CIUDAD DEL VATICANO, 18 abril 2003 (ZENIT.org).- Siguiendo una costumbre consolidada en su pontificado, Juan Pablo II administró el sacramento de la penitencia y de la reconciliación a diez personas en torno a mediodía de este Viernes Santo en la Basílica de San Pedro del Vaticano.
El Papa llegó a la basílica sentado en su trono móvil entre los aplausos de los peregrinos.
Tras entrar en el confesionario, se colocó sobre la sotana blanca la estola morada de los confesores.
Desde hacía varias horas, los visitantes, bajo la cúpula de Miguel Ángel, esperaban con la esperanza de poder confesarse con el obispo de Roma: los penitentes fueron escogidos al azar por un sacerdote de la Casa pontificia.
Siempre representan a diferentes naciones. En este Viernes Santo, el Papa confesó en seis idiomas: italiano, francés, inglés, polaco, ucraniano y portugués. Se trataba de seis mujeres y cuatro hombres, entre los cuales se encontraban un deportista y una mujer policía en uniforme. Se respeta absolutamente el anonimato, en virtud el carácter del sacramento.
Los penitentes, dos de ellas madres con niños a su lado, se sucedían de derecha a izquierda del confesor. Mientras las mamás esperaban y se confesaban, los niños daban vueltas en torno al confesionario del Papa.
La muchedumbre aumentaba según corría el rumor de la presencia de Juan Pablo II. Numerosos visitantes tomaban fotos del confesionario de madera, totalmente cerrado, donde el Papa invisible ofrecía en nombre de la Santa Trinidad el perdón de los pecados, fruto de la redención obtenida por Cristo para todos los hombres de todos los tiempos en la cruz: misterio que la Iglesia contemplaba el Viernes Santo.
Sólo una pequeña luz roja indicaba que un confesor estaba a disposición de los peregrinos.
Los más pacientes, entre los que se encontraban unos jóvenes polacos de la región de Cracovia, con un pañuelo verde atado al cuello, esperaban a que el Papa terminara de confesar para poderle ver de cerca.
En los demás confesionarios, otros sacerdotes seguían escuchando las confesiones de peregrinos y ofreciendo el perdón de Dios en numerosos idiomas.
Juan Pablo II tomó el tiempo requerido por cada penitente, en ocasiones diez minutos. En torno a las 13.10 abandonó la basílica, no sin antes dirigirse a los presentes hablando en italiano: «Os deseo a todos una feliz fiesta de Pascua». Tras bendecirles, se despidió con la tradicional exclamación: «¡Alabado sea Jesucristo!».