CIUDAD DEL VATICANO, 5 nov (ZENIT.org).- «En la actual sociedad pluralista, el legislador cristiano se encuentra ciertamente ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización, que contrastan con la propia conciencia». ¿Qué hacer? A esta pregunta respondió ayer Juan Pablo II al recibir en audiencia general a unos 5 mil parlamentarios y gobernantes de 92 países.
Ofrecemos, a continuación, el discurso íntegro del Santo Padre.
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1. Me es grato recibirles en esta audiencia especial, ilustres gobernantes, parlamentarios y administradores públicos, venidos a Roma para el Jubileo. Les saludo con deferencia, a la vez que agradezco al senador Nicolás Mancino las corteses palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos que les acomunan. Deseo expresar mi agradecimiento también al Senador Francesco Cossiga, activo promotor de la proclamación de Santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y los políticos. Así mismo, saludo a las otras personalidades, entre ellas, al señor Mijail Gorvachov, que han tomado la palabra. Doy la bienvenida de manera especial a los jefes de Estado presentes.
Este encuentro me ofrece la oportunidad de reflexionar con ustedes –teniendo en cuenta las mociones precedentemente presentadas– sobre la naturaleza y la responsabilidad que conlleva la misión a la que Dios, en su amorosa providencia, les ha llamado. En efecto, ésta puede considerarse ciertamente como una verdadera vocación a la acción política, concretamente, al gobierno de las naciones, el establecimiento de las leyes y la administración pública en sus diversos ámbitos. Es necesario, pues, preguntarse por la naturaleza, las exigencias y los objetivos de la política, para vivirla como cristianos y como hombres conscientes de su nobleza y, al mismo tiempo, de las dificultades y riesgos que comporta.
2. La política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad. Bien común que, como afirma el Concilio Vaticano II, «abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia» (Gaudium et spes, 74). La actividad política, por tanto, debe realizarse con espíritu de servicio. Muy oportunamente, mi predecesor Pablo VI, ha afirmado que «La política es un aspecto […] que exige vivir el compromiso cristiano al servicio de los demás» («Octogesima adveniens», 46).
Por tanto, el cristiano que actúa en política –y quiere hacerlo «como cristiano»– ha de trabajar desinteresadamente, no buscando la propia utilidad, ni la de su propio grupo o partido, sino el bien de todos y de cada uno y, por lo tanto, y en primer lugar, el de los más desfavorecidos de la sociedad. En la lucha por la existencia, que a veces adquiere formas despiadadas y crueles, no escasean los «vencidos», que inexorablemente quedan marginados. Entre éstos no puedo olvidar a los reclusos en las cárceles: el pasado 19 de julio estuve con ellos, con ocasión de su Jubileo. En aquella oportunidad, siguiendo la costumbre de los anteriores Años Jubilares, pedí a los responsables de los Estados «una señal de clemencia en favor de todos los presos», que fuera «una clara expresión de sensibilidad hacia su condición». Movido por las numerosas súplicas que me llegan de todas partes, renuevo también hoy aquel llamado, convencido de que un gesto así les animaría en el camino de revisión personal y les impulsaría a una adhesión más firme a los valores de la justicia
Ésta tiene que ser precisamente la preocupación esencial del hombre político, la justicia. Una justicia que no se contenta con dar a cada uno lo suyo sino que tienda a crear entre los ciudadanos condiciones de igualdad en las oportunidades y, por tanto, a favorecer a aquéllos que, por su condición social, cultura o salud corren el riesgo de quedar relegados o de ocupar siempre los últimos puestos en la sociedad, sin posibilidad de una recuperación personal.
Éste es el escándalo de las sociedades opulentas del mundo de hoy, en las que los ricos se hacen cada vez más ricos, porque la riqueza produce riqueza, y los pobres son cada vez más pobres, porque la pobreza tiende a crear nueva pobreza. Este escándalo no se produce solamente en cada una de las naciones, sino que sus dimensiones superan ampliamente sus confines. Sobre todo hoy, con el fenómeno de la globalización de los mercados, los países ricos y desarrollados tienden a mejorar ulteriormente su condición económica, mientras que los países pobres — exceptuando algunos en vías de un desarrollo prometedor– tienden a hundirse aun más en formas de pobreza cada vez más penosas.
3. Pienso con gran preocupación en aquellas regiones del mundo afligidas por guerras y guerrillas sin fin, por el hambre endémica y por terribles enfermedades. Muchos de ustedes están tan preocupados como yo por este estado de cosas que, desde un punto de vista cristiano y humano, representa el más grave pecado de injusticia del mundo moderno y, por tanto, ha de conmover profundamente la conciencia de los cristianos de hoy, comenzando por los que, al tener en sus manos los resortes de la política, la economía y los recursos financieros del mundo, pueden determinar –para bien o para mal– el destino de los pueblos.
En realidad, para vencer el egoísmo de las personas y las naciones, lo que debe crecer en el mundo es el espíritu de solidaridad. Sólo así se podrá poner freno a la búsqueda de poder político y riqueza económica por encima de cualquier referencia a otros valores. En un mundo globalizado, en que el mercado, que de por sí tiene un papel positivo para la libre creatividad humana en el sector de la economía (cf. «Centesimus annus», 42), tiende sin embargo a desentenderse de toda consideración moral, asumiendo como única norma la ley del máximo beneficio, aquellos cristianos que se sienten llamados por Dios a la vida política tienen la tarea –ciertamente bastante difícil, pero necesaria– de doblegar las leyes del mercado «salvaje» a las de la justicia y la solidaridad. Ese es el único camino para asegurar a nuestro mundo un futuro pacífico, arrancando de raíz las causas de conflictos y guerras: la paz es fruto de la justicia.
4. Quisiera ahora, en particular, dirigir una palabra a aquellos de ustedes que tienen la delicada misión de formular y aprobar las leyes: una tarea que aproxima el hombre a Dios, supremo Legislador, de cuya Ley eterna toda ley recibe en ultima instancia su validez y su fuerza vinculante. A esto se refiere precisamente la afirmación de que la ley positiva no puede contradecir la ley natural, al ser ésta una indicación de las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral y, por tanto, expresión de las características, de las exigencias profundas y de los más elevados valores de la persona humana. Como he tenido ocasión de afirmar en el Encíclica «Evangelium vitae», «en la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «mayorías» de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto «ley natural» inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil» (n. 70).
Esto significa que las leyes, sean cuales fueren los campos en que interviene o se ve obligado a intervenir el legislador, tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano –desde la concepción a la muerte natural, sea cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario, anciano o en estadio terminal– no es una ley conforme al designio divino. Así pues, un legislador cristiano no puede contribuir a formularla ni aprobarla en sede parlamentaria, aun cuando, durante las
discusiones parlamentarias allí dónde ya existe, le es lícito proponer enmiendas que atenúen su carácter nocivo. Lo mismo puede decirse de toda ley que perjudique a la familia y atente contra su unidad e indisolubilidad, o bien otorgue validez legal a uniones entre personas, incluso del mismo sexo, que pretendan suplantar, con los mismos derechos, a la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer.
En la actual sociedad pluralista, el legislador cristiano se encuentra ciertamente ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización, que contrastan con la propia conciencia. En tales casos, será la prudencia cristiana, que es la virtud propia del político cristiano, la que le indique cómo comportarse para que, por un lado, no desoiga la voz de su conciencia rectamente formada y, por otra, no deje de cumplir su tarea de legislador. Para el cristiano de hoy, no se trata de huir del mundo en el que le ha puesto la llamada de Dios, sino más bien de dar testimonio de su propia fe y de ser coherente con los propios principios, en las circunstancias difíciles y siempre nuevas que caracterizan el ámbito político.
5. Ilustres señoras y señores, los tiempos que Dios nos ha concedido vivir son en buena parte obscuros y difíciles, puesto que son momentos en que se pone en juego el futuro mismo de la humanidad en el milenio que se abre ante nosotros. En muchos hombres de nuestro tiempo domina el miedo y la incertidumbre: ¿hacia dónde vamos? ¿cuál será el destino de la humanidad en el próximo siglo? ¿a dónde nos llevarán los extraordinarios descubrimientos científicos realizados en estos últimos años, sobre todo en campo biológico y genético? En efecto, somos conscientes de estar sólo al comienzo de un camino que no se sabe dónde desembocará y si será provechoso o dañino para los hombres del siglo XXI.
Nosotros, los cristianos de este tiempo formidable y maravilloso al mismo tiempo, aun compartiendo los miedos, las incertidumbres y los interrogantes de los hombres de hoy, no somos pesimistas sobre el futuro, puesto que tenemos la certeza de que Jesucristo es el Dios de la historia, y porque tenemos en el Evangelio la luz que ilumina nuestro camino, incluso en los momentos difíciles y oscuros.
El encuentro con Cristo transformó un día sus vidas y ustedes han querido renovar hoy su esplendor con esta peregrinación a los lugares que guardan la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo. En la medida en que perseveren en esta estrecha unión con Él mediante la oración personal y la participación convencida en la vida de la Iglesia, Él, el Viviente, seguirá derramando sobre ustedes el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad y el amor, la fuerza y la luz que todos nosotros necesitamos.
Con un acto de fe sincera y convencida, renueven su adhesión a Jesucristo, Salvador del mundo, y hagan de su Evangelio la guía de su pensamiento y de su vida. Así serán en la sociedad actual el fermento de vida nueva que necesita la humanidad para construir un futuro más justo y más solidario, un futuro abierto a la civilización del amor.
N. B.: Traducción distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.