El nuevo arzobispo de Granada afronta los desafíos de la evangelización hoy

Monseñor Martínez: «A la Iglesia sólo le hace daño el empobrecimiento de su experiencia de Cristo»

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CÓRDOBA, 16 marzo 2003 (ZENIT.org).- Este sábado se hizo público el nombramiento del actual obispo de Córdoba, monseñor Francisco Javier Martínez Fernández, como arzobispo de Granada. Poco después del anuncio por parte de la Sala de Prensa de la Santa Sede, hemos tenido la oportunidad de conversar con él, para pedirle sus primeras impresiones sobre su nuevo nombramiento y los siete años de ministerio vividos en la Diócesis de Córdoba.

–Hace siete años se anunciaba su nombramiento para presidir la Iglesia de Córdoba. Hoy se hace público el nuevo servicio que se le encomienda en la Iglesia de Granada. ¿Qué es lo primero que se le pasa por la cabeza en estos momentos?

–Monseñor Martínez Fernández: Que mi vida pertenece a Otro, pertenece a Cristo, lo cual es lo mejor que a uno le puede pasar en la vida. Esa es la verdad de todo cristiano, pero es la verdad de una manera singular y propia de un sacerdote. Hay una palabra en la Tradición cristiana para expresar eso, que es la palabra «obediencia». La palabra obediencia es una palabra «maldita» en el vocabulario del entorno cultural contemporáneo, quizá porque el hombre contemporáneo tiene experiencia de muchos malos señores, de muchas pretensiones del poder sobre la vida del hombre. Pero la obediencia a Dios, la obediencia a Cristo, es lo mejor que a uno le puede pasar en la vida, a cualquiera. Y, si algo ha habido de bueno en mi ministerio en estos años, tiene que ver con el hecho de que la vida sea de Cristo. Que la vida sea de Cristo es una Gracia, porque es una garantía de fecundidad, de alegría, de esperanza, de libertad, de muchas cosas que el hombre busca. Y es una condición hasta para que un hombre y una mujer se puedan querer, para que los hijos quieran a los padres y los padres a los hijos. Y yo no he querido enseñar en Córdoba otra cosa. Por lo tanto, esto me da la ocasión de testimoniar, una vez más, lo que ha sido el contenido constante de mi predicación. Yo puedo decir que soy sacerdote obedeciendo los signos de una llamada del Señor. En esta clave, por obediencia fui obispo. Por obediencia he venido a Córdoba y, por obediencia a mi Señor y al Señor de la Iglesia, a la que amo con toda mi alma, me pide otro ministerio y pongo mi vida en juego sin más. En ese sentido no cambia nada.

–Un cambio de Obispo en Córdoba, ¿va a suponer un cambio en la línea que está siguiendo la Diócesis o la detención de las obras que se han comenzado?

–Monseñor Martínez Fernández: En lo que tienen de humanas, todas las obras son perecederas. Pero el ministerio de un obispo no lo constituyen las obras que hace, sino el testimonio que da de Jesucristo. Puesto que eso el lo esencial del ministerio, da lo mismo que haya un obispo que otro.

–¿Está determinado el cambio por la problemática que hay entorno a CajaSur?

–Monseñor Martínez Fernández: La respuesta a eso es: tengo la certeza de que no.

–Y entonces, ¿cuáles son las razones por las que el Santo Padre cambia a un obispo?

–Monseñor Martínez Fernández: El Santo Padre, la Santa Sede, ve las necesidades de la Iglesia universal y, para atenderlas mejor, dispone de la vida y de los nombramientos de los obispos, y destina a cada uno donde cree que puede ser más útil. Es la Iglesia. Y eso, además, no lo hace ni el Santo Padre solo ni la Santa Sede sola, es decir, se escucha a muchas personas. Hace ya tiempo que venía sonando la posibilidad de un cambio. Y, por poner un ejemplo, el actual Arzobispo de Granada vino a Granada después de mí y se ha marchado antes que yo, y no hay ningún problema especial en Granada.

–En estos años ha sido muy estrecha la relación con las personas de la Diócesis. ¿Cuál es el sentimiento que domina al tener que dejar a este pueblo?

–Monseñor Martínez Fernández: Sería injusto negarlo. Yo quiero a la Iglesia que el Señor me ha confiado, a esta Diócesis concreta, a su pueblo, a su gente, a sus sacerdotes, con un amor humano. Desde que supe que era Obispo de Córdoba, le he pedido al Señor, creo que casi todos los días, que mi vida pudiera servir como instrumento para que este grupo de hombres, que forma el pueblo cordobés, pudiera conocer a través de mí algo del amor de Dios, del amor que Jesucristo tiene por ellos. Y en ese sentido he puesto mi vida en juego muy claramente.

¿Qué significa eso? Que en este momento hay un aspecto de desgarro humano porque, gracias a Dios, no soy una máquina. Pero también, al mismo tiempo, tengo la certeza de que la única fecundidad, y el único gozo, y la única libertad posible para la vida está en Cristo. Y eso significa dos cosas. En primer lugar, para dar testimonio, en este momento de mi vida, exactamente de lo mismo que he querido dar testimonio a lo largo de todos estos años: que Cristo es lo más querido y lo más necesario para el hombre, para mí como persona y para cualquiera. Y, en segundo lugar, significa la certeza de que todo lo que es verdadero -y hemos vivido muchas cosas muy bellas y muy verdaderas- tiene su fundamento en Jesucristo, y ni el tiempo ni la muerte tienen el poder de destruirlo. Quien no tiene Fe piensa que las cosas son efímeras, que todo desaparece con el instante, y que las cosas se suceden unas a otras sin continuidad, pero, para quienes tenemos Fe, nada se pierde. Yo seguiré trabajando en la Iglesia en otra partecita del Cuerpo del Señor, y en la Eucaristía todos estaremos unidos por los lazos de la comunión. Eso ni la distancia ni la muerte tienen el poder de destruirlo. Si no lo destruye la muerte, mucho menos un destino nuevo.

–Vd. ha dicho últimamente que la Gracia tiene ojos y manos. Para mucha gente de Córdoba (los que han participado en la Visita Pastoral, todos los jóvenes que han participado en las peregrinaciones, gente que ha asistido a los Encuentros Diocesanos, todos los que asistieron a las celebraciones jubilares…) esos ojos y esas manos han sido Vd., en el sentido de que ha sido esa carne por la que ha pasado la Gracia de Cristo. A esa gente que siente el desgarro de que se le va un padre…

–Monseñor Martínez Fernández: Si he sido un poquito Pastor según el designio del Señor, yo no soy más que un icono suyo. Y el Señor sigue, el Señor no se va. Uno da gracias por las personas que te han acercado a Cristo. En ese sentido, yo he deseado que, a pesar del corazón humano, mi relación con el pueblo cristiano de Córdoba, y con la gente, con los sacerdotes, con todos, no sea una relación sentimental, sino una relación verdadera, que tiene como fundamento justo la obediencia a Cristo, la obediencia al amor que Cristo les tiene. Con la ayuda de la Gracia y la oración de ese Pueblo, se hace presente el amor de Cristo. Pero ese amor no se va. Y no se va por esa razón, porque no es una relación sentimental. Como decía Péguy: “Cuando uno es padre, lo es para siempre”. Todo lo que hay de verdadero en nuestra vida participa del Ser de Dios, y el Ser de Dios permanece para siempre.

–¿Qué puede decir de estos años en Córdoba?

–Monseñor Martínez Fernández: El número siete tiene un significado de plenitud en la tradición judeo-cristiana. Los sacramentos son siete, las obras de misericordia son siete, la obra de la Creación son siete días, pero no quiero entretenerme ahora con juegos cabalísticos. Lo que me interesa afirmar es que han sido años plenos. La idea de plenitud sí que me la sugieren, no los siete años, sino lo que he vivido.

¿En qué sentido? El Señor nos ha concedido vivir momentos de Gracia grandes, de agradecimiento por la construcción de un Pueblo, de agradecimiento por una comunión naciente en medio de unas circunstancias en general nada fáciles para la Fe y para la vida de la Iglesia; el crecimiento de una libertad grande en el Pueblo de Dios, una libertad grande de expresarse, de vivir la Fe al aire libre, con sencillez, con naturalidad
. El Señor me ha permitido ver cómo crece un Pueblo y me siento muy agradecido de ser testigo de eso. Siempre es un privilegio y una Gracia servir al Cuerpo de Cristo y al Pueblo de Dios, y esa Gracia, en estos años, para mí ha sido muy fácil de reconocer. Creo que Córdoba, la Diócesis de Córdoba, es un pueblo privilegiado por la misericordia de Dios y, en un contexto probablemente no fácil, hay un Pueblo cristiano, y ese Pueblo cristiano es lo más bello que yo conozco.

Han sido unos años preciosos de crecimiento en el amor a Cristo y de gratitud por la belleza de la Iglesia y por la Iglesia en Córdoba.

–¿En qué reconoce Vd. ese privilegio?

Especialmente en la Visita Pastoral, y en muchos otros encuentros durante estos años, he sido conmovido por una Fe sencilla, de una autenticidad en la que resplandece la santidad. He visto el fruto de la humanidad que nace de la Presencia de Cristo. Lo he visto miles de veces. El otro día confirmaba en la Parroquia de San Rafael, y al terminar el Credo les dije: «En el Credo habéis dicho algo que quizá lo decís con la boca chica, o con un cierto escepticismo. Habéis dicho: «Creo en la Iglesia, Una, Santa». Y lo decís con la boca chica y con vergüenza, porque pensáis que vosotros no sois santos, y que lo que uno ve de la Iglesia a lo mejor no parece muy santo. Y, sin embargo, os puedo decir que podéis afirmarlo con toda verdad. Y os lo digo con la conciencia de quien conoce algo, creo, las heridas que tiene el Cuerpo de Cristo. Pero la Iglesia es Santa. Y no porque nosotros seamos santos en el sentido en el que la gente entiende la santidad, como la suma de todas las cualidades sin mezcla de defecto alguno. En ese caso no nos quedaría más remedio que decirlo con la boca chica. La Iglesia es Santa porque Cristo está en medio de Ella, y está indefectiblemente en medio de nosotros, está aquí esta tarde, y vosotros sois un pueblo santo, no porque no tengáis defectos, sino porque sois miembros de Cristo, porque pertenecéis a Jesucristo». Esa Presencia de Cristo produce ya una nueva humanidad. Es cierto que podemos ver aquello en lo que las pasiones nos hacen iguales que los demás hombres, pero también se ve en el Pueblo cristiano un Pueblo santo, en el sentido de que la Presencia de Cristo hace florecer una humanidad increíblemente bella. Y de esa humanidad yo he sido testigo miles y miles de veces: en la Visita Pastoral, en los pueblos, en las familias, he visto la santidad de los niños y de los jóvenes, y la alegría y el gusto por la vida como fruto de la Gracia y de la Presencia de Cristo. En Córdoba hay un Pueblo cristiano.

–Al hilo de lo que estaba diciendo, hoy es muy frecuente que, al describir la situación, se haga de un modo pesimista, acentuando todas las contradicciones que vive el mundo moderno, todas las amenazas de la paz, el miedo con el que la gente se enfrenta la vida, la incertidumbre general, la confusión. Parece, por lo que dice, que hay motivos fundados para la esperanza.

–¡Claro! Y que esos motivos para la esperanza son la Presencia de Cristo, y la fidelidad de Cristo, y la realidad de un Pueblo que tiene que seguir cuidando de su Fe.

–Y, ¿cómo cuidar esta Gracia que está hecha carne en el Pueblo cristiano de Córdoba?

En una sociedad en la que las relaciones humanas parecen siempre regidas por intereses, aun nobles y legítimos, creo que el camino emprendido, aunque parezca muy elemental, es el de recrear (y yo creo que eso sólo se recrea a luz de la Gracia de Cristo y de la Iglesia) y sostener unas relaciones humanas basadas en la gratuidad, una gratuidad que permita recuperar nociones como la de bien común, como la de pueblo. Pero no recuperar las nociones en abstracto, sino recuperar la experiencia que hace que esas nociones tengan sentido. Eso es posible, y eso tiene un camino muy sencillo, muy paciente, de cuidar las relaciones y de suplicar, de pedir a Cristo el don de la comunión. El Papa recordaba la espiritualidad de la comunión, en el camino del tercer milenio, como una condición previa para cualquier planteamiento pastoral. Sin la comunión, la Fe en Jesucristo y la moral cristiana termina siendo una cosa abstracta, incapaz de sostener la vida de nadie y de llenarla de alegría. En este sentido la última Visita Pastoral a la Parroquia de San Rafael ha sido una experiencia bellísima, y siempre sorprendente, de esa realidad, porque Cristo está presente, bendice la vida y hace fructificar una alegría que no es fabricada, porque está llena de gusto por la vida, de paz, de amor a las personas y al bien de las personas. Lo que a mí me ha ayudado a permanecer junto a Cristo, en medio de mi fragilidad, es que la Iglesia no es una organización: es una comunión de personas, es una familia.

–¿Qué obstáculos dificultan el anuncio del Evangelio?

–Monseñor Martínez Fernández: La falta de pasión por la comunión. Cuando nosotros, los cristianos, y los Pastores, los catequistas o los educadores, que tenemos ahí más responsabilidad, no tenemos pasión por ella, la experiencia de Cristo queda reducida a una experiencia intimista o sentimental, ideológica o abstracta. Uno de los signos de esa reducción es que también nuestras relaciones con los demás empiezan a estar determinadas por la mentalidad del mundo y, por tanto, por intereses.

Yo creo que ese es el obstáculo, o uno de los obstáculos. A la Iglesia nunca le hacen daño los males que vienen de fuera. A la Iglesia sólo le hace daño el empobrecimiento o la reducción de su experiencia de Cristo. Esto hace daño a la Iglesia y al mundo. Porque, aunque quizá nosotros no seamos conscientes de ello, de nuestra vida, y de nuestro testimonio, y de nuestra comunión, depende también la esperanza del mundo. Estoy persuadido de que el mayor interés del Enemigo de la naturaleza humana es la fractura de la Iglesia, la fractura de la comunión de la Iglesia, porque es el único obstáculo que queda, y que permanece, frente a su deseo de reducir al hombre a la soledad para destruirlo. En ese sentido, luchará a muerte para destruir la comunión de la Iglesia, sin saber que la comunión no puede ser destruida porque es Dios mismo. Pero cuando a nosotros nos impresiona el espíritu del mundo y cedemos a su lógica, las fracturas de la comunión son lo peor que podemos vivir, lo que hace imposible la Fe en el mundo. El Señor pidió: «Padre, que sean uno, como Tú y Yo somos uno, para que el mundo crea», porque la comunión es un milagro tal, que sólo Dios la puede hacer.

Hay una tentación especialmente sutil. Siempre han pesado sobre la Iglesia las imágenes de la sociedad que dominaban en el mundo. Y así, en una sociedad feudal, por ejemplo, la Iglesia tuvo la tentación, y en parte cayó en ella, de asimilarse a una sociedad feudal; en una sociedad empresarial o industrial, como la nuestra, la Iglesia puede tener la tentación de concebirse a Sí misma como una empresa, y confiar en los medios del mundo, es decir, en los medios que las empresas usan para lograr su crecimiento. Esa es una tentación muy sutil, porque vivimos en un mundo en el que todas las sociedades que conocemos son empresas. De hecho, la empresa tiende a sustituir al hogar (familia) y al templo (Dios). Si esa es la imagen que uno tiene de lo que hacen las personas cuando se reúnen, los cristianos, a la hora de reunirse, pueden tener muy fácilmente la tentación de concebirse a sí mismos como una empresa que «vende» ciertas cosas: valores, experiencia de Dios, espiritualidad…, y pensar que eso deben hacerlo igual que las empresas que quieren incrementar sus ventas, utilizando los mismos medios o cuidando los mismos procedimientos. Eso, si sucede, sería un error trágico, porque impediría a la Iglesia mostrar la novedad de una humanidad nueva que sólo hace posible la Presencia de Cristo.

–¿Qué criterios le han guiado en su relación con CajaSur?

–Monseñor Martínez Fernández: Los mismos que en la relación con todos: el bien
de todas las personas, la libertad de la Iglesia y la transparencia del ministerio de la Iglesia en el mundo. Estamos aquí para que Cristo pueda ser reconocido en nosotros. Y para nada más.

El pueblo de Córdoba tiene que poder ver en la Iglesia a Jesucristo, y sólo a Jesucristo, y a los medios humanos sólo y en tanto sirvan para que se pueda reconocer a Jesucristo de una manera más pura, más sencilla, más auténtica. Para nada más.

–En las próximas semanas, o en los próximos meses, hasta que sea la nueva toma de posesión, ¿qué va a pasar?

–Monseñor Martínez Fernández: No pasa nada, yo sigo siendo Obispo de Córdoba hasta que me vaya, y acaba de hacerse público el nombramiento.

–¿Y la toma de posesión?

–Monseñor Martínez Fernández: Realmente no he tenido tiempo de pensar en ello. No hay una fecha. Mientras tanto, la vida sigue.

En el momento presente hay un gran anhelo en todos por la paz, por la paz en el mundo y por la paz en nuestro pueblo.

La Cuaresma es un tiempo de conversión, y hay una necesidad muy grande de intensificar la oración y la ofrenda de nuestras vidas por recuperar la paz. Es un tiempo para recuperar la paz con Dios y entre nosotros, en el ámbito en el que cada uno vive y en el que cada uno tiene la responsabilidad de cuidar y ofrecer la reconciliación, de buscarla, de pedirla, de desearla, de trabajar por ella.

–¿Qué lugar empieza a ocupar ya el Pueblo cristiano de Granada?
–Monseñor Martínez Fernández: Acaba de hacerse público mi nombramiento. Hasta este momento mi corazón y mi tarea han estado en Córdoba, y hasta que tome posesión de Granada, están en Córdoba. Sólo puedo decir que, como mi vida es de Cristo, trataré de que en Granada mi vida pueda servir para lo único que cuenta: que sea transparencia de Cristo, que a través de mi ministerio los hombres puedan encontrar a Cristo.

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ZENIT Staff

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