Todos tenían derecho a voz, aunque sólo los obispos derecho a voto, pues se trata de una Conferencia episcopal. No hemos sufrido las presiones internas y externas que vivimos durante la IV Conferencia en Santo Domingo, en octubre de 1992. Hemos trabajado, pues, con profundidad y en paz.

Como son muchos los temas que debíamos tratar, nos distribuimos en varias comisiones y subcomisiones. Fui elegido para ser relator-secretario, junto con un obispo brasileño, de la primera comisión, encargada de la parte que trata sobre la situación actual de nuestro subcontinente, en sus aspectos social, político, económico, cultural y religioso. Para empezar, como en un examen de conciencia, resaltamos las luces y las sombras de nuestra Iglesia; es decir, los puntos en que hemos avanzado, y los que nos reclaman una conversión personal y pastoral. Obviamente, analizamos el fenómeno de la globalización, con todas sus implicaciones, tanto positivas como negativas. En esta parte, abordamos lo referente a los indígenas y afroamericanos. Cuando el documento final se publique, daré más detalles.

Por cierto, fue muy oportuna la palabra del Papa, en respuesta a las críticas que se le habían hecho sobre la no imposición de la fe católica a los aborígenes. Dijo: «Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano: no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los colonizadores a la población indígena, pisoteadas a menudo en sus derechos fundamentales. Pero el deber de mencionar esos crímenes injustificables, condenados ya entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y teólogos como Francisco de Vitoria de la Universidad de Salamanca, no debe impedir reconocer con gratitud la maravillosa obra que ha llevado a cabo la gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos. El Evangelio en el continente se ha transformado de este modo en el elemento clave de una síntesis dinámica que, con matices diversos según las naciones, expresa de todas formas la identidad de los pueblos latinoamericanos».

Otras comisiones se encargaron de desarrollar el tema central: qué significa Jesucristo para nosotros y para el mundo, y lo que implica ser sus discípulos y misioneros. Esta es nuestra preocupación fundamental, pues mientras alguien no descubra la persona y el mensaje de Jesús, no experimenta el amor de Dios, ni la redención de sus pecados. Sin Cristo, la oscuridad nos invade y nos dejamos llevar por cualquier viento de doctrina, por los gustos del cuerpo, por las pasiones esclavizantes del espíritu; no se tiene un punto de referencia seguro en su vida. En cambio, cuando lo conocemos, no como un ser lejano, sino como Alguien que vive y está presente en su Iglesia, en su Palabra, en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, en los pobres y en los acontecimientos, entonces todo adquiere una nueva dimensión; incluso el dolor, la enfermedad y la muerte tienen sentido, a partir de la cruz de Cristo. El es, en verdad, el camino cierto para que nuestra vida sea Vida.

Somos tan felices de ser discípulos de Jesús, que quisiéramos contagiar a todos de nuestra fe, que nos ilumina, alegra y fortalece. Estamos tan convencidos de que Jesús es el único Salvador, que anhelamos ser más misioneros, junto con nuestras diócesis y parroquias, empezando por los propios católicos, pues nos preocupa que muchos de ellos lo son porque fueron bautizados en nuestra Iglesia, pero en su vida no manifiestan ser seguidores de Jesús. No sólo no practican su religión, sino que viven en forma contraria al Evangelio.

Hemos de preguntarnos si nosotros mismos, y también algunos de nuestros colaboradores, hemos descubierto en verdad al Señor en nuestras vidas, pues a veces no hablamos en forma clara y explícita de El. En este sentido, me impresionó lo que nos dijo a los obispos una mujer colombiana: «Háblennos más de Jesucristo». Parecemos expertos en analizar la realidad, siendo que nuestra especialidad es ser discípulos y misioneros de Jesús.

ACTUAR
Esta centralidad de Cristo en nuestras vidas no es un espiritualismo evasivo y alienante, que nos lleve a olvidarnos de los problemas del mundo; todo lo contrario. Quien ha descubierto a Jesús, necesariamente aprende a amar a todos, en especial a los que sufren. Como nos decía el Papa en su discurso de apertura, «la fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal, encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este sentido, la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza». Es decir, ser discípulos de Jesús exige luchar por que nuestros pueblos, sobre todo los pobres, tengan una vida digna. Por ello, en el documento final, desarrollamos muchas propuestas pastorales que esperamos llevar a la práctica. ¡Nada de evasión! Ojala nuestras diócesis se evalúen en su fidelidad a Cristo y en su amor a los pobres. Sin estas dos dimensiones de la fe, vertical y horizontal, no somos en verdad católicos, ni cristianos.

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ZENIT Staff

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