PINAR DEL RÍO (CUBA), 17 junio 2003 (ZENIT.org).- Publicamos el pasaje conclusivo de una homilía pronunciada por monseñor José Siro González Bacallao, obispo de Pinar del Río, cuyo texto integral fue distribuido este martes por la revista cubana «Vitral» (http://www.vitral.org).

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Si el profeta es quien dice la palabra de Dios y habla en su nombre, la presencia pública de la Iglesia es profética. Porque su misión propia no es económica política o social, la Iglesia debe mantener independencia respecto a los poderes que «de facto» dirigen esos ámbitos.

Pero ser independiente no se confunde con una mera neutralidad, como si la Iglesia quisiera y tuviese que permanecer indiferente en la organización socio-política que funcione en el País. En esta preocupación por la vida y dignidad de todo ser humano, la Iglesia debe levantar su voz profética, denunciando los pecados y las injusticias, sin temor a los poderosos, pero siempre con misericordia. Y como dice el Cardenal Jaime en su reciente Carta «No hay Patria sin virtud»: «Aún cuando nos parece que no somos escuchados, cuando la realidad parece ser ignorada, no sólo hay que evidenciar lo que aparentemente se olvida o desconoce, sino preparar además caminos de futuro en las mentes y los corazones de nuestros hermanos, también si, como el Bautista, tenemos la impresión de clamar en el desierto. Eso es lo que intentó el Padre Varela. Esa es siempre, en palabras del santo sacerdote, la misión de la Iglesia: «El bien de los pueblos ha sido siempre el objeto de la Iglesia, no solo en lo espiritual, sino también en lo temporal en cuanto dice relación a la paz y mutua caridad, en una palabra, a la vida eterna que es la única felicidad» (#14).

Hasta aquí podemos y debemos estar de acuerdo. Pero en la aplicación de estos principios puede haber silencios vergonzosos, manipulaciones encubiertas, denuncias improcedentes que dan lugar a equívocos. Ante un gobierno que pretenda negar a la Iglesia su presencia pública en la sociedad, los obispos y los sacerdotes al frente del pueblo cristiano tienen que reaccionar enérgicamente; esa presencia pública no sólo es esencial al Evangelio que proclama la salvación para todos, sino también un derecho elemental en la sociedad moderna. La misma reacción es ineludible ante la pretensión gubernamental de manipular o domesticar a la Iglesia para sus intereses políticos. Tampoco cabe abdicar de la responsabilidad de ningún obispo, guardando silencio, cuando son lesionados los derechos humanos que, según nuestra fe cristiana. son de origen divino. Así lo ha manifestado recientemente la declaración de la Comisión Episcopal de Justicia y Paz. Pero es fundamental elegir bien la forma de realizar la denuncia de modo eficaz, salvaguardando en lo posible la colaboración con el gobierno y evitando interpretaciones equívocas en los mismos fieles cristianos.

En nuestro País, con una ideología atea, que ha reprimido siempre de una forma o de otra a la religión y de modo especial la católica, es muy fácil que no sólo los sencillos fieles, sino también laicos comprometidos con la fe, interpreten los documentos de la jerarquía defendiendo los derechos humanos fundamentales como una fuerza de poder contra el poder gubernamental. Pueden identificar a la Iglesia, representada en sus obispos y sacerdotes como un poder político contra el Gobierno que suple de algún modo la carencia de partidos políticos de oposición.

Esta interpretación de la Iglesia como un partido político enfrentado con el único partido, es una falsa comprensión del misterio de la Iglesia, o puede ser un intento equivocado y falaz de manipulación de la Iglesia.

Y no olvidemos que la Iglesia como sacramento es un signo, cuya lectura o interpretación depende de la precomprensión que tienen sus lectores. Incluso muchos cristianos tienen todavía una visión piramidal de la Iglesia y siguen pensando en los obispos como portadores de un poder y de una influencia en la sociedad similar al modo de los poderosos de este mundo.

Un grado alto de conversión y comprensión necesitamos para vivir ese don de comunión y misión con los hermanos obispos y sacerdotes en el misterio de la Iglesia que se desvela dinámicamente en la historia.

Por eso, dos dimensiones esenciales no deben faltar en nuestra misión y consiguientemente han de ser aliciente para nuestra comunión.

--En primer lugar la experiencia de Dios revelado en Jesucristo, nos urge una nueva y buena evangelización, no tanto para recuperar posiciones sociales perdidas, ni sólo para aumentar la clientela religiosa, sino para promover una fe experienciada como encuentro personal con el Dios del Reino. Sólo una fe personalizada puede garantizar una existencia vivida con el espíritu de Jesucristo, en una sociedad que, desconectada durante varias décadas de la religión, inundada de distintas manipulaciones de religiosidad y éticamente desfinalizada, está reviviendo simultáneamente los aires de la modernidad y postmodernidad. Secularización, confusión religiosa y pluralismo pueden estar configurando la sociedad cubana de los próximos años, donde la nueva y buena evangelización, pedida y orientada por el Papa, exigirá una buena formación de los cristianos y una espiritualidad encarnada en el seguimiento de Jesucristo. Sólo una espiritualidad cristiana vivida personal y comunitariamente, da garantía para una verdadera presencia pública y evangelizadora de la Iglesia.

--En segundo lugar, esta experiencia se concretará en tres ámbitos muy necesarios:

1) Misericordia, ese amor singular que se hace cargo y carga con la miseria del otro, ayudándole a superarla; sin esos sentimientos de misericordia no hay verdadera evangelización en ningún lugar y menos hoy en Cuba, con tantas personas cansadas que se van quedando por el camino, con los que se acercan a pedir las gracias y los sacramentos en la buena fe pero en la ignorancia y la confusión.

2) Diálogo y reconciliación; es verdad que no podemos transigir ni guardar silencio cuando están en juego los derechos elementales de los seres humanos que para nosotros tienen algo de divino, pero la Iglesia incluso en sus posibles denuncias proféticas siempre tiene que ser y aparecer como sacramento de misericordia. Ya en 1964 el Papa Pablo VI afirmó como programa para la relación con el mundo que «La Iglesia se hace diálogo» y esta inspiración debe animar hoy a la Iglesia en un pueblo como el nuestro que tanta necesidad tiene de reconciliación y perdón para garantizar su porvenir.

3) Sembrar esperanza para que hombres y mujeres se abran confiadamente hacia el porvenir. Cuando la situación es tan compleja, yo diría en estos momentos tan triste y angustiosa, y los problemas tan graves, la esperanza se nos muere entre las manos. Según nuestra fe en la encarnación, sabemos que todo futuro está habitado por Dios y podemos y debemos empeñarnos en construirlo. Pero en la práctica ¿cómo sembrar esperanza en tanta gente decepcionada, para que confiando en ellos mismos y en los demás, se hagan responsables y activos para construir ese porvenir mejor al pueblo cubano? Todos podemos sufrir la tentación de la desesperanza, la impotencia y la anomía. «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo les aliviaré». Debemos mirar con los ojos del corazón a Jesucristo, iniciador y consumador de la fe, testigo de la fidelidad. Pero aquí en Cuba, es necesario una fidelidad de larga duración que madura en la paciencia. Contemplad al Resucitado, necesitamos actualizar en nosotros la convicción de que todo lo que hagamos con amor no cae ya en el vacío. De nuevo debemos poner nuestros ojos fijos en Aquel que, en la sinagoga de Nazaret podía decir: «Hoy se cumple en mí lo que dijo el profeta»
Volvamos una vez más nuestros ojos hacia los ojos m isericordiosos de la que es Madre, Patrona y Reina de Cuba, Nuestra Señora de la Caridad, para repetirle confiada y filialmente:

Cuando el llanto era el pan de tus hijos
y su vida terrible ansiedad
eras Tú, dulce Madre la estrella
que anunciaba la aurora de paz.