Discurso de Juan Pablo II a los obispos de Venezuela

Cristo sufre en los marginados, recuerda

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CIUDAD DEL VATICANO, 11 junio 2002 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso de Juan Pablo II a los obispos de la Conferencia Episcopal de Venezuela a quienes recibió este martes al concluir su quinquenal visita «ad limina Apostolorum».

* * *

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Al término de mi primer viaje a vuestra Patria, me despedía con la esperanza de que «la Iglesia en Venezuela dará verdadero testimonio de la presencia de Jesucristo y podrá afrontar con valentía los desafíos del milenio que se aproxima» (Discurso de despedida, 29-1-1985). Ahora, cuando el nuevo milenio ha comenzado y no se han hecho esperar los desafíos, a veces arduos e inesperados, os recibo con afecto en esta visita «ad limina» para continuar alentando vuestro ministerio de pastores, guías y maestros del Pueblo de Dios que peregrina en esa querida nación.

Agradezco cordialmente las amables palabras que me ha dirigido monseñor Baltazar Porras, arzobispo de Mérida y presidente de la Conferencia Episcopal, con las cuales ha expresado vuestra firme voluntad de plena comunión con el Sucesor de Pedro, quien recibió la misión de confirmar en la fe a sus hermanos (Cf. Lc 22, 32) y es «principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión» («Lumen gentium», 18). Tengo muy presentes los anhelos y preocupaciones de vuestro ministerio apostólico, que habéis expuesto en las Relaciones quinquenales y de las que habéis tenido oportunidad de dialogar en los diversos encuentros con los responsables de los Dicasterios de la Curia Romana. Sabéis que en el misterio de la Iglesia «si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo» (1 Co 12, 26) y, por eso, en vuestro generoso esfuerzo, podréis sentir la fuerza que nace de la comunión con toda la Iglesia, así como la cercanía y solicitud de quien apacienta el Pueblo de Dios como un «amoris officium» (cf. S. Agustín, In Io. Ev., 123, 5).

2. Me complace saber que está en curso la celebración del I Concilio Plenario de Venezuela, convocado con el fin de unir «fuerzas y voluntades para promover el bien común del conjunto de las Iglesias y de cada una de ellas» («Christus Dominus», 36), impulsando así una acción evangelizadora de largo alcance, que sea al mismo tiempo expresión de un esfuerzo unánime «para que la fe se extienda y brille para todos la luz de la verdad plena» («Lumen gentium», 23).

A este respecto, tras la espléndida experiencia del Gran Jubileo, he indicado que uno de los retos decisivos del nuevo milenio es precisamente hacer de la Iglesia «la casa y la escuela de la comunión», mediante un camino espiritual profundo, sin el cual «de poco servirían los instrumentos externos de comunión. Se convertirían en medios sin alma» («Novo millennio inenunte», 43). Por eso, un Concilio particular, acontecimiento de tanta raigambre eclesial, ha de ser vivido y llevado a cabo como una auténtica experiencia especial del Espíritu, que guía a su Iglesia y la mantiene en la unidad de la fe y de la caridad. Su primer fruto es la comunión entre los Pastores que, a su vez, son principio de unidad en las Iglesias particulares que presiden.

Os invito, pues, a fomentar en todas las etapas de ese Concilio el espíritu de diálogo, concordia fraterna y colaboración sincera, evitando cualquier tipo de disensiones que pudieran provocar desorientación en los fieles o ser pretexto para insidias por parte de quienes buscan otros intereses ajenos al bien de la Iglesia.

3. Por la cercanía a vuestro pueblo y la cotidiana labor pastoral que desempeñáis, sois muy concientes de las profundas y rápidas transformaciones sociales que condicionan la gran tarea de la evangelización y que exigen hoy «afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida» (ibíd., 40). En este contexto cobra una importancia particular la renovación de la catequesis, mediante la cual la Iglesia cumple con el deber de «mostrar serenamente la fuerza y la belleza de la doctrina de la fe» (constitución apostólica «Fidei depositum», 1). En efecto la cultura laicista, el clima de indiferencia religiosa o la fragilidad de ciertas instituciones tradicionalmente sólidas, como la familia misma, los centros educativos e incluso algunas instituciones eclesiales, pueden hacer mella en los cauces a través de los cuales se transmite la fe y se promueve la educación cristiana de las nuevas generaciones.

En esta situación, conviene recordar que «en la causa del Reino no hay tiempo para mirar atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza» («Novo millennio inenunte», 15). Por el contrario, es necesario infundir nuevo ardor en los pastores y catequistas para que, con el propio testimonio y la creatividad que tantas veces les caracteriza, encuentren las fórmulas más adecuadas de hacer llegar la luz de Cristo al corazón de cada venezolano, suscitando siempre la sorpresa gozosa de su mensaje y su presencia. A este respecto, el «Catecismo de la Iglesia Católica» servirá de guía e inspiración para una catequesis renovada y adecuada a los diversos sectores de vuestros fieles.

4. Con el espíritu del Buen Pastor, comprobáis a menudo que «la mies es mucha y los obreros pocos» (Mt 9, 37), y es consolador que el Señor haya bendecido vuestro país con un cierto aumento de nuevas vocaciones, a lo que se une la presencia generosa de personas venidas de otras latitudes, tantas veces ejemplo de espíritu de servicio abnegado al Evangelio y de cercanía a la sensibilidad y las necesidades de las gentes. Sabéis bien la importancia que tiene para todos ellos el aliento y la estima de sus Pastores, que no han de escatimar esfuerzos para fomentar un clima de fraternidad entre sus principales colaboradores, los sacerdotes, y de autenticidad en los diversos carismas que enriquecen cada una de las Iglesias particulares.

Además de las oportunas directrices que, como guías, os corresponde establecer, nunca dejéis de alentar la vida espiritual y el auténtico anhelo de santidad en cuantos colaboran en vuestra misión apostólica, que es la fuente más profunda de la que mana el compromiso pastoral, desarrollado en los más diversos campos. Precisamente porque tantas veces han de realizar su misión en condiciones difíciles, han de fundar el gozo de su entrega, más que en éxitos efímeros, en la aspiración de que sus «nombres estén escritos en los cielos» (Lc 10, 20), anunciando a los demás lo que ellos mismos han visto y oído del Señor (Cf. Hch 4, 20; 22, 15).

5. Vuestro país, que cuenta con abundantes recursos naturales y humanos, ha experimentado especialmente en los últimos años un lacerante crecimiento de la pobreza, a veces extrema, de numerosas personas y familias. El rostro de Cristo sufriente se hace concreto en tantos campesinos, indígenas, marginados urbanos, niños abandonados, ancianos desatendidos, mujeres maltratadas o jóvenes desocupados. Sé que todo esto interpela apremiantemente vuestra solicitud pastoral, pues no se puede pasar de largo ante el prójimo desventurado (cf. Lc 10, 33-35), que tantas veces requiere una atención inmediata, antes incluso de analizar las causas de su desgracia.

La Iglesia, tanto mediante la abnegada entrega de muchas personas como de la acción constante de tantas instituciones, siempre ha dado y continua dando testimonio de la misericordia divina con su dedicación generosa e incondicional a los más necesitados, que ha de convertirse cada vez más en actitud generalizada de toda comunidad cristiana, con la colaboración activa de sus miembros y la promoción incansable del espíritu de solidaridad en el conjunto del pueblo venezolano.

Junto a estas urgencias que no admiten demoras, sentís también la necesidad de contribuir a la construcción de un orden social más justo, pacífico y provechoso para todos. En efecto, sin entrar en
concurrencia con todo aquello que compete a las autoridades públicas, la Iglesia se sentirá llamada unas veces a dar voz a los que nadie parece escuchar, otras a «discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos que comparte con sus contemporáneos, cuáles son los signos verdaderos de la presencia o del designio de Dios» («Gaudium et spes», 11), y otras, en fin, a buscar formas de colaboración leal en aquellas iniciativas que persiguen el bien integral de la persona y que, por ello, atañen tanto a la misión propia de la Iglesia como a la finalidad específica de las organizaciones sociales. Éstas, en efecto, no pueden desentenderse, ni menos aún ignorar, la considerable aportación de la Iglesia a muchos aspectos que pertenecen al bien común.

Sé muy bien que esta faceta de vuestro ministerio no siempre es fácil, y que no faltan malentendidos, intentos de tergiversación o propósitos más o menos declaradamente partidistas. Pero no es éste el terreno en que se mueve la Iglesia, la cual desea promover precisamente un clima de diálogo abierto y constructivo, paciente y desinteresado, entre todos aquellos que tienen en sus manos responsabilidades públicas, con el fin de hacer valer la dignidad y los derechos inalienables de la persona en cualquier proyecto de sociedad, de manera que «nuestra tierra sea más fraterna y más solidaria, para que se pueda vivir bien en ella y que la indiferencia, la injusticia y el odio no tengan jamás la última palabra» (Al Cuerpo diplomático, 10-1-2002, 2).

6. Confío vuestro ministerio pastoral a la Santísima Virgen María, tan querida en vuestra patria bajo la advocación de Nuestra Señora de Coromoto. Ante ella me postré en mi último viaje a Venezuela para implorar su protección sobre el pueblo venezolano, y hoy le sigo pidiendo que los católicos de ese querido País sean «sal y luz para los demás, como auténticos testigos de Cristo» (Homilía en el Santuario de la Virgen de Coromoto, 10-2-1996, 6).

Mientras os ruego que transmitáis a vuestros fieles el saludo del Papa, que no les olvida, su especial gratitud a los sacerdotes, comunidades religiosas y cuantos colaboran más directamente en la apasionante tarea de la evangelización, os reitero mi exhortación a trabajar en comunión mutua y con la Sede de Pedro en favor de la causa del Evangelio, a la vez que os imparto de corazón la Bendición Apostólica.

[Texto original en español distribuido por la Sala de Prensa de la Santa Sede]

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ZENIT Staff

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