Los desafíos de México, según Juan Pablo II

En su discurso al nuevo embajador ante la Santa Sede

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CIUDAD DEL VATICANO, martes, 24 febrero 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Juan Pablo II dirigió este martes al señor Javier Moctezuma Barragán, nuevo embajador de México ante la Santa Sede, con motivo de la presentación de sus cartas credenciales.

* * *

Señor Embajador:
1. Con sumo gusto le recibo las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de los Estados Unidos Mexicanos ante la Santa Sede, a la vez que le doy mi cordial bienvenida en este acto con el que inicia esta misión que su Gobierno le ha confiado. Le agradezco sus atentas palabras, así como el saludo que me ha transmitido de parte del Señor Presidente de la República, Lic. Vicente Fox Quesada, a lo cual correspondo renovándole mi mejores deseos para su persona y su alta responsabilidad.

Le ruego, Señor Embajador, que se haga portavoz de mi afecto y cercanía hacia el querido pueblo de México, que he tenido la dicha de visitar cinco veces, iniciando en su tierra, hace ya veinticinco años, mis viajes como Sucesor del apóstol Pedro. Quiero aprovechar esta oportunidad para reiterar el mensaje de aliento que dirigí a todos los mexicanos durante mi último viaje a Ciudad de México, en julio de 2002, animándolos a «comprometerse en la construcción de una Patria siempre renovada y en constante progreso» (Discurso de bienvenida, 30.VII.2002).

2. Ha pasado más de una década desde el restablecimiento, en septiembre de 1992, de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede. A lo largo de estos años, caracterizados por rápidos y profundos cambios en el entramado político, social y económico del País, la Iglesia católica, fiel a su propia misión pastoral, ha seguido promoviendo el bien común del pueblo mexicano, buscando el diálogo y el entendimiento con las diversas instituciones públicas y defendiendo su derecho a participar en la vida nacional. Ahora, en el presente marco legal, gracias al nuevo clima de respeto y colaboración entre la Iglesia y el Estado, se han producido avances que han beneficiado a todas las partes. Sin embargo, es necesario seguir trabajando para hacer que los principios de autonomía en las respectivas competencias, de estima recíproca y de cooperación con vistas a la promoción integral del ser humano inspiren, cada vez más el futuro de las relaciones entre las Autoridades del Estado, de un lado, y los Pastores de la Iglesia católica en México y la Santa Sede, de otro.
Es de desear que la Iglesia en México pueda gozar de plena libertad en todos los sectores donde desarrolla su misión pastoral y social. La Iglesia no pide privilegios ni quiere ocupar ámbitos que no le son propios, sino que desea cumplir su misión en favor del bien espiritual y humano del pueblo mexicano sin trabas ni impedimentos. Para ello es preciso que las instituciones del Estado garanticen el derecho a la libertad religiosa de las personas y los grupos, evitando toda forma de intolerancia o discriminación. En este sentido, es de desear también que en un futuro no lejano y al amparo de un desarrollo legislativo acorde con los nuevos tiempos, se den pasos adelante en aspectos, entre otros, como la educación religiosa en diversos ambientes, la asistencia espiritual en los centros de salud, de readaptación social y asistenciales del sector público, así como una presencia en los medios de comunicación social. No se debe ceder a las pretensiones de quienes, amparándose en una errónea concepción del principio de separación Iglesia-Estado y del carácter laico del Estado, intentan reducir la religión a la esfera meramente privada del individuo, no reconociendo a la Iglesia el derecho a enseñar su doctrina y a emitir juicios morales sobre asuntos que afectan al orden social, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o el bien espiritual de los fieles. A este respecto, quiero destacar el valiente compromiso de los Pastores de la Iglesia en México en defensa de la vida y de la familia.

3. La noble aspiración por un México cada vez más moderno, próspero y desarrollado, exige el esfuerzo de todos para construir una cultura democrática y consolidar el Estado de derecho. A este respecto, recientemente los Obispos mexicanos, movidos por una actitud de asidua colaboración, han dirigido una apremiante llamado a la unidad nacional y al diálogo entre los responsables de la vida social, señalando que «se deben dejar de lado los intereses partidistas y proponer, a partir de puntos comunes, las iniciativas de reforma que se encaminen a la consecución del bienestar general de la población» (CEM, La construcción de la Nación mexicana es una tarea de todos, 10 diciembre 2003).

El doloroso y vasto problema de la pobreza, con sus graves consecuencias en el campo de la familia, la educación, la salud o la vivienda, es un desafío urgente para los gobernantes y responsables de la vida pública. Su erradicación requiere ciertamente medidas de carácter técnico y político, encaminadas a que las actividades económicas y productivas tengan en cuenta el bien común, y muy especialmente a los grupos más deprimidos. Sin embargo, no hay que olvidar que todas esas medidas serán insuficientes si no están animadas por valores éticos auténticos. Deseo animar, además, los esfuerzos emprendidos por su Gobierno y otros responsables de la vida social mexicana para fomentar la solidaridad entre todos, evitando males que se derivan de un sistema que pone el lucro por encima de las personas y las hace víctimas de injusticias. Un modelo de desarrollo que no afronte con decisión los desequilibrios sociales no puede prosperar en el futuro.

4. Especial atención requieren los pueblos indígenas, tan numerosos en México y, relegados a veces al olvido. En la Basílica de Guadalupe, al canonizar al indio Juan Diego, tuve oportunidad de señalar que «la noble tarea de edificar un México mejor, más justo y solidario, requiere la colaboración de todos. En particular, es necesario apoyar hoy a los indígenas en sus legítimas aspiraciones, respetando y defendiendo los auténticos valores de cada grupo étnico. ¡México necesita a sus indígenas y los indígenas necesitan a México» (Homilía, 31.VII.2003).

Otra preocupación que siente la Iglesia y la sociedad en México es el creciente fenómeno de la emigración de muchos mexicanos a otros países, en especial a los Estados Unidos. A la incertidumbre de quien parte en busca de mejores condiciones se añade el problema del desarraigo cultural y la dolorosa dispersión o alejamiento de la familia, sin olvidar las funestas consecuencias de tantos casos de clandestinidad. Para paliar el conocido «efecto llamada», que genera un flujo intenso de emigrantes, lo cual se trata de contener con severas restricciones, la Iglesia recuerda que las medidas desarrolladas en los países receptores deben ir acompañadas de una decidida atención en el País de origen, que es donde se gesta la emigración. Por eso, se han de detectar y remediar ante todo, las causas por las que muchos ciudadanos se ven obligados a dejar su tierra. Por otra parte, los mexicanos residentes en el extranjero no deben sentirse olvidados por las autoridades de su País, que están llamadas a facilitarle atenciones y servicios que les ayuden a mantener vivo el contacto con su tierra y sus raíces. Quiero subrayar también la importancia que han adquirido los encuentros entre Obispos de las diócesis fronterizas de México y Estados Unidos buscando medidas conjuntas para mejorar la situación de la población emigrante, pues las parroquias y demás instituciones católicas constituyen el principal punto de referencia y de identidad que encuentran en el extranjero.

5. Señor Embajador, al finalizar este encuentro le reitero mis mejores deseos para el desempeño de la alta función que hoy comienza. Con el corazón puesto en la celebración del XLVIII Congreso Eucarístico Internacional, que tendrá lugar el pr
óximo mes de octubre en Guadalajara y en el que participarán miles de fieles llegados de muchos Países del mundo, le ruego que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante el Señor Presidente y demás autoridades de México. Invoco abundantes gracias divinas sobre Usted, su distinguida familia y sus colaboradores, así como sobre todos los hijos e hijas de la querida Nación mexicana, amparada maternalmente bajo el manto de estrellas de la Virgen Morena del Tepeyac, Santa María de Guadalupe, Reina de México y Emperatriz de América Latina.

[Texto original en castellano]

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ZENIT Staff

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