CIUDAD DEL VATICANO, 6 mayo 2002 (ZENIT.org).- La Iglesia católica cuenta con todos los medios jurídicos necesarios para castigar a los sacerdotes que cometen abusos, sólo hace falta aplicarlos y no dejarse llevar por la histeria mediática; asegura el responsable del organismo vaticano encargado de la interpretación de los documentos legislativos.
El arzobispo Julián Herranz, quien participó en la reunión de cardenales y obispos de Estados Unidos y de la Curia Romana celebrada entre el 23 y el 24 de abril pasado para afrontar el argumento, considera que «una recta visión jurídica» de la cuestión es capaz de «restablecer serenidad en tantos espíritus turbados».
El presidente del Consejo Pontificio para la Interpretación de los Textos Legislativos hizo estas afirmaciones «a título personal y sin pronunciarse sobre el comunicado final de la reunión mencionada» al dictar una conferencia en la Universidad Católica de Milán el 29 de abril pasado sobre «El Derecho Canónico, ¿por qué?».
Expulsión del estado clerical
La «conferencia magistral» del arzobispo español, de la que Zenit ha podido consultar el texto original escrito, deja ante todo claro que el Código de Derecho Canónico prevé claramente la expulsión del estado clerical de aquellos sacerdotes que se manchan con este tipo de pecados y otros referentes al sexto mandamiento.
Ahora bien, recuerda al mismo tiempo que el ordenamiento jurídico de la Iglesia, al igual que cualquier otro, exige el respeto de los derechos fundamentales de todas las personas involucradas, en especial los de las posibles víctimas, y los del sacerdote denunciado.
«En los casos extremos –recordó–, ciertos delitos cometidos por los ministros sagrados –que afectan no sólo a esa forma concreta de homosexualidad que es la pederastia– pueden ser castigados con la pena perpetua de la expulsión del estado clerical» (Cf. Código de Derecho Canónico, 1395).
Los sacerdotes también tienen derechos
Los castigos canónicos, como prevé el reciente «Motu proprio» de Juan Pablo II «Sacramentorum sanctitatis tutela», promulgado el 5 de noviembre de 2001 sobre delitos o sacrilegios cometidos por sacerdotes, aclaró Herranz, «exigen las garantías necesarias, con una investigación previa regular, la comprobación de los hechos y pruebas de culpabilidad, asegurando al mismo tiempo el derecho a la defensa tanto del acusado como de la víctima».
«Prescindir de estos procesos –que en los casos más graves pueden ser particularmente rápidos– y de otras medidas penales y disciplinarias que deben ser tomadas para prohibir o limitar la actividad de aquellos sacerdotes sobre los que recaen graves indicios de comportamientos de este tipo, denotaría la falta del sentido más fundamental de justicia en relación de todos los sujetos afectados, y de los que podrían serlo en el futuro», alertó.
Simplificaciones indebidas
«Siguiendo la ola emotiva del clamor público, algunos proponen la «obligación» de la Autoridad eclesiástica de denunciar al juez civil todos los casos de los que tenga conocimiento, así como la obligación de comunicar al mismo juez civil toda la documentación relativa de los archivos eclesiásticos», constata el presidente del Consejo Pontificio para la Interpretación de los Textos Legislativos.
Al mismo tiempo, constató, «como sucede con la jurisprudencia prevaleciente en los Estados Unidos», algunos exigen «una casi ilimitada responsabilidad jurídica de la Iglesia por cualquier comportamiento delictivo de sus ministros».
Ahora bien, reconoció, «desde mi punto de vista, la justicia exige evitar estas simplificaciones indebidas».
«Es necesario –señaló el arzobispo– tener en cuenta, por una parte, que cuando las autoridades eclesiásticas tratan estos delicados problemas, no sólo tienen el deber de respetar con cuidado el fundamental principio de la presunción de inocencia, sino que deben adecuarse también a las exigencias de la relación de confianza, y del correspondiente «secreto profesional» que es inherente a las relaciones entre el obispos y los sacerdotes que colaboran con él, así como entre los sacerdotes y los fieles».
«La esfera de responsabilidad jurídica de los obispos y de las instituciones de la Iglesia debe ser delimitada en función de lo que con certeza y de manera efectiva se habría podido hacer para evitar un delito –explicó Herranz–, teniendo en cuenta asimismo que, incluso en el caso de clérigos, hay circunstancias y ámbitos de comportamiento que no son controlables, pues no afectan al ejercicio del ministerio, sino que forman parte de la esfera de su vida privada, y de su exclusiva responsabilidad personal».
Evitar la histeria mediática
«No cabe la menor duda de que para afrontar esta compleja situación, la prudencia jurídica aconseja — añadió–, incluso a las autoridades civiles, no ceder al clima de sospecha, de acusaciones con frecuencia infundadas, de denuncias muy tardías con sabor a montaje, de aprovechamiento con objetivos económicos de la confusión y del nerviosismo, que con frecuencia acompaña estas oleadas de escándalo público».
«Es necesario evitar con energía –y este es un deber de todos– que algunos pretendan con insistencia echar fango sobre la Iglesia –aseguró–. Es necesario oponerse a las maniobras que pretenden extender las culpas, o al menos las sospechas, a esa aplastante mayoría de sacerdotes –centenares de miles en el mundo– que viven su vocación y ejercen su ministerio en ejemplar fidelidad a Cristo y con generosa abnegación y servicio a las almas».
«Es necesario oponerse a los intentos de quien querría hacer difícil o contestar el trabajo pastoral necesario de los sacerdotes con la infancia y la juventud –insistió–, o desalentar las vocaciones al sacerdocio católico y al ingreso en los seminarios genérica e injustamente difamados».
El prelado concluyó sintetizando en una fórmula su recomendación ante la situación actual: aplicar «la serenidad del Derecho». La justicia, explicó, «ayudará a no ser presa de fáciles emociones y de impresiones superficiales, a no dejarse llevar por el impacto mediático de estos casos dolorosos, así como por simples consideraciones económicas, ni por preocupaciones personales por la propia imagen pública».
«Y lo que es más –concluyó–, hay que evitar tomar estos casos verdaderamente excepcionales –que ciertamente exigen adecuadas medidas de gobierno– como ocasiones para poner en duda los fundamentos de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia sobre el sacerdocio. Esta prudencia también es exigida por la auténtica sabiduría jurídica».