Defensa de la pena de muerte
El Fiscal General, John D. Ashcroft, explicó que apoya la idea de reanudar las ejecuciones federales con la pena de muerte de McVeigh porque quienes han llevado a cabo crímenes especialmente «atroces» merecen sufrir la pena más severa. En una entrevista publicada por el «Washington Post» del 28 de abril, Ashcroft afirmaba que no tenía previsto imponer una moratoria a la pena de muerte.
En las audiencias de confirmación del Fiscal General ante el Senado –el pasado mes de enero–, Ashcroft declaró a los senadores que apoyaba firmemente la pena de muerte, pero que se «aseguraría de que tenemos una perfecta integridad y validez en los procesos». Asimismo describió la pena capital como «un modo de demostrar el valor de la vida» y de prevenir que las víctimas se tomen la justicia por su mano.
Mientras tanto, Peter Roff, en un artículo publicado por el «National Review Online» del 24 de abril, no sólo defendía la pena de muerte para McVeigh, sino también la decisión de televisar el acontecimiento a los familiares de las víctimas. Roff suponía que es probable que McVeigh se «rebaje a la cobardía del lloriqueo» en el momento de su ejecución, y es un espectáculo que las familias de sus víctimas deberían poder ver.
En el número del 14 de mayo del «Weekly Standard», Tod Lindberg no estaba de acuerdo con el énfasis que se ha puesto en las familias de las víctimas como una razón para apoyar la ejecución de McVeigh. Si damos prioridad a las víctimas, existe el riesgo de que «la justicia criminal regrese a una forma premoderna en la que la sentencia responde totalmente a la satisfacción de exigencias privadas de la parte ofendida», arguye Lindberg.
La razón por la que se debería aprobar la ejecución de McVeigh, en opinión de Lindberg, no es establecer un ajuste de cuentas entre el criminal y sus víctimas, sino que se basa en el daño causado a la sociedad y en el juicio del Estado de que la gravedad del crimen merece la pena de muerte.
Para Daniel E. Troy, en un artículo publicado por «Los Angeles Times» del 7 de mayo, nuestro «sentido moral innato» pide la muerte para McVeigh. En el caso específico de McVeigh, Troy argumenta que el crimen es especialmente grave, que ha sido bien defendido en el juicio y que no hay cuestiones de marginación por motivos raciales. Además es de conocimiento público que un asesinato puede llevar a la pena de muerte y «McVeigh hizo su elección y debe vivir y morir sufriendo las consecuencias».
«Ejecutar a McVeigh es el mejor modo de afirmar la profunda creencia de los estadounidenses de que la vida es un don de Dios y que quienes fríamente la arrebatan no deberían seguir disfrutando de tal regalo», concluye el artículo.
Detractores de la pena de muerte
Entre los que se han pronunciado contra la ejecución de McVeigh está R. Emmett Tyrrell Jr, redactor jefe del «American Spectator», en el «Washington Times» del 11 de mayo. Basa su oposición observando que hoy la dignidad de la vida humana está cuestionada en toda la sociedad estadounidense.
«Acabar con la pena capital puede ser el principio de un debate sobre la vida en la sociedad, en la ciudadanía y en las artes», comenta Tyrrell. Además, encerrando a McVeigh por el resto de su vida, se le negaría la oportunidad de «dar romanticismo a sus puntos de vista maniáticos y su
infierno personal».
Para Steven Chapman, en el «Washington Times» del 10 de mayo, la pena de muerte tiene una serie de defectos. Para empezar es un método de castigo muy caro. Chapman cita un estudio de la Duke University, según el cual llevar a un criminal a la muerte cuesta dos millones de dólares más que encerrarlo de por vida.
Al afrontar la cuestión de la pena de muerte concebida como método de disuasión para otros delincuentes, el Centro de Información sobre la Pena de Muerte indica que las tasas de homicidio, de media, son un tercio inferiores en los estados en los que no hay pena de muerte que en el resto del país. Los estados sureños, con un índice del 80% de las ejecuciones, todavía tienen porcentajes superiores de asesinatos que cualquier otra región.
Y en cuanto a quienes arguyen que la pena capital evita que la persona ejecutada mate a nadie más, Chapman observa que en este sentido no ofrece una ventaja real respecto a la cadena perpetua.
Pero fundamentalmente Chapman arguye que «el problema no es que McVeigh muera, sino que el resto de nosotros mata». Esto es lo más grave de todo porque estamos eligiendo la ejecución de alguien, no empujados por la necesidad, como en el caso de la defensa propia, sino porque lo deseamos». El artículo concluye indicando que tendríamos que haber «ido más allá de la concepción de que el sacrificio intencionado de la vida humana pueda ser algo positivo».
Sobre la cuestión de los beneficios públicos o el alivio del sufrimiento de las víctimas, Franklin E. Zimring, de «Los Angeles Times», 11 de mayo, observa que «desplazando nuestra atención del crimen al castigo, el proceso de la ejecución da más publicidad al criminal que al crimen». Existe también el riesgo de que las ejecuciones simplemente fabriquen nuevos mártires y proporcionen un acicate para nuevos crímenes.
También argumenta que no hay evidencia de que los familiares supervivientes se sientan mejor o se recuperen antes cuando se aplica la pena capital a los homicidas que en los asesinatos no castigados con la muerte.
Las familias de las víctimas
Los parientes de los asesinados por McVeigh están divididos sobre esta ejecución. Según el «Washington Post», 15 de abril, de los aproximadamente 2.000 familiares de las víctimas y supervivientes del atentado que están legalmente cualificados como testigos de la ejecución, solamente el 15% ha expresado el deseo de presenciarlo.
«No quiero ver morir a nadie, no es eso lo que busco aquí. Pero si no veo directamente a este hombre respirar por última vez, no seré capaz de pasar la página de este capítulo de mi vida», dijo Kathleen Treanor, que perdió a su hija de 4 años, Ashley Eckles, y a sus suegros en el atentado.
Sin embargo Bud Welch, quien también perdió a su hija en la explosión, se ha convertido en un detractor de la pena capital y habla contra este castigo por todo el país. «Viví un periodo de deseo de venganza durante diez meses, tras el asesinato de Julie», dijo. Pero llegó a la conclusión de que esto no le devolvería la paz.
Otro testimonio ofrecido por el «New York Times» del 13 de mayo: Patrick Reeder perdió a su mujer en el atentado y contaba que durante mucho tiempo deseó la muerte de McVeigh. Pero después de un largo y difícil periodo de adaptación llegó al convencimiento de que la ejecución de McVeigh no es la respuesta.
«No se trata de justicia, sino de venganza», dijo Reeder, explicando por qué no desea ver cumplir la sentencia. Durante el juicio de McVeigh, Reeder se sintió cada vez más afectado por la sed de sangre que vio en varios de sus familiares que estaban a favor de la muerte de McVeigh. Siguió un largo periodo en el que finalmente llegó a rechazar la ejecución de McVeigh.