TORONTO, 26 julio 2002 (ZENIT.org–Avvenire).- Ante la catedral de San Miguel, en pleno centro de Toronto, sorprendía la presencia de banderas de países árabes. No era una proclama política.
En el templo comenzaba la catequesis en árabe dirigida por monseñor Giacinto-Boulos Marcuzzo, obispo titular de Emaús, auxiliar del patriarca latino de Jerusalén y vicario patriarcal de Nazaret.
Los palestinos, que participan en estas Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) esquivando numerosos obstáculos, son de los primeros en llegar. Los católicos de Israel y de los Territorios Ocupados comparten espacio entre árabes católicos del Líbano, Siria, Jordania y Egipto.
Hay también una pequeña representación de Sudán. La delegación del Patriarcado de Jerusalén, con jurisdicción en toda Jordania, es sin embargo la más numerosa, con 242 peregrinos de un total de 500 de lengua árabe.
El drama de Oriente Medio aflora en el diálogo que se entabla al final de la catequesis. «Sufrimos por los palestinos, nuestra gente, pero también por las víctimas israelíes», dice Sofi, 28 años, profesora de la Universidad de Belén, aunque vive en Ramala.
A los testimonios dolorosos de miles de actos de violencia sufridos por estos jóvenes, endurecidos por la guerra, la ocupación, los abusos, el toque de queda, sigue un sinfín de preguntas difíciles de responder: ¿por qué el mundo, y en especial Occidente, permanece indiferente?; ¿cómo es posible que la muerte se convierta en rutina en los medios de comunicación?
«El perdón es posible pero dejando claras las cosas. No se puede arrojar una piedra sobre lo que ha sucedido», dice el padre Elías, un joven sacerdote que vive en Nazaret. «Perdón sí –añade–, pero fundado en la justicia».
«Soy árabe cristiana –cuenta Nivine, 25 años, también de Nazaret–. No he elegido nacer en Israel pero he elegido ser cristiana y como tal soy una árabe que trabaja por la paz».
«Nadie quiere recordar que los cristianos árabes en Israel viven en la precariedad más absoluta, en la pobreza extrema –explica–. No hay trabajo para ellos, ni ingresos, nada de nada. La existencia es una lucha cotidiana contra el hambre».
«Y sin embargo, debemos resistir –responde Sofi–, tenemos que mantener en los Territorios Ocupados y en Israel, cueste lo que cueste, una presencia cristiana que está cada vez más amenazada, aunque desde fuera se finja ignorar el problema. Cada vez está más claro que la apuesta en Oriente Medio es la supervivencia de la Iglesia».
Para poder lograr que el drama de Tierra Santa resuene en Toronto, los palestinos han afrontado el largo viaje haciendo económicos, sufriendo el rechazo de algunos visados, y desafiando, en algunos casos el toque de queda, para no perder el avión.
«Han venido a la JMJ para encontrarse con la Iglesia y el mundo», recuerda monseñor Marcuzzo, que ha centrado su catequesis en la estrecha relación que debe haber entre paz, seguridad y justicia.
«Han venido sobre todo para volver a encontrar una vida normal por unos días–concluye–. Esa normalidad de vida, la paz, un bien que hasta ahora les ha sido negado».