CIUDAD DEL VATICANO, 2 octubre 2002 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada al comentar el cántico del capítulo 26 de Isaías, himno a Dios, «roca eterna» para quien confía en él


Tenemos una ciudad fuerte,
ha puesto para salvarla murallas y baluartes:

Abrid las puertas para que entre un pueblo justo,
que observa la lealtad;
su ánimo está firme y mantiene la paz,
porque confía en ti.

Confiad siempre en el Señor,
porque el Señor es la Roca perpetua.

La senda del justo es recta.
Tú allanas el sendero del justo;
en la senda de tus juicios, Señor, te esperamos,
ansiando tu nombre y tu recuerdo.

Mi alma te ansía de noche,
mi espíritu en mi interior madruga por ti,
porque tus juicios son luz de la tierra,
y aprenden justicia los habitantes del orbe.

Señor, tú nos darás la paz,
porque todas nuestras empresas
nos las realizas tú.




1. En el libro del profeta Isaías convergen voces de autores diferentes, distribuidas en un amplio espacio de tiempo, colocadas todas bajo el nombre y la inspiración de este grandioso testigo de la Palabra de Dios, vivido en el siglo VIII a.c.

Dentro de este amplio rollo de profecías, que también aprendió y leyó Jesús en la sinagoga de su pueblo, Nazaret (Cf. Lucas 4,17-19), se encuentra una serie de capítulos, que va del 24 al 27, generalmente llamada por los expertos «el gran Apocalipsis de Isaías». Luego aparecerá otra serie, de menor extensión, entre los capítulos 34 y 35. En páginas con frecuencia ardientes y llenas de simbolismos, se ofrece una poderosa descripción poética del juicio divino sobre la historia y se exalta la espera de la salvación por parte de los justos.

2. Con frecuencia, como sucederá en el Apocalipsis de Juan, se oponen dos ciudades antitéticas entre sí: la ciudad rebelde, encarnada en algunos centros históricos de entonces, y la ciudad santa, en la que se reúnen los fieles. Pues bien, el cántico que acabamos de escuchar, y que está tomado del capítulo 26 de Isaías, es precisamente la celebración gozosa de la ciudad de la salvación. Se eleva fuerte y gloriosa, pues es el mismo Señor quien ha puesto los cimientos y las murallas defensivas, haciendo de ella una morada segura y tranquila (Cf. versículo 1). Él abre ahora de par en par las puertas para acoger al pueblo de los justos (Cf. versículo 2), quienes parecen repetir las palabras del Salmista, cuando, ante el templo de Sión, exclama: «Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por ella» (Salmo, 117, 19-20).

3. Quien entra en la ciudad de la salvación debe tener un requisito fundamental: «su ánimo está firme..., porque confía en ti; confiad» (Cf. Isaías 26,3-4). La fe en Dios, una fe sólida, basada en él, es la auténtica «roca eterna» (versículo 4).

La confianza, ya expresada en el origen hebreo de la palabra «amén», sintética profesión de fe en el Señor que, como cantaba el rey David, es «mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Salmo 17, 2-3; Cf. 2 Samuel 22, 2-3). El don que Dios ofrece a los fieles es la paz (Cf. Isaías 26, 3), el don mesiánico por excelencia, síntesis de vida en la justicia, en la libertad y en la alegría de la comunión.

4. Es un don confirmado con fuerza también en el versículo final del cántico de Isaías: «Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú» (versículo 12). Este versículo llamó la atención de los Padres de la Iglesia: en aquella promesa de paz vislumbraron las palabras de Cristo que resonarían siglos después: «Mi paz os dejo, mi paz os doy» (Juan 14, 27).

En su «Comentario al Evangelio de Juan», san Cirilo de Alejandría recuerda que, al dar la paz, Jesús entrega su mismo Espíritu. Por tanto, no nos deja huérfanos, sino que a través del Espíritu permanece con nosotros. Y san Cirilo comenta: el profeta «invoca que se nos dé el Espíritu divino, por medio del cual, hemos sido readmitidos a la amistad con Dios Padre, nosotros, que antes estábamos alejados de él por el pecado que reinaba en nosotros». Después el comentario se convierte en una oración: «Concédenos la paz, Señor. Entonces, comprenderemos que lo tenemos todo, y que no le falta nada a quien ha recibido la plenitud de Cristo. De hecho, la plenitud de todo bien es el hecho de que Dios habite en nosotros por el Espíritu (Cf. Colosenses 1, 19» (vol. III, Roma 1994, p. 165).

5. Demos una última mirada al texto de Isaías. Presenta una reflexión sobre la «senda del justo» (Cf. versículo 7) y una declaración de adhesión a las justas decisiones de Dios (Cf. versículos 8-9). La imagen dominante es la del camino, clásica en la Biblia, como ya había declarado Oseas, un profeta anterior a Isaías: «Quien es sabio que entienda estas cosas..., pues rectos son los caminos del Señor, por ellos caminan los justos, mas los rebeldes en ellos tropiezan» (14, 10).

En el cántico de Isaías hay otro elemento muy sugerente por el uso que hace de él la Liturgia de las Horas. Menciona la aurora, esperada después de una noche dedicada a la búsqueda de Dios: « Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti» (26, 9).

Precisamente a las puertas del día, cuando comienza el trabajo y late la vida diaria en las calles de las ciudades, el fiel debe comprometerse de nuevo a caminar «por la senda de tus juicios, Señor» (v. 8), esperando en Él y en su Palabra, único manantial de paz.

Los labios pronuncian entonces las palabras del Salmista, que desde la aurora profesa su fe: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti...; tu gracia vale más que la vida» (Salmo 62, 2.4). Con el espíritu reconfortado, puede afrontar el nuevo día.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit
Al final de la audiencia, el Papa hizo esta síntesis en castellano]


Queridos hermanos y hermanas:

El Cántico de Isaías que acabamos de escuchar describe la ciudad de la salvación que abre con gozo las puertas a los justos. Ella se erige fuerte y gloriosa, porque el Señor ha puesto sus fundamentos y muros de defensa, haciéndola segura y tranquila. Quien entra en esta ciudad debe tener una fe sólida en Dios, la «roca eterna». Él ofrece a los fieles la paz, síntesis de una vida en la justicia, en la libertad y en la alegría de la comunión.

Los Padres de la Iglesia han visto en esa promesa de paz las palabras que Cristo diría siglos más tarde: «Mi paz os dejo». Al dar la paz, Jesús dona su mismo Espíritu y se queda con nosotros.

Saludo a los fieles de lengua española; en especial a los peregrinos de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Lampa, Chile; a los jóvenes de la Archidiócesis de La Habana, Cuba; a los alumnos del Bachillerato humanista moderno de Salta, Argentina. Afrontad cada jornada, cuando comienza el trabajo y la vida en las calles de la ciudad, con el empeño de seguir «los rectos juicios del Señor» y esperando en su Palabra, única fuente de paz. ¡Muchas gracias!