CIUDAD DEL VATICANO, 9 oct (ZENIT.org).- «No es fácil ser obispos en la aurora del tercer milenio». Lo reconoció esta mañana el arzobispo Giovanni Battista Re, prefecto de la Congregación vaticana para los Obispos, al inaugurar el congreso «Testigos y servidores de la esperanza».
El encuentro, en el que participan 200 obispos de los cinco continentes, está reflexionando, al final del Jubileo de los obispos, en el papel y los desafíos del obispo en el mundo. Se está celebrando en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, institución universitaria de los Legionarios de Cristo, con el patrocino de la Congregación para los Obispos.
«El servicio episcopal comporta cada vez más una mayor responsabilidad –ha explicado monseñor Re–, que exige del obispo entregarse totalmente a su Iglesia e infundir confianza y esperanza en la comunidad diocesana, confiada a sus atenciones».
«Para estar a la altura de las exigencias de hoy –concluyó–, el obispo tiene que tener conciencia de los desafíos que comporta la hora presente y tener la valentía humilde para afrontarles, aunque ello exija ir contracorriente».
Como se puede constatar, el Congreso en el que sólo pueden participar los prelados, se ha convertido en una oportunidad única para reflexionar sobre los argumentos que afrontará el próximo Sínodo general, que tendrá lugar en el año 2001, en Roma, en torno a la figura del obispo.
Monseñor Antonio Cañizares Llovera, arzobispo de Granada (España) explicó, al intervenir en el encuentro, que el obispo debe ser signo de esperanza, no sólo para la Iglesia sino también para la sociedad, siendo servidor del hombre, testigo de Cristo, y evangelizador de la gente.
«Siguiendo el ejemplo del Señor –precisó monseñor Cañizares–, el obispo es servidor de todos, tiene que estar entre la gente y servir especialmente a los que más necesidades tienen. No hay que hacer teorías sobre el servicio; hay que ejercerlo. La vida del obispo consiste en servir con caridad, con el ejemplo, desempeñando el duro trabajo de la difusión del Evangelio. El obispo no debe renunciar a su autoridad, ahora bien, tiene que ejercerla con espíritu de servicio, sin renunciar a la verdad, incluso cuando esto comporta sacrificio».
El arzobispo de Granada, explicó, a continuación, que el obispo no tiene que contentarse con la vida normal de su diócesis, sino comprometerse en la renovación misionera de su gente, «sin retórica –aclaró–, con realismo y humildad, sin angustia ni impaciencia». De este modo, se puede forjar una «Iglesia entusiasta que se siente llamada a ser misionera de su gente, de todos los que sufren, que esperan y que tienen necesidad de la Palabra del Señor para vivir con alegría y serenidad la Buena Noticia fundada en el amor, en los dones y en las promesas de Dios».
Se entiende, así, la importancia de la figura en la renovación de la Iglesia que trajo el Concilio Vaticano II. Juan Pablo II considera que el Jubileo debe ser el culmen de este proceso. Cañizares sueña así esta Iglesia renovada: «Una Iglesia espiritualmente joven, que no se resigna a ser marginal, sino que más bien está comprometida a servir generosamente y con abnegación al Señor y a la comunidad humana. Así, y sólo así, con la ayuda de la gracia de Dios, seremos testigos del Evangelio de la esperanza».