NUEVA YORK, 2 mayo 2001 (ZENIT.org).- Los ejecutivos estadounidenses han descubierto en las máximas del jesuita español Baltasar Gracián (1601-1658) la sabiduría que armoniza desarrollo personal, virtudes morales y éxito profesional.

La capital de las altas finanzas, de los altos ejecutivos y de la lucha por el triunfo hace tiempo que anda a la búsqueda de pensadores que puedan ayudarles a salir de la espiral absorbente en la que se ha convertido el trabajo y el dinero a toda costa.

Primero recurrieron a la moda oriental, luego llegó el descubrimiento de que tenemos emociones y que son tan humanas como las ideas y las decisiones crueles, y ahora ha sido el triunfo del padre Gracián.

El éxito del jesuita español del que se recuerda en este año el cuarto centenario de su nacimiento, se debe, en buena parte, al hecho de que sus obras supieron enganchar ya en su época con el sentir y las necesidades de la Corte de Felipe IV y de la nobleza --fue preceptor del virrey de Aragón--, poco dada a filosofías, pero francamente necesitada de consejos claros y precisos.

Entre sus obras en este sentido destacan «El Héroe» (1637), «El Político» (1640), «Arte de Ingenio» (1642), «El Discreto» (1646), «Agudeza y arte de ingenio» (1648) y, en particulaqr, «Oráculo manual y Arte de prudencia» (1647).

Ese estilo aforístico, descubierto en nuestros días por los famosos libros de autoayuda y similares, permite a Gracián no dar la sensación de que se lo sabe todo y que se dispone a agotar el tema con su ensayo, sino de que tiene que comunicar algunas experiencias utilísimas como guías para el tortuoso camino de la vida, sobre todo de la vida del profesional que se mueve en la vida pública de los negocios y de la políticas, en las que tanto influyen las opiniones ajenas.

Gracián, heredero del Siglo de Oro español, y por lo tanto, de la espléndida síntesis alcanzada entonces entre sabiduría antigua y novedad cristiana, entre clásicos latinos y griegos y teología tomista, dirige sus consejos para la formación del hombre virtuoso.

El fin de todo hombre, según el jesuita, es la felicidad, que se consigue precisamente por medio de esa vida virtuosa, «cadena de todas las perfecciones, corazón de la felicidad».

«La virtud se basta a sí misma --dice en otro momento--, y hace al hombre digno de ser amado cuando está en vida, y memorable después de la muerte».

Ser bueno y virtuoso no significa ser un pánfilo. Lo dijo Cristo en el Evangelio («buenos como palomas y astutos como serpientes»), y lo recuerda bien Gracián: «muéstrese tan extremada la sagacidad para el celo como la astucia para el enredo, y no quiera uno ser tan hombre de bien que ocasione al otro el serlo de mal; sea uno mixto de paloma y serpiente; no monstruo, sino prodigio».