ROMA, 26 junio 2002 (ZENIT.org).- El
cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París, tiene un sueño para el
cristianismo en Europa. Lo ilustra con la visión del profeta Ezequiel
(capítulo 47): «el río de agua viva que surge del nuevo templo hace renacer
el desierto».
El purpurado francés, nacido en 1926 en el seno de una familia judía de
origen polaco, presenta su propuesta sobre el papel de los cristianos en el
viejo continente en momentos en que la Convención Europea reflexiona sobre
su futuro constitucional e institucional.
Su reivindicación apareció este miércoles en un artículo publicado por el
diario Avvenire.
«Europa, como la hemos soñado y como la deseamos –reconoce el purpurado–,
se asemeja al templo de Ezequiel, construcción maravillosa en la que los
planos son irrealizables y cuya belleza es fascinante, pero que corresponde
sólo a la fantasía de quien la ha concebido».
«Tras la Europa de pesadilla que hemos conocido, tanto durante las dos
guerras mundiales como después con la ruptura y la división, aparece
finalmente, por primera vez, una Europa nueva, salida de los sueños secretos
de los fundadores».
«El desierto es nuestro tiempo: es ese paisaje extraño en el que nos
encontramos, donde el sueño de Europa permanece escondido en el corazón de
los visionarios, pero en el que los pueblos sienten sólo deseos
contradictorios, dificultades para comprometerse, contiendas para obtener la
mejor porción de la tarta».
El arzobispo de París reconoce, por una parte, que Europa ha sido «la matriz
del mundo moderno», el único continente «que se ha mundializado como cultura
y como civilización». Pero, por otra parte, esta civilización parece
agotarse, «como si hubiera perdido su secreto y su fuerza interior de
renovación».
«Para lograr la unidad en esta amalgama –asegura– es necesaria una
ambición personal y colectiva, una voluntad y medios, hace falta un ideal
atractivo, una civilización que haga desear a cada uno de los pueblos que la
componen participar en su construcción y adherirse a lo que no puede ser
sólo una cooperativa».
«¿Dónde está el suplemento de alma? ¿Dónde está el alma?», se pregunta
Lustiger.
«El cristianismo, que tiene en Europa un lugar decisivo, aunque no
exclusivo, tiene un deber respecto a la construcción europea que es posible
ilustrar en modo metafórico, haciendo referencia al papel que Ezequiel da al
río de agua viva en el desierto», responde.
El reto no está en reconocer el papel histórico del cristianismo, sino en
que este río siga regenerando el desierto, añade.
Por lo tanto, aclara, se trata de «una exigencia» que debe experimentar todo
cristiano para construir una Europa basada en un ideal elevado.
«¿Cuál puede ser este ideal de Europa?», se pregunta Lustiger. Este ideal,
responde, debe ofrecer «razones de vida». Si Europa no representa más que un
pasaporte interesante, entonces «no hay motivo para que Europa exista».