CIUDAD DEL VATICANO, 29 oct (ZENIT.org).- Juan Pablo II volvió a saltar otra vez al terreno de juego, como lo hacía cuando en sus años de juventud jugaba al fútbol. Ahora bien, en esta ocasión, su presencia en el estadio Olímpico de Roma buscaba clausurar el Jubileo del deporte planteando un serio «examen de conciencia» a jugadores y dirigentes.
Le escuchaban más de 70 mil personas reunidas en el estadio de fútbol de la Ciudad Eterna, que le reservaron las típicas «olas» y gritos de un partido de Liga de Campeones. Por televisión, el encuentro fue seguido por millones de televidentes de varios países.
Un Papa en el estadio
El pontífice llegó al Estadio en el papamóvil, en una mañana húmeda que acabó convirtiéndose en veraniega, mientras tenía lugar una estupenda coreografía animada por música Gospel. Era realmente curioso constatar el movimiento de pancartas y banderas en esas gradas en las que todos los fines de semana se encienden los espíritus de los dos equipos de fútbol de la Ciudad Eterna, el Lazio (actual campeón de la liga italiana) y el Roma. En esos graderíos se podían ver también a casi todos los campeones del fútbol italiano y a las estrellas internacionales que juegan en ese campeonato.
Era la tercera vez que el Papa entraba en el templo del deporte italiano, transformado, como diría poco después, en un «gran templo a cielo descubierto» del espíritu. Ahora bien, era la primera vez que Karol Wojtyla podía asistir como Papa a un partido de fútbol.
El momento más emocionante de la mañana tuvo lugar cuando una paloma blanca, recién liberada, decidió posarse ante la perplejidad de todos en un brazo de la gran cruz que dominaba el altar colocado en la tribuna. Un aplauso impresionante retumbó en el estadio. Las cámaras de televisión no se perdieron los instantes más significativos de su vuelo.
Competiciones muy particulares
En esta ocasión, las ansias de victoria dejaron lugar a la sana competencia, entendida como una confrontación leal y espectacular en la que el resultado se convirtió en algo secundario. Abrieron las competiciones representantes del deporte de minusválidos. En este día, concluían los Juegos Paralímpicos de Sydney. Protagonizaron una carrera de 200 metros lisos en silla de ruedas.
A continuación, se disputó la prueba reina del atletismo: los cien metros lisos, en la que se contó con la participaron varios de los competidores de las Olimpiadas de Sydney.
El encuentro culminó con el partido entre el equipo nacional italiano contra una selección de jugadores extranjeros. El resultado final fue de cero a cero. El partido se disputó en dos tiempos de 30 minutos cada uno. La primera falta sancionada por el árbitro se verificó después de quince minutos de juego, todo un récord.
Un sueño para el milenio
Pero el encuentro había comenzado dos horas antes con el momento culminante del Jubileo del deporte, la eucaristía presidida por el Papa. Antes de que el Papa comenzara la celebración Antonio Rossi, medalla de oro en canoa tanto en Atalanta 96 como en Sydney 2000 se hizo portavoz de todos los deportistas: «Le prometemos que nos comprometeremos a vivir la vida, como el deporte, con valentía, humildad y perseverancia». Y añadió citando las palabras de Santa Catalina de Siena que recordó el Papa en las Jornadas Mundiales de la Juventud: «Si sois lo que tenéis que ser prenderéis el fuego en todo el mundo». Un lema que, según Rossi, debe ser «nuestro sueño y meta para el nuevo milenio».
Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional, también tomó la palabra para rendir homenaje al Santo Padre por el apoyo que siempre ha ofrecido al deporte como escuela de formación del cuerpo y del espíritu.
El deporte, vehículo de valores
En la homilía de la eucaristía, Juan Pablo II subrayó precisamente la «gran importancia que asume hoy el deporte, pues puede favorecer la afirmación en los jóvenes de valores importantes, como la lealtad, la perseverancia, la amistad, el saber compartir, la solidaridad».
Por este motivo, consideró que el deporte se ha convertido en «uno de los fenómenos típicos de la modernidad, una especie de «signo de los tiempos» capaz de interpretar nuevas exigencias y nuevas expectativas de la humanidad. El deporte se ha difundido en todos los rincones del mundo –aclaró el Papa–, superando la diversidad de culturas y naciones».
Por este motivo, según el sucesor de Pedro, los deportistas tienen hoy una gran responsabilidad: «Están llamados a hacer del deporte una ocasión de encuentro y de diálogo más allá de toda barrera de idioma, de raza, de cultura –explicó–. En efecto, el deporte puede ofrecer una válida contribución al entendimiento pacífico entre los pueblos y contribuir a la afirmación en el mundo de una nueva civilización del amor».
Este es el sentido del Jubileo del deporte, indicó el pontífice: un llamado a la conversión de los deportistas, que requiere hacer un «examen de conciencia».
«Mea culpa» del mundo del deporte
«Es importante constatar y promover todos los aspectos positivos del deporte, pero es también un deber analizar las situaciones de transgresión en las que puede caer». En definitiva, el Papa pidió a los deportistas, en especial a los profesionales que en este año santo también ellos pronuncien su «mea culpa».
«Que ese examen ofrezca a todos, dirigentes, técnicos y atletas –deseó el pontífice– la oportunidad para dar un nuevo empuje creativo y propulsivo para que el deporte responda, sin perder su identidad, a las exigencias de nuestros tiempos: un deporte que tutele a los débiles y no excluya a nadie, que libere a los jóvenes de las insidias de la apatía y de la indiferencia, que suscite en ellos un sano espíritu de competición».
Las palabras del Papa eran interrumpidas por los aplausos. Para ese momento, en su discurso, podía entreverse el alma de Karol Wojtyla, a quien le encantaba jugar al fútbol en la escuela de Wadowice, o que disfrutaba tirándose con los esquíes desde el Kasprowy Wierch, la cima más alta de los montes Tatra. Quizá al escuchar las palabras del canoísta Antonio Rossi pensó en aquel 4 de julio de 1958, cuando le llegó la noticia de que había sido nombrado obispo auxiliar de Cracovia mientras se encontraba haciendo canoa con un grupo de muchachos.
Así, dejando espacio a las confidencias, abogó por «un deporte que sea promotor de emancipación de los países pobres y que ayude a cancelar la intolerancia y a construir un mundo más fraterno y solidario; un deporte que contribuya a hacer amar la vida, que eduque en el sacrificio, en el respeto y en la responsabilidad, haciendo que se valore plenamente a cada persona humana».
No es casualidad, si Juan Pablo II concluyó su encuentro con los deportistas pidiendo que no se ahorren esfuerzos «para restablecer el clima de diálogo que existía hasta hace algunas semanas en Oriente Medio».