CASTEL GANDOLFO, 9 septiembre 2002 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronuncio el pasado viernes Juan Pablo II al nuevo embajador de Uruguay, el señor Daniel Pérez del Castillo, al recibir sus cartas credenciales.
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Señor Embajador
1. Me es grato recibir las cartas que acreditan a Vuestra Excelencia como Embajador extraordinario y plenipotenciario de la República Oriental del Uruguay ante la Santa Sede, en este acto solemne en el cual quiero darle mi más cordial bienvenida.
Deseo manifestar también mi sincero agradecimiento por el deferente saludo del Señor Presidente de la República, del que Vuestra Excelencia se ha hecho portavoz, rogando al mismo tiempo que le haga llegar mi especial cercanía al pueblo uruguayo, que encomiendo al Todopoderoso para que, en la actual singladura de su vida social y económica, pueda encontrar las soluciones más idóneas para alcanzar metas cada vez más altas de justicia, solidaridad y progreso, según el espíritu cristiano que tanto ha contribuido a forjar la identidad nacional.
2. La Misión que su Gobierno le ha encomendado inicia en unos momentos en que diversas circunstancias atraen poderosamente la atención, tanto en el concierto de las Naciones como en su propio País. Nuevas e inesperadas inquietudes parecen hacer zozobrar, en este comienzo de milenio, los equilibrios y el progreso que se creían alcanzados, una vez superados los turbulentos acontecimientos que han caracterizado el siglo pasado.
En este contexto, la Iglesia sigue proclamando con fuerza la necesidad de unas relaciones fluidas y cordiales entre las diversas naciones, asegurando así los cauces apropiados para un diálogo ininterrumpido que ayude eficazmente a resolver los conflictos, aunar los esfuerzos para promover la concordia y construir, con la colaboración de todos, el bien común de la sociedad.
El mensaje cristiano, al invitar a esperar «contra toda esperanza» (Romanos 4, 18), proclama su confianza en el ser humano y en su capacidad, con la ayuda de Dios, de no sucumbir a las dificultades, advirtiendo al mismo tiempo de que los progresos obtenidos en cada momento de la historia, no obstante la fascinación que pueden producir, son transitorios, susceptibles de mejoras y, en todo caso, necesitan ser reafirmados constantemente por las personas e instituciones para encauzar las más nobles aspiraciones del ser humano.
Por eso «la Iglesia sabe muy bien que su mensaje conecta con los deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación humana, devolviendo la esperanza a quienes ya no esperan» (Gaudium et spes, 21). En ello funda su misión de contribuir al bien común de los pueblos, colaborando con las autoridades civiles y manteniéndose siempre en el ámbito que le es propio, sin pretender usurpar competencias ajenas. A ella le compete también promover los valores que son, a la vez, el alma de una nación y que favorecen la democracia, pues «una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Centesimus annus, 46).
3. Recientemente ha tenido lugar también en el Uruguay una crisis social y económica de inusuales proporciones, que ha afectado gravemente a numerosos hogares. Esta situación, si bien obedece a factores complejos, algunos de ellos de origen externo a la Nación, debe llevarnos no obstante a una reflexión serena y realista sobre aquellas premisas que la han provocado o favorecido.
A este respecto, es oportuno recordar que la situación social no mejora aplicando exclusivamente unas medidas técnicas. Como Usted ha hecho presente, se ha de cuidar especialmente el cultivo de los valores y el respeto a la dimensión ética de la persona, de la familia y de la sociedad. Para un auténtico progreso de los pueblos se ha de fomentar la honestidad, la austeridad, la responsabilidad por el bien común, la solidaridad, el espíritu de sacrificio y la cultura del trabajo. De este modo será más fácil asegurar un desarrollo integral para todos los miembros de la comunidad nacional, para que no falten a cada uruguayo los bienes necesarios para desarrollarse como persona y como ciudadano, teniendo siempre en cuenta que, en épocas de dificultad y de crisis, se ha de prestar un especial cuidado en no seguir deteriorando la situación de aquellos que ya sufren la pobreza en sus múltiples formas.
4. En el ámbito de la asistencia a los más desfavorecidos, la Iglesia «está presente desde siempre con sus obras que tienden a ofrecer al hombre necesitado un apoyo material que no lo humille ni lo reduzca a ser únicamente objeto de asistencia, sino que lo ayude a salir de su situación precaria, promoviendo su dignidad de persona» (ibídem, 49). Así ha sido y continúa siendo en Uruguay, por lo que la coordinación y colaboración con las Instituciones civiles en tantos campos que promueven el bien de los ciudadanos, como la educación, la atención sanitaria o la asistencia a los marginados o desprotegidos, es un modo de contribuir validamente al bien común de toda la comunidad nacional.
Al mismo tiempo, la Iglesia, precisamente por el total respeto a la dignidad de todo ser humano, cualquiera que sea su condición o situación social, defiende siempre sus derechos inalienables, como el de la vida desde su concepción hasta su ocaso natural, el derecho a nacer y crecer en una familia, a construir un hogar estable y a profesar sin obstáculos, tanto privada como públicamente, su fe religiosa. En efecto, los derechos fundamentales de la persona no pueden sacrificarse en aras de otros objetivos considerados falazmente como benéficos, pues esto atentaría contra la verdadera dignidad de todo ser humano.
5. Señor Embajador, al concluir este encuentro, le reitero mis mejores augurios en el desempeño de la alta misión que se le ha encomendado, para que las relaciones entre el Uruguay y la Santa Sede, como Usted ha puesto de relieve, se refuercen y progresen, reflejando así el gran aprecio que por el Sucesor de Pedro siente el pueblo uruguayo, el cual ha querido perpetuar la memoria de mi primera visita a ese País manteniendo como monumento nacional la Cruz que presidió la Eucaristía allí celebrada.
Le ruego que se haga portavoz de mi sincero reconocimiento por todo ello, así como de mi especial cercanía y afecto a todos los queridos hijos e hijas del Uruguay, para los que invoco siempre la maternal protección de la Virgen de los Treinta y Tres en su camino hacia una sociedad más justa, solidaria y pacífica.