WASHINGTON, 1 marzo 2002 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación la declaración del presidente de la Conferencia de Obispos de Estados Unidos, monseñor Wilton D. Gregory, sobre los casos de abusos de sacerdotes sobre menores.
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En las últimas semanas, nuestra atención se ha vuelto de nuevo al tema del abuso sexual de menores por parte de sacerdotes. Aunque el renovado enfoque de este tema se debe sobre todo a los casos de los sacerdotes que abusaron y no fueron tratados apropiadamente en el pasado, me da la ocasión como pastor y maestro en la fe y moral de expresar, en nombre de todos los obispos, nuestra profunda tristeza por el hecho de que algunos de nuestros sacerdotes sean responsables de este abuso bajo nuestra vigilancia. Sabemos que vuestros hijos son vuestro más precioso don. Son también nuestros hijos y seguimos pidiendo perdón a las víctimas y sus padres y seres queridos por este fallo en nuestra pastoral.
La atención a este tema me da también la oportunidad de renovar la promesa de nuestros obispos de que continuaremos dando los pasos necesarios para proteger a nuestros jóvenes de este tipo de abuso en la sociedad y en la Iglesia. Mientras nosotros tenemos todavía mucho por lo que ser perdonados --y mucho que aprender--, me siento muy alentado por los profesionales que trabajan, tanto con las víctimas como con los que han cometido abusos, que nos animan en este trabajo porque, nos dicen, no hay otra institución en Estados Unidos que esté haciendo más para comprender y tratar el horror del abuso sexual de menores.
Como Iglesia, nos hemos encontrado con las víctimas de abuso sexual de sacerdotes. Hemos escuchado su dolor, confusión, ira y temor. Hemos tratado de alcanzar pastoralmente y sensiblemente no sólo a las víctimas de esta conducta desviada sino a sus familias y las comunidades devastadas por este delito. Nos hemos confrontado con los sacerdotes acusados de abuso y los hemos retirado de su ministerio público.
En las dos últimas décadas, los obispos de Estados Unidos han trabajado diligentemente para aprender todo lo que podemos sobre el abuso sexual. Nuestra Conferencia ha animado el desarrollo de políticas en cada diócesis para tratar este tema. Los obispos han desarrollado métodos por los cuales los sacerdotes que se trasladan de una diócesis a otra deben tener una certificación de su buena reputación. Los obispos también han revisado la selección en los seminarios y han creado programas a nuestro cargo para sacerdotes, profesores, ministros parroquiales y voluntarios, con el objetivo de subrayar su responsabilidad en la protección de los inocentes y vulnerables de tales abusos. Las diócesis han implementado programas para asegurar ambientes seguros en las parroquias y escuelas. Si bien hemos cometido algunos trágicos errores, hemos intentado ser lo más honestos y abiertos posible sobre estos casos, especialmente en el cumplimiento de la ley sobre estas materias y la cooperación con las autoridades civiles. Seguimos comprometidos para ver estas iniciativas implementadas plenamente, para que la Iglesia pueda ser un lugar de refugio y seguridad, no un lugar de negación y angustia. Lamentablemente, afrontamos el hecho de que el mal hace daño a los inocentes, algo a lo que la vida humana ha tenido que hacer frente desde el principio de los tiempos. Esta es una realidad contra la que debemos estar incesantemente en guardia.
Deseo decir una palabra sobre los más de 40.000 estupendos sacerdotes de nuestro país que se levantan cada mañana para dar sus vidas en pleno servicio a la Iglesia como testigos de Jesucristo en nuestro ambiente. Me siento verdaderamente triste de que los delitos de unos pocos han echado una sombra sobre el trabajo necesario y lleno de gracia que hacen día a día para la sociedad y para la Iglesia. El sacerdocio es un tesoro único de nuestra Iglesia y les aseguro que estamos haciendo todo lo posible para asegurar que tenemos valiosos y sanos candidatos al sacerdocio y para sostener a los muchos sacerdotes que cumplen plenamente su ministerio en nombre de todos nosotros.
Mientras deploramos el abuso sexual sobre nuestros jóvenes, especialmente los cometidos por un clérigo, estamos seguros que el número de sacerdotes implicados en tal actividad criminal son pocos. El daño, sin embargo, ha sido inconmensurable. El coste de este fenómeno para nuestro pueblo y nuestro ministerio es tremendo. Es el momento para que el pueblo católico, obispos, clero, religiosos y laicos se decidan de nuevo a trabajar juntos para garantizar la seguridad a nuestros niños. Estos acontecimientos sirven para recordarnos a todos que el coste para evitar estos terribles delitos en el futuro es una vigilancia cuidadosa que no puede y no será relajada. Nosotros obispos tenemos la intención de mantener esta vigilancia junto con y en nombre de nuestro pueblo.
Mientras proseguimos este trabajo común por la seguridad de nuestros niños y por el bien de la sociedad y la Iglesia que amamos, permítannos seguir recordándonos mutuamente ante el Señor en oración y en caridad.
19 febrero 2002