CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 30 abril 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Juan Pablo II este viernes a los participantes en la asamblea plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales.
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Eminencias, excelencias, queridos miembros de la Academia:
1. Os saludo con afecto y estima en estos momentos en los que celebramos el décimo aniversario de la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales. Doy las gracias a la nueva presidenta, la profesora Mary Ann Glendon, y le transmito mis cordiales auspicios al inicio de su servicio. Al mismo tiempo, expreso mi profunda gratitud al profesor Edmond Malinvaud por su compromiso en el trabajo de la Academia y en el estudio de cuestiones tan complejas como el trabajo y el desempleo, las formas de injusticia social, la democracia y la globalización. Agradezco también a monseñor Marcelo Sánchez Sorondo por sus esfuerzos para que el trabajo de la Academia sea más accesible y se extienda cada vez más a través de los recursos de los modernos medios de comunicación.
2. El tema que estáis estudiando en estos momentos, la relación entre generaciones, está íntimamente ligado a vuestra investigación sobre la globalización. En tiempos pasados, la atención de los niños que crecían con sus padres se daba por garantizada. La familia era el primer lugar de una solidaridad intergeneracional. Se daba la solidaridad del mismo matrimonio, en la que los esposos se comprometían a ofrecerse mutuamente asistencia a lo largo de la vida en la prosperidad y en la adversidad. Esta solidaridad de la pareja casada pronto se extendía a los niños, cuya educación exigía un lazo fuerte y duradero. Esto llevaba después en contrapartida a la solidaridad entre los hijos ya maduros y los padres en edad avanzada.
En el presente, las relaciones entre generaciones están experimentando cambios significativos como resultado de diferentes factores. En muchas áreas se ha dado una debilitación del lazo matrimonial, que es percibida con frecuencia como un simple contrato entre dos individuos. Las presiones de la sociedad de consumo pueden llevar a las familias a distraer la atención de la casa para dirigirla a sus lugares de trabajo o a una amplia gama de actividades sociales. En ocasiones, los niños son percibidos, incluso después de su nacimiento, como un obstáculo para la realización personal de sus padres, o son vistos como un objeto a escogerse entre otros. Las relaciones intergeneracionales se ven afectadas, de este modo, pues muchos hijos ya crecidos dejan ahora al estado o a la sociedad en general la atención de sus padres ancianos. La instabilidad del lazo matrimonial en muchos ambientes sociales ha llevado a una creciente tendencia de los hijos ya crecidos a alejarse de sus padres y a delegar a terceras partes la natural obligación y el mandamiento divino de honrar al padre y a la madre.
3. Dada la importancia fundamental de la solidaridad en la construcción de sociedades humanas sanas (Cf. «Sollicitudo Rei Socialis», 38-40), aliento vuestro estudio sobre estas realidades significativas y espero que ofrezca un aprecio más claro de la necesidad de una solidaridad que atraviesa generaciones y une individuos y grupos en la asistencia y enriquecimiento mutuos. Confío en que vuestra investigación en esta área aporte una contribución significativa al desarrollo de la enseñanza social de la Iglesia.
Hay que prestar particular atención a la situación precaria de muchas personas ancianas, que varía según naciones y regiones (Cf. «Evangelium Vitae», 44; «Centesimus Annus», 33). Muchos de ellos tienen recursos o jubilaciones insuficientes, algunos sufren enfermedades físicas, mientras que otros ya no se sienten útiles o sienten vergüenza por el hecho de que necesitan una atención especial, o simplemente se sienten abandonados. Estas cuestiones serán ciertamente más evidentes en la medida en que el número de ancianos aumenta y la misma población envejece como resultado de la disminución del índice de nacimientos y de las posibilidades de una mejor atención médica.
4. Al afrontar estos desafíos, cada generación y grupo social tiene un papel que desempeñar. Hay que prestar atención a las respectivas competencias del Estado y la familia en la edificación de una solidaridad efectiva entre generaciones. En el pleno respeto del principio de subsidiariedad (C. «Centesimus Annus», 48), las autoridades públicas deben preocuparse por reconocer los efectos de un individualismo que –como ya ha puesto de manifiesto vuestro estudio– puede afectar seriamente a las relaciones entre las diferentes generaciones. Por su parte, la familia, como origen y fundamento de la sociedad humana (cf. «Apostolicam Actuositatem», 11; «Familiaris Consortio», 42), tiene también un papel insustituible en la construcción de una solidaridad intergeneracional. No hay una edad en la que uno deja de ser padre o madre, hijo o hija. Tenemos una responsabilidad especial no sólo ante los que les hemos dado el don de la vida, sino también ante aquellos de los que hemos recibido ese don.
Queridos miembros de la Academia, al continuar con vuestro importante trabajo, os aseguro mis fervientes deseos y oraciones e invoco cordialmente para vosotros y vuestros seres queridos las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.
[Traducción del original inglés realizada por Zenit]