ROMA, 8 junio 2002 (ZENIT.org).- El debate sobre la posible pronunciación del doma de María, corredentora y medidora de todas las gracias ha cobrado actualidad entre los teólogos en los últimos años. El padre dominico Georges Cottier, teólogo de la Casa Pontificia, comúnmente conocido como el «teólogo del Papa», afrontó el argumento en la última videoconferencia mundial organizada por la Congregación para el Clero el 29 de mayo. Esta fue su intervención, publicada en http://www.clerus.org.
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En el hermoso capitulo conclusivo de la Constitución Conciliar «Lumen gentium» sobre la Iglesia dedicado a la Virgen María, leemos: «Así también la Beata Virgen participó en la peregrinación de la fe y sirvió fielmente su unión con el Hijo hasta Cruz, donde estaba, no sin un proyecto divino, (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Primogénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, amorosamente conforme con la inmolación de la víctima que generó; y, al final, por el mismo Jesús moribundo en la cruz, fue ofrecida cual madre al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo (cf. Jn 19, 26 – 27)» (n. 58).
Estas palabras de gran intensidad, son el eco de una larga tradición auténtica del Magisterio. La Madre del hijo de Dios hecho hombre y consagrada, debajo de la Cruz, Madre de su Cuerpo Místico. Posteriormente será proclamada Madre de la Iglesia por Pablo VI. Este título ilumina el sentido de la «íntima unión» de María con la Iglesia, en la cual ocupa «de manera eminente y singular» el «primer lugar» (cf. n. 63). Es en su persona que la Iglesia ha alcanzado aquella perfección que la vuelve sin manchas ni arruga (cf. Ef 5, 27). Ella representa el modelo -«typus»- de la Iglesia. Hay que considerar que María no está fuera de la Iglesia, sino que es su miembro eminente y ejemplar, además de ejercer una función materna sobre la Iglesia. El misterio de la Iglesia y el misterio de María se incluyen y se iluminan recíprocamente.
¿Cómo explicarlo? El Concilio, después de recordar las palabras del Apóstol (1 Tim 2, 5 – 6): «Dios es único y único también es el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre, que en el tiempo fijado dio el testimonio; se entregó para rescatar a todos», y agrega que «la función materna de María hacia los hombres, de ninguna manera oscurece o disminuye esta única mediación de Cristo, sino que enseña su eficacia» (n. 60).
La vida de gracia, participación a la vida divina, existe en principio y en la plenitud de Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, para ser comunicada a su Cuerpo que es la Iglesia. Con esta comunicación, Cristo atrae a la Iglesia y, a cada uno de sus miembros, para asimilarlos a Él, para conformarse con Él y para participar al don de sí mismo para el Padre, a través del cual salvó la humanidad. Único mediador: el don de sí mismo es total e infinitamente suficiente para la salvación del mundo. Que nos hace partícipes de Su Iglesia, esto es un signo de su amor y de la profundidad de la unión en la que lo introduce. Como cada vida, la vida de la gracia es fecunda, trae su fruto en abundancia. Se realiza aquí una ley, tanto para la Iglesia como para María, en proporción a sus singulares privilegios.
El texto del Concilio que hemos citado lo hace resaltar con fuerza: «Bajo la Cruz, María sufre profundamente con su Unigénito; se asocia con ánimo materno a su sacrificio; aceptando amorosamente la inmolación de la víctima que ella generó»: ¿qué es lo que significan estas afirmaciones que indican que María tuvo una parte activa en el misterio de la Pasión y en la obra Redentora?
El mismo Concilio precisa: la Madre del divino Redentor fue «generosamente asociada a su obra, con un título absolutamente único»: «(…) sufriendo con su Hijo, el agonizante en la Cruz, Ella colaboró de manera totalmente especial a la obra del Salvador, con obediencia, con la fe, la esperanza y la ardiente caridad, para restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por esto, Ella se convirtió para nosotros en la Madre en el orden de la gracia» (n. 61).
«Después de su asunción en el cielo, no ha interrumpido esta función salvífica, sino que, con su múltiple intercesión, sigue ofreciéndonos los dones a nosotros, asegurándonos nuestra salvación eterna».
Por esta razón María «es invocada por la Iglesia con los títulos de abogada, auxiliadora, socorredora, mediadora» (n. 62).
¿Podemos agregar al título de mediadora el de corredentora? A luz de lo expuesto, la respuesta es afirmativa. En efecto, el mismo Concilio, para evitar cualquier interpretación falsa, agrega que el empleo de estos títulos es legítimo sólo a condición que sea entendido «de tal manera que nada sea detraído o añadido a la dignidad y a la eficacia de Cristo, único mediador» (ibid).
Se notará que este título de corredentora no aparece en el texto Conciliar. Se puede pensar que esta ausencia querida, obedecía a una motivación ecuménica. El uso del término necesitaba de ulteriores reflexiones.
Es verdad que, si el término de corredención tenía que evocar una yuxtaposición y una adición a la obra Redentora del Salvador, tenía que ser rechazado vigorosamente. Es en cuanto predestinada, suscitada, contenida en el sacrificio Redentor de Cristo, de manera subordinada, participante, en total dependencia de Él que se entiende la corredención de María bajo la Cruz, así como Ella está plenamente compenetrada de la intercesión del Hijo en la gloria, su mediación de intercesión hacia el cielo.
El Concilio ha enunciado el principio que, interpretando una intuición de la fe, norma toda la reflexión teológica en este campo: «Cada saludable influencia de la Beata Virgen hacia los hombres no nace de una necesidad objetiva, sino de una disposición puramente gratuita de Dios, y brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo; por lo tanto se funde sobre la mediación de éstos, de ésta depende en absoluto y alcanza toda su eficacia, no impidiendo mínimamente la unión inmediata de los creyentes con Cristo, sino facilitándola» (n.60).
A la luz de este principio, comprendemos en que sentido María, a titulo único, es corredentora y como de manera proporcional la Iglesia es también corredentora. Comprendemos, además, en qué sentido la vocación de todos los bautizados a la santidad, nos lleva a participar en el misterio de la salvación. Cada una de estas participaciones es como una Epifanía de la fecundidad de la Cruz de Jesús.