Cardenal Rubiano Sáenz: «La Iglesia en Colombia y la paz»

Ponencia en el Encuentro «Hombres y religiones» de Aquisgrán

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AQUISGRÁN, 10 septiembre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la ponencia que pronunció el Pedro Rubiano Sáenz, arzobispo de Bogotá y presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, en el Encuentro «Hombres y religiones» celebrado del 7 al 9 de septiembre sobre el tema «Entre guerra y paz, religiones y culturas se encuentran». El título de la intervención es «La Iglesia en Colombia y la paz».

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1.- Contexto social: Colombia …. Una coyuntura crítica…
Según Planeación Nacional, la guerra le cuesta al país dos puntos de crecimiento anual del PIB es decir, unos 1.800 millones de dólares al año. La guerra afecta la inversión privada interna y externa, aumenta los costos de transacción, genera fuga de capitales, transfiere recursos productivos hacia la guerra, vía el secuestro o la extorsión. El sabotaje económico tuvo un costo de 450 millones de dólares en el 2002. La guerra es dolorosa no sólo para las elites, sino para el pueblo en general al agudizar el desempleo y la pobreza. Pero a medida que las FF.AA. han retomado la iniciativa militar, el conflicto ha comenzado a ser, igualmente, muy doloroso para los grupos guerrilleros.
Factores de orden político, militar, económico, social e institucional plantean a Colombia múltiples problemas, dificultades y retos en relación con el mantenimiento de los principios del Estado de derecho, el respeto de los derechos humanos y la observancia de la normativa internacional humanitaria. En efecto, no existe un proceso de paz entre el Gobierno del Presidente Álvaro Uribe y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN); las acciones violentas, muchas de ellas de corte terrorista inciden significativamente en la degradación del conflicto armado; se siguen presentando denuncias sobre nexos entre servidores públicos y organizaciones paramilitares; los activistas de Derechos Humanos y agentes promotores de paz y de desarrollo padecen presiones en el cabal ejercicio de sus derechos políticos.

La degradación del conflicto armado y las dificultades para emprender un camino de solución política del mismo a través de negociaciones de paz adecuadamente estructuradas sigue siendo un desafío de primer orden. Es también un gran desafío la negociación entre el Gobierno y los grupos de autodefensa paramilitares sin menoscabo del Estado de derecho y de los derechos fundamentales en el contexto de la verdad, la justicia y la reparación.

Para el Gobierno y los sectores económicos del País es un desafío responder a las exigencias de los derechos económicos, sociales y culturales, y a la economía que permita disminuir la inequidad existente e incrementar la inversión social.

Buscar y encontrar mayores grados de concertación y apoyo mutuo en la tarea de promover y proteger los derechos humanos sigue siendo un desafío para el Estado Colombiano. El Ejecutivo y el Legislativo tienen el reto de asegurar que toda propuesta normativa en materia de protección del orden público, administración de justicia y funcionamiento de los órganos de control respete los instrumentos adoptados por la comunidad internacional para garantizar el ejercicio democrático del poder y una efectiva tutela de los derechos y libertades fundamentales de la persona.

2.- El Conflicto armado colombiano en la coyuntura
La coyuntura adquiere visos de crisis humanitaria. Es notable la degradación del conflicto armado, que ha hecho más vulnerable a la población civil y la crueldad creciente de los métodos de combate utilizados por los grupos armados ilegales.

El conflicto armado, el narcotráfico y la crisis económica han incidido en el deterioro de la situación de los derechos humanos y han evidenciado una incapacidad del Estado para protegerlos y garantizarlos en su totalidad. Las conductas criminales de los diversos actores del conflicto hicieron patente su falta de respeto por los derechos fundamentales a la vida, la integridad personal y la libertad individual. Sus reiterados ataques a la infraestructura pública multiplicaron los desafíos del Estado para dar una respuesta efectiva a la crisis.

Luego de la ruptura del proceso de diálogo y negociación emprendido por la administración del Presidente Andrés Pastrana (1998-2002) frente a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), el gobierno, con el apoyo de diversos sectores de la Nación, cambió la estrategia de búsqueda de la paz, intentando crear condiciones objetivas para la negociación a través del fortalecimiento del aparato militar y de los organismos de seguridad del Estado. Este camino, que pretende a través de la acción militar, doblegar la voluntad de resistencia y combate de las organizaciones armadas al margen de la ley, ha sido asumido por el actual Presidente de la República, Álvaro Uribe Vélez, con el apoyo mayoritario de la población que en las elecciones presidenciales lo eligió por su propuesta de mano firme y corazón dispuesto a la negociación, en un proceso serio de construcción de la paz.

El Presidente le apuesta, a través de la llamada «política de seguridad democrática» y sus diversos instrumentos, fundamentalmente a que la acción sostenida de las fuerzas militares -con ayuda norteamericana- en material bélico combinada con innovaciones estratégicas y tácticas (anticipación a la acción guerrillera mediante el despliegue rápido de brigadas móviles, inteligencia electrónica y apoyo aéreo táctico a las fuerzas en tierra, incremento de las operaciones fluviales y el control de corredores terrestres y acuáticos, etc.), será capaz de derrotar militarmente a las guerrillas, o al menos de disminuir de tal manera su capacidad de combate, que se vean obligadas a negociar su desmovilización en condiciones que favorezcan la posición estatal.

El Estado parte del supuesto que la principal razón de la existencia de guerrillas fuertes en el País, luego del fin de la guerra fría en 1989, es que estas organizaciones obtienen los ingresos necesarios para sostener su accionar y su aparato militar mediante actividades relacionadas con el cultivo, procesamiento y tráfico ilícito de narcóticos. Por ello el combate a las «fuentes de financiación de la guerrilla» es un componente fundamental de la acción del Estado, por ello agentes del Estado señalan la insurgencia como «narco-guerrilla». En este sentido el Estado ha emprendido diversas acciones para intentar cortar el flujo de fondos de la insurgencia, la erradicación forzosa de cultivos ilícitos y esfuerzos para obtener apoyos en el plano internacional, y acuerdos y convenios con otros Estados que le permitan detectar y controlar los flujos de fondos que produce la actividad del narcotráfico, que les garantiza el tráfico de armas.

También jugó un papel fundamental en la ruptura de los diálogos en febrero de 2002, la guerra contra el terrorismo emprendida por los Estados Unidos y sus aliados a partir de los atentados terroristas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Colombia se ha convertido en aliado decisivo e incondicional en esta lucha, y ello ha tenido repercusiones importantes. Desde la perspectiva política, el gobierno de los Estados Unidos incluyó, tanto a las guerrillas colombianas (FARC y ELN) como a los grupos de autodefensa, en su lista de organizaciones del terrorismo internacional. También, por causa de los atentados por las FARC en Bogotá y Neiva en febrero de 2003, y tras una intensa ofensiva diplomática, el gobierno logró que varios países calificaran como terroristas a esa organización y que la OEA, con los votos de Brasil y Venezuela se pronunciara declarando como hechos terroristas las explosiones mencionadas. Asimismo es significativo el incremento en el lenguaje de los pronunciamientos oficiales y en los medios de comunicación de alusiones a las FARC, al ELN y a las autodefensas como «narco terroristas» y
la cobertura que aquellos han dado a las vinculaciones, reales o supuestas, de las FARC con organizaciones terroristas europeas. A esto se suma que los Estados Unidos han decidido incrementar la ayuda militar a Colombia.

Frente a la posición del Estado de incrementar su capacidad de combate, las operaciones ofensivas y la guerra política de desprestigio, las principales organizaciones insurgentes colombianas, las FARC-EP y el ELN, han reaccionado de manera diversa. Por un lado, en el plano militar las FARC parecen haber abandonado o pospuesto su propósito de consolidar una estrategia de guerra de posiciones, es decir, a controlar abiertamente ciertas porciones de territorio y concentrar grandes fuerzas con el fin de atacar posiciones de las fuerzas militares del Estado y han retornado a la guerra de guerrillas. También han hecho esfuerzos por incrementar su acción en los grandes centros urbanos, y por infiltrar los organismos del Estado. Varios analistas califican esta posición como un «repliegue táctico» de las FARC que estaría jugando «con el tiempo a su favor», esperando el inevitable desprestigio que sufrirá el gobierno por el fracaso de su «política guerrerista». Tal fracaso y desprestigio crearía un Estado de ánimo colectivo de la sociedad colombiana similar al que sufría en el momento de las elecciones de 1998, que sumado a la «degradación humanitaria» de un conflicto de baja intensidad que seguirá cobrando principalmente las vidas de la población civil, haría renacer los clamores de la sociedad colombiana por una salida política negociada, negociación que convendría a los intereses de la guerrilla.

En el plano político las FARC han endurecido su posición de negociación, pues han incrementado su solicitud de territorios despejados (que hoy abarca los departamentos de Caquetá y Putumayo, frente a los cinco municipios de los departamentos de Meta y Caquetá que se despejaron durante el gobierno Pastrana), y se mantienen en su postura de buscar alcanzar el poder total del Estado, consolidar sus influencias territoriales, negociar en medio del fuego, dentro del territorio nacional y con base en una agenda amplia de reivindicaciones políticas y sociales. Asimismo, las FARC han persistido en sus reclamos de lograr más que un «acuerdo humanitario», que en realidad sería un «Canje» de personajes políticos secuestrados por todos los combatientes de la FARC que están en las cárceles, pero se quedarían con cerca de 2.700 personas secuestradas que la FARC denomina «retenidos» por motivos económicos y no políticos.

En síntesis, tanto el Estado abiertamente, como la insurgencia, y concretamente las FARC, de manera más velada, parecen enfrascados en cálculos de tipo estratégico y táctico en los planos militar y político, que buscan una victoria militar que les permita a unos acabar con la guerrilla y la violencia, y a otros controlar en el mediano y largo plazo el poder estatal en Colombia. Lo más probable es que ambos enfoques estén equivocados. En este escenario, la negociación política de una paz duradera y sostenible, basada en la justicia social, que busque la superación de los grandes problemas nacionales y el fortalecimiento de la democracia, como la ha defendido y promovido la Iglesia, no parece tener cabida, pues cada uno buscar darse el tiempo y las oportunidades para alcanzar sus objetivos.

Por su parte el ELN conserva una capacidad militar considerable, aunque con dificultades en algunas de sus regiones tradicionales, y, sin tomar iniciativas ofensivas, parece también estar esperando, haciendo cálculos, mientras observa como se desarrolla el accionar militar del Estado frente a las FARC. Lo mismo en lo político, en donde, luego del rompimiento en sus acercamientos con el gobierno, también parece dar espera. Para la insurgencia el tiempo no cuenta mientras que los gobiernos cambian cada cuatro años, por eso desde su inicio la Comisión de Conciliación Nacional siempre ha planteado la necesidad de que haya una política permanente de paz, es decir, una política permanente de Estado en la construcción de la paz para que el proceso no se interrumpa.

Por el lado de las autodefensas la situación es crítica en el campo militar y político. Algunos de los miembros principales de estos movimientos declararon una tregua unilateral a partir de diciembre de 2002, y se encuentran hoy en un proceso de desmovilización y desmantelamiento de sus estructuras militares que se concretó en el acuerdo de Santafé de Ralito, firmado en julio de 2003, y que iría hasta diciembre 31 de 2005. Este acuerdo fue alcanzado con la facilitación y buenos oficios de la Iglesia Católica. Sin embargo, sin negar el tamaño de sus fuerzas y su capacidad de daño, especialmente en el plano humanitario y en el desprestigio a las instituciones del Estado por sus relaciones, numerosas veces denunciadas, con sectores de la fuerza pública, es razonable pensar que fracasó la aventura de unificar y dar coherencia política -en un proceso que a diferencia del de las insurgencias evolucionó del vértice a la base- a unas bandas de forajidos que crecieron desmesuradamente y han pretendido suplantar la acción del Estado, nutridos financieramente por el narcotráfico. El resultado es la situación de «sálvese quien pueda» que se observa actualmente. El gobierno está haciendo un esfuerzo por dar una salida a la desmovilización de un grupo grande de combatientes de esas organizaciones, pero tendrá grandes dificultades, tanto para lograrla y legitimar el proceso y las medidas de sometimiento a la justicia que la situación exige.

3.- El compromiso de la Iglesia en la construcción de la paz
Para contribuir a despejar este horizonte, desenredar esta maraña de intereses y cálculos, y lograr que el gobierno y la guerrilla vuelvan a la mesa de negociación, la Iglesia en Colombia ha desplegado inmensos esfuerzos que ha tenido como ingredientes principales la participación de la sociedad civil y de la comunidad internacional. Ha sido notable el empeño y el compromiso de la Iglesia por colaborar como «facilitadora» en los procesos que se sostienen con el ELN, las autodefensas y las FARC. En trabajo mancomunado con los más diversos sectores de la sociedad colombiana y con la ayuda de la comunidad internacional, debemos seguir propiciando escenarios y diseñando fórmulas que permitan lograr que tanto el Estado como la insurgencia, en especial esta última, dejen a un lado sus cálculos militares y logren descubrir mayores y legítimos beneficios, en la negociación política del conflicto armado y en la acción política posterior, que en la continuidad de la guerra.

La Iglesia en Colombia y la Comisión de Conciliación Nacional durante los últimos años ha mantenido el empeño para que el proceso de construcción de la paz llegue a la firma de un «acuerdo humanitario» entre el Estado colombiano y los movimientos armados al margen de la ley. Los orígenes de esta iniciativa se remontan a la propuesta que la Iglesia hizo al País en 1998, en asocio con el Comité Internacional de la Cruz Roja y la Universidad Javeriana durante el lanzamiento de la Asamblea Permanente de la Sociedad Civil por la Paz.

Un acuerdo humanitario, además de lograr la liberación de numerosas personas secuestradas y buscar incidir en la disminución de los altísimos índices de extorsión y secuestro que sufre Colombia, procuraría un alivio sustancial a la dolorosa situación que sufren miles de colombianos víctimas de la violencia, el desplazamiento forzado y el abandono estatal. También debe servir como instrumento para incrementar los niveles de confianza entre gobierno e insurgencia, y dar argumentos a la sociedad para seguir alimentando la esperanza y confiando en las posibilidades que tiene Colombia de alcanzar la paz, con el concurso de todos los ciudadanos.

En esta coyuntura de violencia y conflicto armado que vive Colombia, sus Obispos hemos asumido la causa de la paz con fidelidad y compromiso. Ello se ha reflejado en la importancia que el
tema ha recibido en las Asambleas Episcopales, en los documentos que sobre el tema hemos producido en la Conferencia Episcopal de Colombia, en la labor serena, discreta y permanente de los Obispos, Sacerdotes, Religiosos y muchos laicos comprometidos en la causa de la paz y la justicia.

La contribución de la Iglesia en Colombia en favor de la paz no ha sido simplemente coyuntural, pues ha sido constante, como corresponde a un compromiso que se deriva de su misión propia. Ya en mayo de 1994 la Conferencia Episcopal emitió el documento Hacia una Pastoral para la Paz en el que se estudia la violencia en el país, sus desafíos, manifestaciones y causas, y se presenta un texto doctrinal sobre la paz y el mensaje del Reino. Allí se establecen de manera sistemática criterios para la pastoral de la paz y se formularon líneas de acción, programas y actividades concretas, subrayando el concepto de paz entendida como don de Dios, fruto de su amor y de su presencia salvadora y tarea de todos sobre la base de la verdad, la justicia, la solidaridad y la reconciliación. La Iglesia ha sostenido que la paz es posible aún en medio de los conflictos, tensiones y violencias que sufre el país, y su búsqueda implica esfuerzo, lucha valerosa y compromiso que no significan pacifismo temeroso que condesciende con la injusticia, ni quedarse cruzado de brazos.

Obviamente la labor respectiva se ha enfatizado y acentuado en determinados momentos y frente a distintas circunstancias. En varias asambleas posteriores a 1994 y más recientemente en 2001, el Episcopado Colombiano ha reflexionado sobre su responsabilidad pastoral frente al conflicto armado colombiano. Dicha reflexión ha contado, en ocasiones, con nutrida participación de laicos que expresan sus expectativas y sugerencias respecto del papel de la Iglesia, sus Obispos y sacerdotes, en la construcción de la paz. Esta reflexión conjunta ha aportado elementos valiosos que han permito a la Iglesia comprender mejor la realidad del conflicto armado, reiterar los principios fundamentales de la acción eclesial por la paz y establecer los compromisos que debemos asumir en la búsqueda de la convivencia fraterna entre todos los colombianos.

En las regiones y jurisdicciones eclesiásticas, los Obispos, párrocos, sacerdotes y laicos comprometidos, promueven e impulsan procesos concretos que buscan la convivencia fraterna y ciudadana. También desde la Conferencia Episcopal se promueve e impulsa la pastoral para la paz en el ámbito nacional. En ese cometido se ha propiciado en los últimos años seminarios, talleres y encuentros de toma de conciencia y formación, eventos en favor de la identificación y asimilación de los valores indispensables para la superación de la violencia y la construcción de la convivencia fraterna, así como también campañas de movilización ciudadana por la vida, la justicia y la paz.
Respecto de las campañas o acciones de movilización ciudadana a favor de la paz promovidas o impulsadas por la Conferencia Episcopal debe señalarse, entre otras, la Semana por la Paz, que con una programación específica sugerida a las jurisdicciones eclesiásticas desde el Secretariado Nacional de Pastoral Social, se lleva a cabo en el mes de septiembre durante la festividad de San Pedro Claver y día colombiano de los derechos humanos. Además por regiones hemos venido impulsando la Escuelas de Paz y Convivencia para capacitar líderes constructores de paz.
Ocupó un sitial destacable el Vía Crucis Nacional por la Vida, la Justicia y la Paz que se convocó durante los años los años 1996 al 2002 en los días previos a la Semana Santa en las regiones en donde el conflicto armado cobraba niveles de mayor intensidad o degradación. En el Vía crucis una gran cruz metálica, con aspecto de hombre, recorrió carreteras y caminos congregando multitudes que, bajo la orientación de sus Pastores combinaron el fervor religioso con muestras de folclore y cultura, y exteriorizaron su compromiso cristiano por la vida, la justicia social y la paz.

4.- La Iglesia y la solución del conflicto armado colombiano
La Iglesia afirma insistentemente el respeto fundamental de la vida de toda persona, su libertad, sus derechos y deberes correlativos, y reitera la opción evangélica por los más pobres, excluidos y desplazados, que son quienes más sufren las consecuencias del conflicto armado. Los Obispos también seguimos comprometidos en apoyar todos los esfuerzos e iniciativas encaminadas a superar las causas del conflicto armado, y a colaborar activamente en la reconstrucción del tejido social, condiciones necesarias para una auténtica paz, y reafirmamos nuestra independencia y autonomía como pastores del Pueblo de Dios para anunciar el Evangelio y denunciar todo aquello que se opone a la realización de su Reino y de su Justicia, y somos explícitos en señalar nuestra total independencia y no permitimos que los grupos en conflicto nos vinculen a Obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos o agentes de pastoral en uno u otro bando.

–Cuota de sangre… de la Iglesia y de las iglesias…
En los últimos años han sido víctimas de esta violencia que genera el conflicto dos Obispos, Monseñor Jesús Emilio Jaramillo quien fuera Obispo de Arauca y Monseñor Isaías Duarte Cancino, Arzobispo de Cali y cerca de 60 sacerdotes, religiosos, religiosas y también algunos pastores de diferentes iglesias cristianas.

El episcopado ha sido reiterativo en su convicción sobre la necesidad de la solución política negociada del conflicto armado, la conciliación, el diálogo y la acción decidida del Estado sobre las causas que han generado el conflicto, sin lo cual no es posible pensar en una solución permanente del mismo, ni en una construcción definitiva de la paz en Colombia.

Fiel a su compromiso por la paz y convencidos que para obtenerla, la vía adecuada es el diálogo y la negociación, la Iglesia en Colombia está muy atenta a todo lo que pueda contribuir a la realización efectiva de procesos de negociación entre el gobierno y los grupos alzados en armas.

En esa línea y en acción conjunta y solidaria con la Conferencia Episcopal Alemana, la Conferencia Episcopal de Colombia facilitó y coordinó en 1998 los diálogos por la paz entre la sociedad civil y el Ejército de Liberación Nacional en las ciudades alemanas de Maguncia y de Wurzbürg, que concluyeron con un documento denominado de «Puerta del Cielo», en el que se reafirmó la voluntad de esa organización insurgente de respetar el derecho internacional humanitario, y de realizar la Convención Nacional. Luego de esas reuniones, y a pesar de las numerosas dificultades e incomprensiones que ha enfrentado, la Iglesia ha seguido en permanente contacto y ha participado en todas las iniciativas de la sociedad que apoyan el proceso de diálogo y negociación con el ELN, entre ellas la llamada Comisión Facilitadora Civil, que ha Estado cerca del ELN en sus acercamientos y distanciamientos con los gobiernos Pastrana y Uribe y que aún hoy, a pesar de la manifestación de esa guerrilla de no negociar con el actual gobierno, permanece atenta a buscar caminos de encuentro, para superar los obstáculos que impiden las conversaciones.

En el proceso de diálogo y negociación con las FARC-EP llevado a cabo por el gobierno Pastrana la Iglesia estuvo siempre presente y dispuesta a colaborar para que esas conversaciones no se rompieran. Una vez declarada y puesta en marcha la Zona de Distensión en el sur del país, el presidente de la Conferencia Episcopal y otros Obispos, sostuvieron diálogos con los integrantes de esa organización guerrillera. Actualmente, luego de rotos los contactos entre el Estado y las FARC, la Iglesia en Colombia permanece firme en su propósito de facilitar el diálogo para la solución política, único camino para la obtención de una paz firme y duradera.

El trabajo de la Iglesia frente a las FARC se concentra actualmente en dos frentes principales. Por un lado se conformó, con la aquiescencia del gobierno n
acional, una Comisión Facilitadora para apoyar el acuerdo humanitario que tanto el gobierno como las FARC han manifestado querer concretarlo. Esta Comisión está conformada por el señor Arzobispo de Tunja, Mons. Luis Augusto Castro Quiroga, Vicepresidente de la Conferencia Episcopal y de la Comisión de Conciliación Nacional, y el P. Darío A. Echeverri G., Secretario General de la Comisión de Conciliación Nacional, es decir, dos hombres de Iglesia con un reconocido compromiso con la paz y experiencia en la resolución de conflictos. Esta Comisión ha trabajado, con apoyo del gobierno de manera discreta pero firme, en lograr contactos con miembros del Secretariado de las FARC, para que, a
través de sus buenos oficios, se puedan sentar las bases para un encuentro de comisiones negociadoras de las partes, con plenos poderes para avanzar en la negociación de un acuerdo.

5.- Expectativas frente a la comunidad internacional
No es posible como seres humanos y como naciones, vivir aisladamente. La Nación colombiana siente la necesidad de insertarse en la dinámica creciente de la globalización como parte activa en la comunidad de las naciones solidarias en esta coyuntura crítica.

Colombia necesita la cooperación de la comunidad internacional en sus asuntos internos. Hoy el país reconoce la creciente interdependencia de las naciones, y es consciente que para lograr la construcción de la paz, además de un gran esfuerzo a nivel interno, se requiere la colaboración activa de los organismos internacionales, de los gobiernos amigos y de las organizaciones no gubernamentales internacionales.

La participación de la comunidad internacional en la búsqueda de una salida negociada al conflicto armado colombiano encontrará legitimidad en la medida en que se enmarque dentro del ámbito del respeto a la Constitución y las Leyes de la República y de los principios y fundamentos que rigen en la Comunidad Internacional.

Los grandes temas de la agenda mundial, es decir, Derechos Humanos, Medio Ambiente, Narcotráfico y Terrorismo, están presentes en la realidad del País y del conflicto armado que padecemos. Estamos convencidos que si no se combaten a fondo, los cultivos ilícitos y el consumo de sus derivados, la cocaína, la heroína, que alimentan la violencia, la corrupción y la guerra, será muy difícil construir la paz auténtica. La solución del enfrentamiento entre los colombianos pasa también por la solución de los graves problemas relacionados con la violación de los derechos humanos, con la destrucción del medio ambiente, la devastadora acción del narcotráfico, injusticia social, desplazamiento forzoso, desempleo, abandono del campo, corrupción y concentración de la riqueza.

La participación de la comunidad internacional puede contribuir a darle un carácter permanente a la política de paz, pues ya no recaerá solamente en la sociedad civil colombiana el peso de vigilar y exigir la permanencia de esta política dentro de los vaivenes de los gobiernos de turno, sino que será también la comunidad internacional la que facilitará, con su presencia y colaboración activa, la implementación de los acuerdos y decisiones que se deriven de la misma.

+ Pedro Card. Rubiano Sáenz
Arzobispo de Bogotá y Primado de Colombia
Presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia

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ZENIT Staff

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